miércoles, julio 02, 2008

Historias para un país inexistente

[El texto que sigue, «Historias para un país inexistente», se publicó en la revista Blanco Móvil, de invierno 2004-2005. Lo recupero aquí ahora que ha surgido una discusión sobre los nuevos narradores mexicanos.]

Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.
Juan Rulfo, «¡Diles que no me maten!»

I

El acta de defunción la levantó Juan Rulfo en 1955. No quedaban ya sino muertos, almas en pena, susurros de historias antiguas. «Este pueblo está lleno de ecos». Nada más. Juan Preciado era un huérfano en todos los sentidos: sin familia, sin terruño, sin futuro y sin vida. Sin tumba propia, incluso. Pedro Páramo nació, acaso, de la más íntima pulsación del autor —la muerte del padre—, pero puede también ser vista como una densa metáfora sobre la pérdida de una nación, es decir, la pérdida del sentido de pertenencia a una tierra protectora. Sólo quedaba escuchar y narrar la Única Historia Posible, la de un lugar y una gente que fueron pero que ya no son más.
Podría mencionarse de igual modo a Francisco Tario; en algunos de los relatos de La noche, de 1943, hace hablar no a gente común de la «realidad», sino a los féretros, las gallinas, los trajes y los locos, uno de los cuales advierte: «Y escribiré libros... Libros que expondrán con precisión inigualable... lo mugroso de la familia y lo nauseabundo del amor, de la piedad, del patriotismo y de cualquier otra fe o mito. Libros, en fin, que estrangulen las conciencias... que sepulten los principios y trituren las verdades...»
Tiempo después, escritores como Sergio Pitol, Salvador Elizondo y Juan García Ponce se alojaron en la extranjería, la escritura y el erotismo como si se tratara de patrias posibles. Esther Seligson, Verónica Murguía, Pablo Soler Frost y varios más han reavivado la tradición fabuladora de la geografía y la historia extranjera, ya incipiente en los Infortunios de Alonso Ramírez, de Carlos de Sigüenza y Góngora.
Total: no había país, no hay país. La ficción de la literatura ha venido señalando que el cuentito de La Nación se derrumbó hace tiempo, que tal vez no existió nunca. La Historia es poco menos que sólo una historia, la invención de una comunidad falsamente unida en hitos y mitos inciertos y vacuos.
Pero no. Aún pulularon un buen tiempo quienes la nombraban, la pintaban, la psicoanalizaban. Desde la Revolución los pintores y literatos se lanzaron a la obra colectiva de dar forma simbólica a una identidad que fuera de los muros pintados de Palacio Nacional, los billetes y los libros de texto, las películas del Indio Fernández, las páginas de El laberinto de la soledad o La región más transparente no conocía sino un sostén demasiado endeble. México fue en último término la novela más exitosa y fallida de la literatura y la cultura de casi un siglo. Tan famosa, que las tehuanas, el día de muertos, el mole, el mestizaje, la Revolución, el no-vale-nada-la-vida, los dioses antiguos y tantas otras fábulas se convirtieron en la imagen del país que, a la manera de cuentas de vidrio, todavía siguen algunos exportando, a veces con éxito.
Desafortunadamente, esa novela no tiene interés para nosotros, los nietos de Rulfo, tan huérfanos de nación como él. México, sabemos bien, es eso: una ficción pétrea, malograda, inútil. Olvidable.

