Nada hay más bello que—
Geney
Beltrán Félix
Se
conocieron en una fiesta hace cosa de cuatro años, él la anduvo hostigando,
ella sutilmente lo mandó a la chingada. Cuando después de los tequilas ella se
dejó ser llevada al baño, ahí cogieron: él se quedó como loco (de fascinado) y
la buscó al día siguiente. Luego de unas copas de vino o dos que tres cervezas,
se iban al departamento de ella, por la tardenoche. Sus encuentros eran
guarros, inmediatos, fluidos. Se dejaban ahí desnudos en el colchón y la luz se
iba disfrazando de negrura. A veces hacía ella oír unas palabras sobre si
sentiste el temblor de la madrugada, o que hallaron una fosa con más de cien
pobres inocentes cerca de San Fernando, y aun con saberse un hombre tan huraño
y tan lacónico, nunca supo él de la incomodidad que se forma entre dos cuerpos
que sólo tienen sexo y una vez tenido quieren separarse, vestirse, nos vemos.
Algo lo llevó a contarle de su infancia, más bien del hermanastro mayor tan
maltratado por su madre, o la vez que en un parque se quedó viendo a un anciano
sentado en una banca que estiraba los brazos y boqueaba como si nadase en un
agua de aire, la gente seguía su curso hasta que llegó un policía a gruñirle
ruco qué payasadas son esas. Ah. Se diluía esa tensión de adentro que siempre
lo pone en guardia ante los otros, y había para él un olvidarse de lo que el
mundo roba grita pide: un puro bienestar se le inmiscuía en el alma de las
células y le ablandaba la voz. Claudio no mencionaba nunca a Inés, ella tampoco
decía nada de tengo novio, pareja, otro amante.
Y
un lunes le llegó el mensaje “Salí de ciudad. Te llamo pronto” (ya llevaban dos
meses). Él claro que esperó; y el miércoles ni el jueves llegó nada, y no supo
cómo pero lo que antes era un juego (entrar a la compu de Inés y vagar por
sitios de autos, de fotos de modelos, masturbarse viendo porno y escribir
palabrotas en foros políticos) se le fue volviendo... ¿qué?: se le fue
volviendo insoportable. Bajo su piel a la altura del tórax una movediza rata se
afilaba los dientes con su oxígeno: e iba a visitar entonces el Muro de
Juliana. Ahí leyó el jueves Ando muy
resfriada, al día siguiente Me escapé
a la playa, regreso el lunes!, luego fotos en una cantina con un tipo
treintón: se le veían, a ella, las mejillas rosadas (su actitud de brindis
sensualmente feliz). No la llamó. No le escribió. ¿Mostrarse débil, tembloroso?
A la semana vio en ese mismo Muro, ahí tan absurdamente a la vista del mundo
entero, dos palabras cursis escritas por: por un idiota llamado Tomás
Izquierdo. Y ella respondía también te amo Tomi.
Él
le escribió un mensaje lleno de hijadeperras y de (pero lo borró antes de
enviarlo) quien-te-ama-soy-yo-pinche-traidora. Por celular le invitó a un café,
adelgazando lo perentorio en su voz (sonando suave y bienvenido). Ella pospuso
en dos, tres ocasiones, hasta que en un café de chinos le contó me enamoré de
repente: habían andado ella y Tomás al principio sólo tonteando, pero cuando se
dio cuenta de que la cosa iba en serio, decidió alejarse (de Claudio). Era
Tomás un colega de la oficina recién contratado. Estaban por irse a vivir
juntos (lo dijo con un tono seco y directo). Él le tomó la mano. ¡Hasta le
sonrió! “Suerte. Nada hay más bello que”: aunque por dentro era puros celos y
coraje: esas palabras tan cursis Nada hay
más bello que (lo sabía) eran las correctas, pero también—: puaj. Cuando se
levantaron de la mesa ya para salir, él se sentía de la verguísima, como si le
hubiese caído un taladro en las tripas y aun así debiera seguir respirando,
caminar: sonreír.
Cogía
con Inés ahora renovada y furiosamente, pero al poco tiempo vio con susto a los
dos Claudios que se hacían señas de guerra dentro de sí: mientras el
Claudio-cuerpo desayunaba huevos con machaca y charlaba con Inés sobre una
balacera de a tres cuadras —o veía en el metro anuncios de carreras cortas de
contaduría, compraba tlacoyos y tomates en el tianguis, o ahí en su trabajo hundía
una jeringa en el costado moreno de un adolescente—, el otro Claudio, el
Claudio de aire era una mente obsedida por invertir los términos de lo real, y
poner la entera vida de Juliana entre esas colchas en las que dormía la carne
de Inés, y ver abrirse la voz gozosa de Juliana ahí donde nacía la voz árida y
anoréxica del cuerpo soso con el que llevaba dos años viviendo. Ese Claudio
ajeno llegaba ciertas noches a provocarle una sensación de aire que no atina a
dar con los pulmones, y esto coincidía con una vista nebulosa al buscar sin
éxito fijar los contornos de la cómoda la ventana el ropero.
¿Tanto
quiso a Juliana, por qué no fue a rogarle ya deja a ese pendejo? Verla al poco
tiempo en sus fotos del Muro, feliz abrazada, cada día más gorda, al lado de
Tomás, con sus mensajes a un hombre de rasgos tan insulsos (¿qué le veía a ese
rostro alargado tan pálido, a su bigotito caguengue?, ¿lo había preferido acaso
por ser blanquito?): y un temer irrumpir en ese feliz embarazo con chantajes
grotescos. Estaba la envidia: Tomás se expresaba en el Muro feliz con la
llegada de un bebé, cuanto que él, Claudio, sí, luego de cada uno de los dos
abortos que Inés había tenido, se vio —sin decirlo francamente— dispensado de
una carga ya no futura, con todo y que la abrazaba y le decía veremos otro
doctor, carajo no es el fin del mundo.
Pero
en lo más cierto de sí estaba la desidia de un desencantado: una relación con
Juliana sería, cómo negarlo, tan grata y tan nefasta como la suya con Inés
(igual, pues, a fin de cuentas); a sus 31 ya no habría nada nuevo porque las
mujeres serán para alguien de tundra como él siempre tan las mismas. ¿Para qué
matar lo que ya tenía con Inés si en una relación con Juliana todo habría
también de lentamente pudrirse en los sucesivos destrozos del futuro?
Y
así un buen día decidió borrar de su red a Juliana: para descubrir entonces que
ella misma lo había bloqueado acaso en días recientes de su Muro, y esa patada
en el culo de su orgullo lo ayudó a estrangular a la testaruda rata de su
adentro.