José Gordon publica hoy, en el periódico Reforma, un preciso e inteligente comentario sobre el libro Cuerpos a la deriva, de Esther Seligson.
La santa enfadada
José Gordon
Un ejercicio de imaginación que marca el alma de novelista que todos llevamos dentro: mientras estamos en un salón de espera en un consultorio, en un aeropuerto o en una estación de tren, vemos los rostros de las personas desconocidas que nos rodean, escuchamos jirones de la conversación de una pareja, y les inventamos una historia.
Se trata de un laboratorio de otredad. Tratamos de intuir lo que se esconde detrás de esas miradas, atisbamos las emociones que dejan huellas en la otra piel, exploramos las experiencias que segundo tras segundo cincelan gestos, la manera de vestir, la forma en que se balancean los cuerpos y que terminan por construir la novela de una vida. Éste es el ejercicio que realiza Esther Seligson (1941-2010) en el libro Cuerpos a la deriva (Editorial Cuadrivio).
En esta reciente compilación de relatos (curada por Geney Beltrán Félix), la curiosidad de Esther le permite asomarse a las diferentes formas que asume la palabra "yo cuando se pronuncia desde otro cuerpo. La indagación de otras vidas cobra un ritmo vertiginoso: ¿Qué se siente habitar un cuerpo en donde vive la pureza del alma de una mujer que cura con las manos? ¿Qué ocurre con un cuerpo que se encuentra en un encierro voluntario en donde sólo se ve la luz de una ventana reflejada en la pared? ¿Qué sucede cuando se vive en un cuerpo que fue operado a corazón abierto? ¿Qué tragedia se asoma en el cuerpo de una mujer insatisfecha? ¿Qué pasa dentro del cuerpo de un insomne que tiene visiones de la tumba de una vida anterior?
Esther Seligson va aún más lejos y entra dentro de un cuerpo sin cuerpo, a la voz sin sombra de la mítica figura griega de Ifigenia, y reflexiona sobre la posibilidad de fundirnos con lo que está más allá de lo que vemos: "Sólo me pregunto, ¿cuándo vendrá por fin a desaparecer dentro este impulso que me empuja a decir yo. Este ejercicio de otredad llega al extremo de habitar el cuerpo del hijo de los dioses Shiva y Parvati, quien es un santo enfadado (así le llama Esther) y le reclama a Dios porque no puede percibir, más que a momentos, la totalidad de la existencia. Dicho sea de paso, ése es tal vez el reclamo de Esther Seligson, una santa enfadada ante el dolor y las injusticias de la vida en medio de la intuición de lo sagrado.
Ése es el mismo impulso que recorre la obra de David Grossman cuando plantea que, como novelista, desea entender la vida entera y descubrir que en una hora (en una gota del tiempo) hay un océano si nos arriesgamos a imaginarnos dentro de los cuerpos de los otros. Tal vez puede ilustrar esta noción, una vieja leyenda de la cual platicaba recientemente con mi hijo Uriel. En los tiempos del sabio hindú Shankara (788-820) se llevaban a cabo debates en torno a las diferentes modalidades del conocimiento. El derrotado tenía que incorporar la visión de quien lo superaba. El monje Shankara era imbatible hasta que la sabia esposa de un hombre que había sido vencido lo retó: discutirían también sobre el conocimiento de las artes amatorias. Shankara pidió unas semanas para efectuar el encuentro. Se reunió con sus discípulos y les pidió que cuidaran su cuerpo (en postura de flor de loto), ya que iba a entrar dentro del cuerpo de un rey, cuya alma estaba destinada a partir. De esta manera, Shankara aprendió todo sobre las artes amatorias. Sin embargo, se identificó tanto con su nuevo cuerpo que se le olvidó que era Shankara. Los discípulos estaban preocupados porque no volvía. Decidieron ir a buscarlo. El rey (Shankara) no los reconoció. Entonces empezaron a cantar. Shankara recuperó la memoria de quién era.
Tal vez eso es lo que hacen las novelas, son los cantos que nos permiten recuperar una memoria que nos abre a vivir desde otra piel, desde otras miradas. Esa novela ya pasa en nuestras vidas cuando, por ejemplo, vemos los ojos de un bebé y se activan nuestras neuronas espejo para recordar una inocencia llena del encanto, la pureza, el asombro y la gracia de existir.