El número 3 de la revista La Nave, editada por Sergio Pitol y Rodolfo Mendoza Rosendo, incluye un texto crítico de Vicente Alfonso sobre mi libro de ensayos El sueño no es un refugio sino un arma. Aquí el texto:
Contra la novedad como dogma
Vicente Alfonso
Las letras de hoy nacen en una peligrosa encrucijada. El intenso ritmo con que se suceden los títulos en las mesas de novedades y la continua reducción de espacios en donde se diseccionan los volúmenes, propicia cada vez más la circulación de comentarios breves y superficiales acerca de las obras literarias. Pareciera que para hablar de un libro ya no es necesario leerlo. Para desahogar el compromiso de evaluar una obra literaria basta conocer dos o tres anécdotas del autor y desgranar un par de cuartillas con lugares comunes, como señalar el “notable estilo”, la “experimentación con el lenguaje” y la “visión iconoclasta” del autor reseñado. Si a esto se agrega un juego de palabras armado a partir del título del libro, se tiene una reseña fresca, impecable, que puede ser citada en el café, en conversaciones de aeropuerto, en comentarios de elevador, siempre con el vértigo que impone la cotidianidad. En un alarde de concreción, muchas veces el analista se concreta a emitir, en un juicio sumario, una resolución veloz: “el libro es bueno” o “el libro es malo”.
La otra idea que participa en esta encrucijada es casi tan vieja como la literatura misma. Se trata del debate acerca del papel que juega el escritor en la sociedad. ¿Qué es la literatura? ¿Sirve para algo? ¿Debe el escritor comprometerse con la sociedad de la que forma parte? ¿Qué significa ser un escritor comprometido? “¿Escritores comprometidos? —respingará alguien desde el otro lado de esta página— dejémosle eso a Sartre, a Camus. Los problemas hoy son otros.” Y sí, hay quienes en las últimas décadas han intentado matizar esta discusión calificándola como un discurso en desuso, digno de un sitio definido en las galerías de la historia junto a los adoquines del muro de Berlín y al cadáver de Lenin. Sin embargo, un mínimo chapuzón en el tema nos revela que, lejos de ser un contrapunto superado, el problema del papel del escritor con respecto a la sociedad vive hoy uno de sus momentos decisivos.
Decir que un libro es un gran libro es en realidad no decir mucho. ¿Cuál es la diferencia entre un buen libro y uno malo? ¿Con qué criterios puede definirse esto? ¿Por la cantidad y el acomodo de adjetivos, por el suspense que se le imprime a las historias, por las dosis de besos y balas que consigna, por el número de ejemplares que vende? Por supuesto que el uso eficaz de las herramientas literarias se traduce en obras de mejor factura, del mismo modo que una adecuada combinación de colores y formas es necesaria para ser muralista. Pero tal como el arte de la pintura no se limita a tonalidades y figuras, las letras no se encasillan al uso de la sintaxis o a construcciones verbales ingeniosas. El dominio de las técnicas es apenas una condición necesaria, pero no suficiente para lograr la mejor literatura.
Rescato unas líneas de Mario Vargas Llosa para avanzar en el problema: “La gran literatura es grande no sólo por razones estrictamente literarias, sino porque en ella el talento, el dominio del lenguaje, la sabiduría en el uso de las formas sirven para que en nosotros se produzcan cambios, no solo como individuos amantes de la belleza literaria, sino como ciudadanos, como miembros de un conglomerado social”. Si la gran literatura es aquella que sirve para que en nosotros se produzcan cambios importantes, entonces un libro será más grande en la medida que detone en los lectores la necesidad de replantear su vida y la vida de su comunidad. Visto así, entre más preguntas siembra, entre más cimientos cimbra, un libro es más grande, es más necesario, está más vivo.
Entiendo que también esto sonará caduco e idealista para quienes estén impregnados del desencanto y el escepticismo que caracteriza el temple de ánimo de las corrientes que se llaman a sí mismas “posmodernas”. Ya vimos que la razón no era el camino, dicen. Las nociones de progreso y revolución ya no operan. Convencidos de la inutilidad de una literatura que cuestiona la sociedad en la que nace, hoy proliferan quienes teclean páginas y páginas que se quedan al margen de los problemas comunes a autor y lector. Resultan de allí libros incapaces de producir la comezón necesaria para observar y cuestionar el entorno. Pero entonces las preguntas insisten, revolotean, moyotes necios en torno a nuestra oreja: por qué leemos, por qué escribimos.
