Ningún hecho violento
ocurre sin dejar huella. El periodista puede callar, el político no raramente
habrá de buscar entorpecer la difusión del suceso o bloquear el proceder de la justicia,
el criminal acaso camine por las calles sin remordimientos. Pero ante cualquier
tentativa de silencio, incluso en los escenarios más abusivos de impunidad,
algo punzante queda y se aviva con dolor en las personas que tuvieron un lazo
con la víctima: los padres, la pareja, los hijos, los amigos, los vecinos.
Alguien pregunta, alguien espera y necesita un desagravio —incluso una
venganza— para encontrar una forma catártica de religación con la sociedad en
que vive. Por eso la violencia, de manera distinta a como ocurre con la muerte
causada por un accidente, la enfermedad o la vejez, deja demasiadas historias
inconclusas: las que se ponen en marcha debido a la ausencia provocada por un
poder humillante e injusto.
Aunque no es un
fenómeno exclusivo de los últimos años —la relación de ofensas va desde antes
de la Conquista—, sí es posible afirmar que las historias de ese cariz se han
vuelto más perentorias y ultrajantes en los tiempos recientes de México. Más
allá de las causas, que tendrían que ver (no únicamente) con las formas, ahora
más porosas, en que circula la información y con el desarrollo de una agenda progresista
internacional de derechos humanos, el grave problema de la criminalidad
asociada a las estructuras políticas ha tenido una respuesta indignada en varios
sectores ciudadanos. No soy politólogo ni sociólogo, y no tengo los
conocimientos ni las intuiciones para especular si esa respuesta podría
convertirse en un movimiento cívico que obligue al sistema judicial y político
a depurarse y romper los pactos de complicidad que siguen vigentes e impunes.
Otra pregunta me inquieta ahora: ¿cómo relatar lo que ocurre en la sensibilidad
de quienes viven en una sociedad vulnerada por la más atroz barbarie?
La zona lunar de las comunidades,
la vida invisible de los individuos, las franjas interiores en las que no la
razón sino el miedo, la rabia o el desánimo dominan, son el territorio de la
ficción. Habría que partir de una precisión necesaria: escribir ficción no
significa inventar algo falso sino proyectar algo imaginario, es decir, no una
mentira sino una posibilidad. El temperamento de quien fabula historias es el
propio de quien, como tantos han dicho, ve difícil aceptar la realidad
cotidiana con sus usuales términos de rutina, frustración y poquedad de
horizontes, y por lo tanto se plantea en la escritura la evasión mediante la sugerencia
y la exploración de mundos diferentes.
Sin embargo, existe
otro rasgo en ese tipo de temples humanos: no sólo es alguien que buscaría ir
por encima de eso real tan limitado que lo rodea, sino que también se vería
inclinado a ir más allá de sí, a huir (así sea vicariamente) de su orbe íntimo y
fácilmente tendería a la despersonalización: es alguien que puede verse a lo
largo de sus días y noches especulando vivamente en torno a las condiciones en
que otro individuo recibe la realidad, vive su respirar, conoce su experiencia
sensible.
La prospección de sí
como otro se halla en el fundamento de la capacidad que han tenido grandes
novelistas para crear la psique de personajes notoriamente distintos a su
biografía e inclinaciones. Este ejercicio no tiene un atributo de falsedad:
consiste en el desarrollo de una habilidad de las neuronas espejo, las que se
hallan detrás del registro de la compasión y la empatía, llevado a la
indagación de la conducta ajena como una posibilidad elusiva del carácter
propio. ¿Cómo dejar de lado el hecho de que, más allá de cualquier rivalidad o por
encima incluso de una historia universal de asesinatos interminables generación
tras generación desde hace milenios, los seres humanos comparten la conciencia
de una similitud, y por lo tanto de una común identidad, uno de cuyos rasgos es
la sujeción a un cuerpo mortal y vulnerable al sufrimiento?