II

¿A qué viene todo esto?
Viene a que, al parecer, hubo en algún momento un país. Según se dice, el nacimiento de la idea de nación tuvo como causa el desastre de 1847, cuando México —que no existía sino en el papel— perdió la mitad de su territorio en una guerra contra su vecino poderoso. Este periodo llegó a su momento supremo en la celebración del Primer Centenario de la Independencia, cuando La Nación —blanquita, afrancesada y racista— se transustanciaba en la persona del dictador Porfirio Díaz, un mestizo renegado. Al estallar la Revolución ese mismo 1910, México se «descubrió» a sí mismo: la fase novelesca de la anagnórisis. Hubo artistas que se dedicaron a dibujar y a nombrar ese país, y lo hicieron con tanto éxito que fijaron los hitos de su historia y los mitos de su (supuesto) ser profundo en murales, libros de texto, ensayos y novelas, al grado de que los cachorros de la Revolución, entre 1940 y 1970, creyeron encontrar un mundo hecho. Tuvieron un país construido, confiado, próspero y munífico. Fueron los consentidos de un nuevo Porfiriato.
Mas no. He aquí la sorpresa: pasaron los años y la ficción se empezó a resquebrajar con ostentosa perseverancia. Más allá de los símbolos, crecía con feracidad una multitud circunscrita, por razones demagógicas, en un solo nombre.
¿Cuándo se acabó el teatrito en definitiva? ¿En 1968, 1971, 1976?
No importa. Lo que ya habían intuido literariamente Tario y Rulfo resultó la experiencia real para las generaciones nacidas a partir de finales de la década de 1960, que heredaron la nada de un país pesadillesco y terrible, con los problemas asediantes del fin del siglo: la explosión demográfica, la falta de democracia, la corrupción, la discriminación, la pobreza y la desigualdad, la violación a los derechos humanos, el crimen y la impunidad. Se trataba de un país multitudinario y asfixiante, corrompido hasta en sus actos más nimios por una casta —política, empresarial, delincuencial— y por una colectividad trepadora, injusta y cínica, una tierra y un futuro propiedad de unos pocos, un mundo sin más oportunidades para la mayoría que irse de mojados al patio vecino o ser empleados de Elektra, Wal-Mart o McDonald’s, ciudades donde tantas mujeres son violadas y asesinadas, los niños secuestrados por las redes de pornografía, prostitución y tráfico de órganos y los viejos abandonados a la indiferencia, el maltrato y la miseria a través de jubilaciones vergonzosas.
Ahora sí, por fin y sin folclorismos: un país donde la vida no vale nada.
Sólo queda esperar, si no el desmembramiento geográfico, sí la degradación social incesante.

III

Corolario: el principal o quizá único rasgo común a la amplia Generación de la Crisis, la No Generación de escritores nacidos a partir de finales de la década de 1960 es la constatación de que es ésta una tierra huérfana.
Se trata de una circunstancia reiterada: el aprendizaje del fracaso. Crecimos en un país en continua Crisis e irreversible debacle. Crecimos y nos dimos cuenta de que éramos muchos, demasiados los que heredábamos un país en ruinas. Ha sido una época de quiebre moral. Durante las tres últimas décadas del siglo se nos quiso dar un falso sentido de pertenencia a una nación de la que no había manera de sentirse orgullosos. Sólo existía —lo supimos pronto— el petróleo gracias al cual los bisnietos hacinados y empobrecidos de la Caricaturesca Revolución pudimos estudiar en las escuelas y universidades públicas (a veces ni eso). Lo que pervive ahora a la manera de emociones o lecciones fijas, quizá inconscientes, son el desánimo, el cinismo, la mezquindad, el escepticismo, la negación. Algo así como la clausura del futuro. Son nuestras las palabras de Octavio Paz: «Sabe la tierra a tierra envejecida».
Y no, no creo que mi visión sea catastrofista en exceso, aunque sé que no todos de entre mis coetáneos compartirán esta noción del «aprendizaje del fracaso», esa sensación de envejecimiento y derrota prematura. Acaso exagero, sí, pero éste es mi punto de partida. No hay comunidad, no hay el formar-parte-de-una-nación, no hay la raíz válida de una sociedad benefactora y paternal. No hay nada, y entonces surgen dos cuestiones importante para quien se enterca, quién sabe cómo, en escribir.