Como dije antes, estas interrogantes son viejas, pero eso no quiere decir que estén resueltas. Tampoco hemos logrado respuestas definitivas a qué es la vida o cómo se formó el universo. Un libro reciente que trata sobre física cuántica contiene esta aclaración: “No te preocupes si te provoca un dolor de cabeza. Nadie entiende a la física cuántica. Lo que importa es que las ecuaciones asociadas a estas ideas tienen muchas aplicaciones prácticas, que funcionan las entiendas o no” (Gribbin John, Física Cuántica, p. 34). La ciencia también tiene sus dogmas.
Asumimos que el hecho de vivir en una época nos confiere conocimientos. Ensoberbecidos, vemos por encima del hombro a las generaciones que jamás abordaron un avión, que no sabían curar la sífilis, que no conocieron el verso libre, que escribían maniatados por la censura de la Iglesia. Pero esa sensación de que vivimos en el límite del conocimiento se desvanece cuando queremos ejercerla en el nivel individual. Dicho de otra forma, nos jactamos de la estación espacial pero tenemos dificultades para arreglar el flotador del excusado. Admitámoslo: somos herederos, disfrutamos los avances residuales que, como benéficas migajas, saltaron de la lucha de otras generaciones contra las preguntas que no podemos responder. No somos mejores que el pasado, somos en parte producto de él.
Reconozcamos que nos frustra o nos aterra sentirnos en la búsqueda de las mismas respuestas que desvelaron a esos antepasados, quizá porque intuimos que tampoco nuestra generación logrará respuestas definitivas: queremos asumirnos en otra etapa, en otro escalón, y para eso lo más simple es negar que nos interesan los enigmas. Disfrazamos el miedo de apatía. Trasladando esta postura a lo literario, José Emilio Pacheco dice que “ya no hay grandes maestros porque nadie quiere ser aprendiz”. Es cierto: ser aprendiz implica heredar, junto con las técnicas y los secretos del oficio, las dudas de los maestros y el compromiso de hacer lo necesario para resolverlas.
A una literatura impregnada de la visión posmodernista correspondería una crítica hecha bajo los mismos códigos: instalados en la abulia y el conformismo, qué caso tiene explicar qué es la literatura, qué es la vida. Pero ante tal desgano hay quienes se atreven a seguir barrenando. La prueba más reciente es El sueño no es un refugio sino un arma, libro de ensayos de Geney Beltrán Félix publicado dentro de la colección Diagonal de la Universidad Nacional Autónoma de México. Compuesto por 24 textos distribuidos en dos grandes apartados, este libro se niega a conformarse con el dogma de la novedad y se mete de lleno con las grandes preguntas: por qué leemos, por qué escribimos, por qué es necesaria la crítica aún donde no hay lectores. Sin pretender conclusiones definitivas, Geney busca qué hay detrás de las respuestas inmediatas que pueden ir desde el mero entretenimiento –leemos para saber quién apretó el gatillo en una novela policiaca– hasta lo contrario: leemos para ver las palabras volcándose sobre sí mismas, convirtiendo a la literatura en una suerte de matraz que serviría para guardar el lenguaje en estado químicamente puro, donde quedan manifiestas las potencias del lenguaje y otras pirotecnias de laboratorio.