¿Qué ocurre en el
fabulador que vive en un entorno desmedidamente violento? Toda generalización
es injusta, sin duda. Lo que sigue glosa una experiencia personal de los
últimos años. Por un lado, es imposible no enterarse de, una tras otra, cada
atrocidad a través de los medios de comunicación y las conversaciones,
dominadas por el susto, el morbo y la preocupación, de amigos, familiares y
conocidos. Hay que insistir en esto: se trata de un imposible aislamiento: las
noticias llegan a cualquier sitio e involucran a los oyentes en la percepción
de lo endeble que es el convenio social, pues si ese hecho ocurrió en
Tamaulipas ayer o en Guerrero esta mañana podría de igual modo ocurrir mañana
enfrente de nosotros, o a nosotros mismos. Y ese conocimiento, y las
suposiciones que despierta, provocan una alteración: es un fenómeno al principio
inconsciente, que se manifiesta a través de una imaginación paranoica y una
constante de pesadillas y sueños inquietos, una respuesta a menudo enfermiza
ante la realidad, un vertedero de dificultades a la hora de adaptarse de nuevo
a los contratos de confianza y seguridad con nuestro entorno inmediato (el
edificio, la cuadra, la colonia)… y posteriormente sólo queda una salida (no es
una solución ni un remedio): proyectar en un papel esos miedos, darles
consistencia de palabras para ver si así, a la luz aparentemente controlada de
la escritura, es posible detenerlos, analizarlos, desvestirlos de peligro.
Lo que acabo de glosar
no es exclusivo del escritor. Las alteraciones psíquicas y emocionales en
quienes viven en una sociedad lastrada por la violencia son situaciones
comunes. El último paso (la redacción) tampoco es una propiedad única de
quienes nos dedicamos a la literatura. Aunque alguien podría argüir que ya es
mucho lo que se publica, sin duda lo que se escribe es muchísimo más, y no
conoce fácilmente el tamiz de la edición y la divulgación. La voluntad de pasar
a papel o soltar en un teclado la experiencia traumática, vivida o temida, de
la violencia, adquiere para muchas personas que quizá nunca han leído un libro un
cariz terapéutico; por ello a menudo no pasa de lo confesional, sin dar pie a
ningún asidero con las ventajas de la ficción en tanto un ámbito que va mucho
más lejos que la consignación de la queja. Sin embargo, no conviene hacer a un
lado esa voluntad sin advertirla como la expresión de una necesidad: ya en el
testimonio es posible encontrar la raíz (un primer, quizá insuficiente movimiento)
de la operación de desdoblarse ante lo real, de distancia crítica ante lo
supuestamente ocurrido, que es un fuerte elemento distinguible en cualquier
texto de ficción: las palabras no son los hechos pero sin ellas los hechos
quedarían en la impunidad del olvido, no como si no hubieren ocurrido sino como
si no hubieran dejado una huella de suplicio moral en nadie. Al mismo tiempo,
como las palabras no son los hechos, abren la oportunidad para que, más que
dejar un relato fiel de lo acontecido, bosquejen el otro lado de lo real, las
caras de lo posible.
¿Qué relatar de todo
esto, entonces? Sin ánimo de emitir una encíclica, yo me permitiría romper
lanzas por la exploración de las secuelas emocionales y psicológicas en quienes
han sufrido la violencia en sus personas más cercanas. Se trata de un
acontecimiento de gran trascendencia social y que sin embargo los medios de
comunicación no recogen, la clase política desoye y que con frecuencia concita el
desinterés o incluso el rechazo en el prójimo: a casi nadie interesa ver el
sufrimiento ajeno en su suceder, y las víctimas de los últimos años, todas, han
dejado huérfanos, padres, amigos, parejas sin una respuesta. Nadie sabe qué
hacer, cómo vivir eso que viene después de un suceso violento. La ficción puede
tomar ese cometido: más que fabular las leyendas de los sicarios, los
judiciales, los capos o los gobernantes vinculados con la génesis de este
entorno tan desastrado, habría que volver la vista hacia la mayoría, esos
individuos que acaso nunca trafiquen con droga ni secuestren a nadie ni jalen
un gatillo, pero a quienes este presente nuestro tan destruido por la impunidad
y la injusticia les ha trastocado en profundidad y quizá para siempre su vida
interior.
[Publiqué este ensayo en la revista Timonel, número 15, noviembre de 2014, páginas 10-11. La revista completa se puede leer aquí.]