La revista Luvina, en su número 58, de primavera 2010, incluye un texto crítico del ensayista, narrador y editor José Israel Carranza sobre mi libro de relatos Habla de lo que sabes.
Rescoldos
José Israel Carranza
«Habla de lo que sabes». Es la conminación, terminante, elegida por Geney Beltrán Félix para instalarla al frente de su libro de relatos —cerrado el libro y cuando apenas va reanudándose la ocurrencia del mundo, suspendida definitivamente en las horas tensas de lectura ininterrumpida, es un título que se revela como una sugerencia alarmante: ¿qué es lo que sabe este autor, que ha podido hacer esto?—; es también la conminación que ahora dirige este comentario, y es inapelable. He de hablar de lo que sé, y lo que he llegado a saber con esta lectura es más o menos lo siguiente:
Primero: que, de regresar a ciertos pasajes de los relatos de los que vengo saliendo (uno, pongamos: «Anoche soñé que volaba»), me esperan ahí, y no habrá forma de evitarlo, el estremecimiento y la turbación que, de todos modos, se han impreso indeleblemente en la memoria de lo que fui conociendo: qué ingredientes y en qué proporciones componen la fórmula inmejorable del envilecimiento. Hay esto: un muchacho, cajero en un Superama, tiene una pistola consigo mientras pasa por el lector de la caja los productos que pagan los clientes. Lo que ha ocurrido antes, lo que ocurrirá entonces: la hermana del cajero, desnuda y absorta en el remolino de agua del excusado, el deportivo azul en que el cajero ve alejarse a la joven mujer de ojos verdigrises cuyo nombre obtuvo de la tarjeta bancaria con que le pagó el súper, los viajes en el hastío y la negrura del microbús, la amiguita de la hermana con el arete en la nariz, el mafiosillo del barrio entrando a la habitación de la hermana, los pantalones del cajero en los tobillos, el llanto, la clave para marcar en la caja registradora el precio de las clementinas. Y el resto: la miseria, la vergüenza, el resplandor del televisor, el resplandor del sol de la tarde cerniéndose sobre el aullido de una ambulancia. Etcétera. Lo que sé, en suma —«habla de lo que sabes»— es que no hay atrocidad que no tenga su historia, por arduo que resulte elucidarla, y que llegar a conocer tales historias supone renunciar (cosa que habríamos tenido, ingenuamente, por impensable) a nuestras más trabajadas intransigencias: quiero decir: hay un cajero de un Superama, tiene una pistola, y lo que haya de suceder, y lo que lo llevó a hacerse de la pistola —y de qué modo— nos descubriremos comprendiéndolo. Ignoro si el estremecimiento y la turbación cuenten como méritos literarios: lo que sí sé —«habla de lo que sabes»— es que, sin que me haga falta regresar a la lectura del relato «Anoche soñé que volaba», el estremecimiento y la turbación no tengo manera de disolverlos. (Sí regresaré, claro: porque además está el enigma fascinante de que esto haya sido así).
Sé, también, que los relatos de este libro propician una intensificación del silencio en rededor nuestro, van amplificándolo hasta que sólo podemos escuchar las voces de los personajes y quisiéramos —me pasó— tener algo que decirles para salvarlos, si cabe tal candorosa intención. Los padres y sus hijas que buscándose van a perderse, la mujer que espera las patadas de esa noche cuando su esposo y su hijo regresen briagos, la muchacha cuyo pecho sube y baja mínimamente luego del terremoto, el hombre en la jaula suspendida en el vacío, un río que va a desbordarse y un lazo que se aprieta sobre un cuello, un tropel de indeseables que salen y salen del baño, el avión a Londres que estalla antes de haber despegado, una mujer sepultada en la nieve, otra que espera un corazón para que se lo coloquen debajo de las costillas... Supongo que esto no se hace: ir despachando instantes inconexos cuya concurrencia en estas líneas poco o nada dirá a quien pase por ellas. Pero el hecho es que tales instantes —y me detuve a tiempo, espero: me quedan muchos más— son el rescoldo (probablemente inextinguible: lo que hallaré cada que vuelva a la recordación de mi lectura) de la experiencia absolutamente inesperada que fue permanecer en el centro de ese silencio que digo, mientras presenciaba —sin poder decir nada— cómo un puñado de personajes, movidos en última instancia por la pertinacia de sus errores, por la soledad que los había acorralado, porque la vida es un mero pretexto para que tengan lugar el dolor o la infamia, porque querer hallar sentido a nuestros actos es la vía más segura para extraviarse, cómo un puñado de personajes iban siendo fijados por el rencor, la demencia, la pena... Y pienso ahora en Pompeya, en los cuerpos que las cenizas ardientes dejaron detenidos en su gesto y su idea y su movimiento últimos, y pienso que la escritura de Geney Beltrán Félix puede ser como esa ceniza que se abatió sobre las vidas que constan en este libro, y tras la cual queda sólo el silencio temible de quienes así —como se había propuesto Sicrano, el cartero del último cuento— han sobrevivido a su propia muerte.
Sé, también, que he pasado por el libro de un autor obstinado —felizmente obstinado, a contracorriente de toda complacencia y toda facilidad— en su admirable empresa de reformulación del mundo. Sé que podrán pasar los años, muchos, y este libro, y cada uno de sus diez cuentos, y cada uno de sus personajes, serán inolvidables.