En El sueño no es un refugio sino un arma, Geney Beltrán explica por qué hay críticos que confunden novedad con inercia y aplauden los malabares verbales en el vacío como si se tratara de hallazgos genuinos. En el tercero de los ensayos, titulado “No narrarás”, esta idea aparece expuesta velozmente: en estos días el riesgo técnico es sinónimo de innovación literaria. Parece más meritorio saltarse las trancas y destrozar las reglas de un género literario que lograr productos bien armados a partir de las reglas establecidas. A esta visión, Geney contrapone sólidos argumentos: nos recuerda que al contrario de lo que ocurre con el color y el sonido, el lenguaje no sólo no está en la naturaleza, sino que nos separa de ella. La literatura es esencialmente humana. “La materia de toda narración estrictamente poderosa es lo humano, a secas” escribe. “Nadie escribe y nada se escribe desde el limbo, nadie toma la decisión de obedecer a la urgencia particular de la escritura si no es a partir del drástico descontento ante la experiencia vital. Y si se vive en un entorno de violencia, corrupción, mentira y cinismo, y si este panorama provoca en el escritor una desazón y rabia que rayan en la repugnancia, no hay menoscabo de lo artístico en plantear la literatura como una forma de acción posible, al menos en la forma de una crítica de esa realidad”, afirma. De allí parte para echar por tierra uno de los paradigmas de la literatura actual: que necesariamente más nuevo significa mejor. La novedad no tiene por qué ser un dogma en nuestras letras, aunque hay que agregar que tampoco lo contrario es ley: una novela no será buena sólo porque está escrita con las herramientas literarias que se usaban en el siglo XIX. El error está en tomar como virtudes o como defectos lo que en realidad son características.
Otro ensayo de este libro memorable es “La ciudad sin Racine”, que expone con tono desenfadado y ágil las condiciones de lo que Geney llama “bastardía intelectual”. Se trata de un mal que muchos hemos padecido. El autor relata cómo su hambre de lector tuvo que sortear los problemas de vivir en una ciudad del norte mexicano en donde los libros no son prioridad: “un grave problema radica en el hecho de que los temarios de las escuelas imponen una trasmisión de datos concernientes a la literatura, no las herramientas cognoscitivas que permitan su aprehensión crítica y su disfrute intelectual. Datos, sólo datos: fechas, nombres y títulos…”. Otra vez el dogma. Nos dicen qué es importante, pero omiten decirnos por qué.
Difiero con muchas ideas entre las que Geney propone en su libro. Comenta por ejemplo que hay escribidores capaces de redactar novelas que lo mismo hablen de ferrocarrileros que del Imperio de Maximiliano, sobre un dictador dominicano o un pintor francés; me parece que está confundiendo el tema con la anécdota. Pero tal como las fórmulas científicas suelen incluir su propia comprobación, El sueño no es un refugio sino un arma aboga por el derecho a equivocarse en un ensayo titulado “Derechos y contradicciones del crítico”. Más que un disclaimer, ese ensayo me parece la clave bajo la cual el libro debe ser leído: “No creo que un crítico deba ser irrefutable para tener valía (…) Iluso sería creer que el crítico es esa figura con cuyas ideas habremos de estar de acuerdo en toda ocasión”.
Geney baja a los críticos del pedestal y propone replantear la función de éstos como maestros de lectura. Eso implicaría en primer lugar que la crítica y las reseñas no se escribiesen para los autores –como usualmente ocurre en este país– sino para los lectores, aún cuando éstos existan sólo en el terreno de la hipótesis.
Pienso en las afirmaciones de Walter Benjamin, que en 1934 planteaba la necesidad de que los artistas, en especial los literatos, reflexionaran acerca del papel que juegan los creadores en la sociedad. “Un autor que no enseña nada a los escritores, no enseña a nadie”, escribió Benjamin en El autor como productor. En ese sentido, El sueño no es un refugio sino un arma es un magnífico libro, lleno de reflexiones útiles no sólo para escritores, sino para creadores y lectores en general, pues aunque esencialmente se trata de un volumen literario, en realidad son pocas las esferas de la vida que no pasan por las neuronas de este joven que combina con habilidad las labores del narrador, del ensayista y del editor. (Además de estos ensayos, Geney ha publicado el libro de cuentos Habla de lo que sabes, publicado por Jus, y es fundador de Páramo Ediciones). Hay en este libro muchas resonancias bíblicas además del “No narrarás” que parafrasea el quinto mandamiento católico. Esto no es simple pirotecnia ni rimbombancia hueca. Geney parece recordarnos el papel fundamental de la palabra escrita en la cultura, evocando libros sagrados como El Corán, La Biblia.
