En el exterior de los sobres se veía el nombre de ella, la destinataria: María Aspettani, luego la dirección. Cada día él recargaba la bicicleta en la verja, sacaba la carta del morral y se la extendía, sin verla a los ojos. Ella estaba ahí con una expresión cansada y un poco (también) expectante. Sin sorpresa, como si se tratara de un ritual exacto, María tomaba la carta, con los ojos lanzaba un «Gracias» mudo que para Sicrano equivaldría a un Cualquier carta, cualquiera me basta, y cruzaba el jardín hacia la puerta mientras rompía con ávido descuido el sobre, y él proseguía su ruta, sintiéndose, al principio, sagaz, satisfecho tal vez —y ya después débil, tembloroso sin duda.
Y pasaban los días: y pasaron los meses.
Luego de varias semanas había aceptado Sicrano su imposibilidad de hablarle a María Aspettani. Durante muchos días se planteó, como una inquietud recurrente y pecaminosa, lanzarle una pregunta, matar sin miedo este silencio cómplice e invencido que los separaba con mayores hierros que la verja negra. Deseaba saber más de ella, si estaba enferma, de qué sufría, sobre todo qué pensaba de su Libro, y en el mismo instante en que cruzaba la calle, sabía que nada saldría de sus labios, se imponía callar, mejor no hablarle, no tender hacia ella ni siquiera una sonrisa por el temor obtuso a causarle daño, a que a través de la verja sus labios con sus palabras vivas y llenas del afecto o la preocupación lo hicieran lastimarla.
Por lo demás durante las primeras semanas llegó a aceptar Sicrano ante sí mismo que su mudo nexo con María Aspettani era una ficción débil, un absurdo vulnerable. Muchas otras jovencitas podrían tener el mismo parecido con su personaje Marialba, quien a su vez no era sino —y él lo aceptaba— la refracción posible de sus hijas muertas en un solo cuerpo del presente, pero él entendía que esa vez de finales de marzo lo que vio en María fue, más que solamente el físico: fue la expresión enferma de Marialba en uno de los pasajes que algún día, más adelante, escribiría de su Libro pero que ya bullía en su mente: cuando el heredero Léster sube a buscarla a la Sala de Extracción del Ministerio... Eso había sido.
En todo caso, ¿cuál era su propia relación con la María Aspettani verdadera —la de carne y hueso, que habría de tener parientes, amigos, una historia tras de sí—, no con la figurilla esbelta de la muchacha silenciosa de todos los mediodías? ¿Qué era ella para él, más allá de la similitud escabrosa con su personaje? ¿Había tal vez exagerado al pensar que, más que de una enfermedad, de lo que ella sufría era de un estado de indolencia o depresión protosuicida?
Cualquiera podría pensar (llegó a decirse) que todo esto se trataría más bien del asedio de un viejillo calenturiento que se hace ilusiones con una chamaquita: Mete hilo —sus cartitas— para ya luego sacar hebra: echársela un buen día. No, eso no: era ridículo. Además, sería casi el incesto. Si bien el ejercicio diario en la bicicleta había logrado mantenerlo con una sana fortaleza, era su senil, sombría mente la que lo hacía sentir por dentro casi un moribundo. Y como tal, había renunciado al sexo. Y además, ¡no, María no! ¿Qué sentía por ella? ¿Cómo sentir algo genuino por alguien de quien se ignora todo, o casi todo? ¿Cómo alegar afectos —sí— filiales por una persona a quien no le hablas? Y sin embargo con las semanas llegó a ver el cartero en María Aspettani a una especie de hija, sobrina por lo menos. Debía protegerla. Quizá exageraba. ¿Qué podía hacer? Su impotencia ante sí mismo, su imposibilidad para hablarle era una suerte de barrera instintiva. ¿O acaso repetía con ella la frialdad distante de su padre, cuando él era niño, y su propio no-estar-nunca-cerca de sus hijas, antes de que ellas muriesen? ¡Pero cuánto era ya de eso!
Aun así, a menudo se imaginaba Gabriel Sicrano que la muchacha —ella— habría por fin de interrogarlo. Entre el temor y la alegría posible, trataba de no levantar los ojos al momento de extenderle el sobre, si bien a veces llegaba a hacer una mínima pausa antes de dar media vuelta y subirse de nuevo a la bicicleta, en silencio inviolado. Ella le podría preguntar —pensaba el buen cartero— no las cosas lógicas de ¿Por qué me escribe a mí todo esto? o ¿Qué quiere, qué busca en mí con tanta página ficticia?, sino, ya más profundo: ¿Cuál es su necesidad, la suya, la íntima, la ineludible, de narrar estas historias, no importa si es a mí o a quien usted desee? ¿Por qué escribe...? Y él no habría sabido entonces responderle, ¿cómo podría explicar tan fácilmente, ahí sobre la acera, que no hay razón ninguna que sustente o justifique el necio luchar diario con la inútil escritura, o que en todo caso ese Libro lo había venido escribiendo desde hacía ya seis años sin saber quién lo leería, que nunca se planteó siquiera —como ahora— que podría estar cerca de terminarlo? Lo había visto, sin decírselo del todo, como un Libro para el Resto de su Vida, una escritura sin fin que se confundiese con su propia existencia, su pensar, su piel, su cuerpo, lo que sea... ¿Para qué escribir? No, no era ésa una pregunta aceptable en ningún mundo. Quizá tan sólo su respuesta —parcial, injusta, escasa— sería que él buscaba imaginarse que así fuese una persona —una sola, ¿qué importaba?— quien leyera sus historias todavía inconclusas, ya él no habría de morir cuando muriese...
Nada más eso.
Bitácora de Geney Beltrán [χe’nɛi bel’tɾan], escritor mexicano (Tamazula, Durango, 1976).
lunes, abril 07, 2008
La Palanca trae «El Libro de Gabriel»
La Palanca, revista editada por Diego José y Pablo Mayans, publica en su número 8 mi texto de narrativa «El Libro de Gabriel». El número circula desde diciembre. Aquí los primeros párrafos del texto: