jueves, marzo 04, 2010

Infancia

La Revista de la Universidad de México, en su número de este mes (73, marzo de 2010), presenta «Mi infancia tiene olor a nata fresca», un fragmento del libro inédito de memorias de Esther Seligson, Todo aquí es polvo. Como el título adelanta, en esta sección de su obra Esther rememora y reflexiona sobre sus primeros años (el fragmento publicado en Laberinto hace tres semanas pertenece al final del libro, cuando Esther recuerda su estancia en Jerusalem y Lisboa y su regreso a México). La Revista, además, incluye dos breves semblanzas fraternas de Ignacio Solares y José Gordon.



Aquí, unas líneas de «Mi infancia tiene olor a nata fresca»:


De niña yo miraba dentro de otro mundo, dentro de una realidad “anterior”, como mirar las puertas del país de la sombra cargando un fanal en la mano encendido con la fuerza silenciosa de lo oculto. Habitamos una tierra de nadie donde fluye un río inabordable salvo si apelamos a una embarcación divina, o al poder de una palabra que divida sus aguas para atravesarlo a pie seco, sin olvidar las hierbas aromáticas que habrá que incinerar ofrenda de agradecimiento... El engrudo familiar... La imagen de Adrián chupándose el dedo con el trapito agarrado a la mano esperándome tras la ventana de la sala, ¿podría ser un hilo del cual tirar? Decía que yo nunca estuve cuando él me necesitaba. ¿Por qué no me separé definitivamente entonces y me quedé con mis hijos? ¿Por qué no contarse hoy la historia de otra manera? También él se lo preguntaba años más tarde, cuando ya sabía por propia experiencia, y poco le faltaba para encarar su destino final, la fuerza que se necesita para soportar la desesperanza. Y en cuanto a mí, no tiene remedio: amo las paradojas, la turbulencia del anhelo, de la libertad, de los desafíos del Absoluto, y preñada voy de esa sed que me consume y que cuántas veces no me han reprochado “sólo pasa en tu cabeza”. Por supuesto que me hubiera gustado ser feliz, ni siquiera creo no haberlo sido, por momentos obviamente e incluso por temporadas más o menos largas o cortas, con esa felicidad tanto de plenitud como de una impalpable espera, algo similar a esas tardes muy luminosas de domingo o de fin de día festivo en que todo se alargaba como si el tiempo no existiera y no fuera a caer la noche y acabar con la luz, el silencio, el intervalo de eternidad, la certeza de que alcanzará suficientemente para terminar los juegos, encontrar las búsquedas, regresar una y otra vez a brincar entre las olas —y cuánto cuánto costaba arrancarse a la fascinación del oleaje sólo porque los adultos tenían tantos planes para después de la merienda y les urgía deshacerse lo antes posible de los niños—, no agotar el espectáculo de una bandada de gaviotas desdibujando la línea fija del horizonte con su vuelo fantasioso; tardes de hacer el amor lenta y morosamente, sin nostalgia ninguna, tan presentes en su presente único; tardes de corretear a mis hijos por la casa y el jardín jugando a las escondidillas, a los sustos, igual de niña que ellos; tardes adolescentes de no hacer nada ensoñando con un libro abierto sobre las rodillas, ¿fue eso, es eso, la felicidad?, ¿ese rodar y traspasar los limites imaginarios y reales entre las realidades que habitamos y nos habitan?