IV

Primera pregunta. Ante la muerte de México, ¿qué nueva ficción escribiremos? Frente a la orfandad de la Patria (¡ah, esa mayúscula tan chantajista!), la narrativa de esta No Generación ha de hablar no del «ser mexicano», entelequia dudosa y demagógica, sino, como Rulfo, como Tario, de la Condición Humana, por más etérea o fanfarrona que a algunos les parezca esa frase. Los temas serán y son los de siempre, los de la literatura a secas: los territorios de la infancia, el amor, el desamor, el erotismo, la muerte, la identidad y sus destrucciones, la soledad, el arte, lo irracional, el otro, la violencia (hoy urbana), la ficción misma. Al librarnos de la idea y el compromiso de nación, podemos desatendernos de cualquier necedad ontológica limitada al gentilicio. La materia de toda narración estrictamente poderosa es lo humano, a secas.
Y si bien ningún escritor debe redactar una frase que contenga seguidas las palabras «el escritor debe» o «el escritor no debe», acaso se exigiría hablar de autenticidad, otro concepto huidizo y complicado. El escritor debe ser auténtico al mentir, al construir un mundo ficticio, al saquear la «realidad» (la interior, la «real», la fantástica, alegórica, erótica, memoriosa...) para dar forma a una irrealidad textual más inclemente y de mayor orfandad, y quizá sólo así habrá de trascender toda frontera del espacio o del tiempo.
El escritor debe ser inclemente con su mundo. Más todavía si ese mundo no existe.

V

Segunda pregunta. Si las narraciones más antiguas surgieron para dar cohesión y sentido de identidad —héroes, gestas— a un grupo humano, ¿para quién escribimos ahora, a quién le daremos sentido de identidad si el país no existe, si aquí la letra no vale nada? Con lectores o sin ellos, hay que concluir llanamente: la necesidad personal de la escritura es más impetuosa que la conciencia del escribir para una comunidad inexistente. Esta orfandad —contracara de la nostalgia, o forma desobediente de una nostalgia que no sabe mascullar su nombre— será el punto de partida más fértil. Se trata de otros lectores posibles: los únicos que importan, los que aún no están. La única comunidad viable para el escritor es la que él formará en torno de sus textos.
Porque toda narración refiere supuestos hechos del pasado con la perspectiva virada hacia el futuro. Todo narrar es hacia mañana, todo relato tiene como escenario de concreción posible el día que viene. Narramos el pasado o el presente porque lo que pasó en otro tiempo puede pasar mañana o incluso ahora, lo que sucedió en otro lugar puede suceder aquí, lo que le ocurrió a otras personas puede ocurrirnos a nosotros. Todo narrar del pasado es un atisbar las desasosegantes posibilidades del futuro, único tiempo real de la obra literaria.
El ejemplo de Kafka.

VI

No es del todo justo hablar de «generaciones». Las generaciones son las etiquetas que inventan los estudiosos de la literatura para justificar su salario y sus doctorados. Las otras, las elegidas por los mismos grupos literarios, existen porque entre nosotros todo pasa por el corporativismo: como medida de ataque para obtener puestos en la burocracia (los olvidables estridentistas) o de defensa (los cosmopolitas Contemporáneos).
Para los escritores de esta No Generación —Generación de la Crisis, grupo de narradores para un país inexistente, comunidad de soledades en la escritura— ni siquiera ese privilegio existe. El último grupo literario, el del Crack, ha anulado con sus procederes la validez siquiera de una propuesta parecida. Además, la pérdida del sentido de nación ha desarrollado un proceso importante: la descentralización. Siguiendo el ejemplo de algunos pioneros —en Sinaloa, Chihuahua, Baja California—, numerosos escritores se dedican a la carrera literaria en sus lugares de origen, sin mudarse a la capital de la república; algunos de ellos han incluso realizado estancias en el extranjero sin haber pasado por la aduana vivencial de la ciudad de México. Esta disgregación impide establecer una etiqueta única. Ahora sólo existe la perspectiva personal, desunida, libre y en soledad: y esto va desde la creación de un lugar múltiple y desafiante —el blog, periódico mural o diario público, bitácora de creación de una identidad literaria que se nutre del aforismo, el ensayo, la narrativa, la imagen, la agenda, la correspondencia, el artículo periodístico, la interacción inmediata con el lector y tantos otros elementos— hasta, por encima de todo, la ambición elemental de la obra maestra, justificación mayor para la escritura en cualquier tiempo, y sobre todo en medio de una comunidad ruinosa, expoliada, inexistente. ¿Para qué escribir si no es para emular a Flaubert, a Proust, a Rulfo?
Sí: la ficción de un país ha muerto. La búsqueda es crear otras ficciones —más poderosas, éstas sí universales.