Nadia Villafuerte publica en la Revista de la Universidad de México de este noviembre "La ciudad irascible", un texto crítico sobre mi libro de relatos Habla de lo que sabes.
Aquí va el texto completo:
La ciudad irascible
Nadia Villafuerte
La ficción no tendría por qué ser el lugar donde uno consiga aliviarse de esa pesadilla llamada “realidad”. Tampoco, claro, el sitio donde dicha “realidad”, a menudo decepcionante, se duplique tal como la conocemos: el mundo puede ser otro, debe ser otro, y no necesariamente mejor. Sobre esta materia se construyen los cuentos que conforman el libro Habla de lo que sabes (Jus, 2009), de Geney Beltrán Félix (Sinaloa, 1976).
Si hay una certeza aquí es la del extrañamiento: con una tensión que puede atribuirse al carácter nervioso del lenguaje, pronto nos damos cuenta de que eso que creíamos situarse en terreno realista no es sino el espejismo de un escenario: la Ciudad (a secas, con mayúsculas) donde ocurren las historias, es un horizonte vacío en el que los personajes deambulan sin encontrar nada qué admirar o amar o desear o conservar siquiera. Lo que hay, en cambio, es la coherencia de un planteamiento: las apariencias son lo único que conocen estos seres furibundos que un día amanecen para descubrir que han dejado de ser ellos y ahora caminan de puntillas sobre su propia vida.
El relato “La celda en la Ciudad”, sirve de concisa viñeta para describir la naturaleza opresiva de una urbe que va desmantelando su fealdad ordinaria mientras se la recorre; así, un simple puente de peatones se convierte en una celda que oscurece sus contornos para abrazar al protagonista. La sensación de angustia no deja de repetirse: en otro momento, un adolescente se extravía por las calles de un barrio y ve surgir, en el parpadeo, a otro que ha usurpado su cuerpo y se aleja impune. Tales alteraciones identitarias podrían ser el rasgo desquiciado de quienes buscan huir y a veces no lo consiguen, o lo hacen a medias: en el cuento “La hija”, un profesor escapa de un bombazo en el aeropuerto y dicho acto se convierte en pretexto para abandonar su vida insatisfecha escapando a una peor (en la que al menos deja estallar su ira contenida) pero en la que de todas formas lo acosa eso que descubre de sí mismo y no tiene enmienda: ni profesor ni alcohólico, sólo es un hombre desprovisto de raíz, esto es, una violencia que nace con y desde el miembro sexual.
Que un esposo atisbe la presencia de una “muchacha de aire” tras la rutina del matrimonio; que un inquilino descubra, con un dejo de sensatez y horror, cómo una horda de desconocidos salen de su baño; no pretenden ser —así lo entiendo— tramas sino estados de ánimo de mentes dislocadas: el escapismo se convierte en una vía alterna frente a una existencia monótona cuyo muro sin lustre puede, no obstante, verse acechado por el desconcierto.
Extrañamiento, he dicho. Y agrego: conmoción frente a retratos breves de vidas comunes y sin embargo atroces. Una mujer sometida a la cruel domesticidad; los minutos reales (porque se siente el lento transcurrir del tiempo) en que ocurre la demolición en una biblioteca; la relación entre un par de amigos a quienes asedia el fantasma de la locura; el cartero Gabriel Sicrano que prende fuego a las bodegas para que nadie reciba una sola carta; el cajero de una tienda que desenfunda una pistola, todos ellos pasan y nos evocan lo que creíamos saber y re-descubrimos: su ironía, su desdén, sus formas de humillar y humillarse, nos dejan sentir lo áspero de un paisaje nada fotogénico. A los personajes de este libro les corresponde otear sobre esa materia ambigua que implica sobrevivir: el mundo se padece, es verdad, y también se rompe para convencernos de que no puede ser sólo eso que se nos impone y que uno asume como un arriendo, sin protesta. No hay concesiones ni dádivas en la escritura de Beltrán Félix: sus personajes son un tropel de “descastados” incapaces de ocultar su orfandad: agresivos algunos, sumisos otros, uno más arrobado ante la naturaleza hostil de su cuerpo que se empeña en renunciar a los signos de la hombría y que ha buscado “la posibilidad de vivir como si no hubiera un pene en la entrepierna”, todos tienen en común un destino: la desesperación. “¿Qué es ser varón?”, se pregunta en algún momento uno de los personajes, y la respuesta parece hallarse en el transcurrir de estas historias: ser varón es permanecer en franco combate con la naturaleza del género; estar ahí, “enjuto, ajado, pero vivo”.
Discierno una lectura última. Al elegir como telón de fondo una tierra baldía que rumia su hartazgo, el autor propone además una forma exasperada al descubrirla. En Habla de lo que sabes no hay un lenguaje aséptico sino desperfectos, fisuras; no el deseo de llanamente narrar y sí el avance que fluye indócil. La opulencia verbal que forcejea a ratos con los balbuceos en la sintaxis, convierte a los temas y a los personajes en un todo orgánico: no sólo el desasosiego como telón de fondo sino y sobre todo la crisis del sujeto, el delirio de los personajes trasplantado al desorden de una prosa que duda, se retrae, estalla o se detiene, lacónica, cuando uno menos lo imagina (excesos de signos de admiración y puntos suspensivos, palabras carcomidas, frases que se interrumpen, de súbito). Lejos de la corrección política, una prosa que emerge impura, desmedida, inmediata.
Con la escritura de Beltrán Félix el lector no puede permanecer indiferente ante lo que va apareciendo como una sucesión de imágenes demasiado cercanas a nuestros ojos y que nos manchan de intimidad e intemperie ajena. El autor cimbra su operación fabuladora más que con acciones, con intenciones: es decir, su búsqueda es estética pero también moral (el excelente relato “Anoche soñé que volaba” otorga, por ejemplo, la denuncia de una ciudad envilecida). Las historias de Habla de lo que sabes, no anécdotas gratas sino episodios turbios, se escriben porque deben ser escritas, como si al reiterar la materia catastrofista de lo real, la ficción pudiera darnos una tregua: cerrar el libro para sobrevivir de otro modo, pues con todo su pesimismo y acritud, existir aún admite conmovernos frente a una realidad nunca consoladora pero tampoco desesperanzada. Libros como hachazos en la cabeza, pedía Kafka. Aquí uno.