Afirmé al inicio de este texto que la literatura de hoy nace en un cruce peligroso, en un momento arduo. La tentación del juicio fácil conjugada con el desuso del debate acerca de la tarea del escritor propicia que olvidemos que la mejor manera responder a la aparición de un libro es enfrascándonos por propia voluntad en las ideas que contiene, discutiendo con éstas, negándolas o dejando que detonen cambios importantes en nuestras vidas. Sirva esta reseña como invitación a que cada quien realice su lectura de este libro, no como el atropellado resumen que nos pedían los maestros en la escuela para comprobar que repasamos la lección.
La otra idea que participa en esta encrucijada es casi tan vieja como la literatura misma. Se trata del debate acerca del papel que juega el escritor en la sociedad. ¿Qué es la literatura? ¿Sirve para algo? ¿Debe el escritor comprometerse con la sociedad de la que forma parte? ¿Qué significa ser un escritor comprometido? “¿Escritores comprometidos? —respingará alguien desde el otro lado de esta página— dejémosle eso a Sartre, a Camus. Los problemas hoy son otros.” Y sí, hay quienes en las últimas décadas han intentado matizar esta discusión calificándola como un discurso en desuso, digno de un sitio definido en las galerías de la historia junto a los adoquines del muro de Berlín y al cadáver de Lenin. Sin embargo, un mínimo chapuzón en el tema nos revela que, lejos de ser un contrapunto superado, el problema del papel del escritor con respecto a la sociedad vive hoy uno de sus momentos decisivos.
Decir que un libro es un gran libro es en realidad no decir mucho. ¿Cuál es la diferencia entre un buen libro y uno malo? ¿Con qué criterios puede definirse esto? ¿Por la cantidad y el acomodo de adjetivos, por el suspense que se le imprime a las historias, por las dosis de besos y balas que consigna, por el número de ejemplares que vende? Por supuesto que el uso eficaz de las herramientas literarias se traduce en obras de mejor factura, del mismo modo que una adecuada combinación de colores y formas es necesaria para ser muralista. Pero tal como el arte de la pintura no se limita a tonalidades y figuras, las letras no se encasillan al uso de la sintaxis o a construcciones verbales ingeniosas. El dominio de las técnicas es apenas una condición necesaria, pero no suficiente para lograr la mejor literatura.
Rescato unas líneas de Mario Vargas Llosa para avanzar en el problema: “La gran literatura es grande no sólo por razones estrictamente literarias, sino porque en ella el talento, el dominio del lenguaje, la sabiduría en el uso de las formas sirven para que en nosotros se produzcan cambios, no solo como individuos amantes de la belleza literaria, sino como ciudadanos, como miembros de un conglomerado social”. Si la gran literatura es aquella que sirve para que en nosotros se produzcan cambios importantes, entonces un libro será más grande en la medida que detone en los lectores la necesidad de replantear su vida y la vida de su comunidad. Visto así, entre más preguntas siembra, entre más cimientos cimbra, un libro es más grande, es más necesario, está más vivo.
Entiendo que también esto sonará caduco e idealista para quienes estén impregnados del desencanto y el escepticismo que caracteriza el temple de ánimo de las corrientes que se llaman a sí mismas “posmodernas”. Ya vimos que la razón no era el camino, dicen. Las nociones de progreso y revolución ya no operan. Convencidos de la inutilidad de una literatura que cuestiona la sociedad en la que nace, hoy proliferan quienes teclean páginas y páginas que se quedan al margen de los problemas comunes a autor y lector. Resultan de allí libros incapaces de producir la comezón necesaria para observar y cuestionar el entorno. Pero entonces las preguntas insisten, revolotean, moyotes necios en torno a nuestra oreja: por qué leemos, por qué escribimos.
Como dije antes, estas interrogantes son viejas, pero eso no quiere decir que estén resueltas. Tampoco hemos logrado respuestas definitivas a qué es la vida o cómo se formó el universo. Un libro reciente que trata sobre física cuántica contiene esta aclaración: “No te preocupes si te provoca un dolor de cabeza. Nadie entiende a la física cuántica. Lo que importa es que las ecuaciones asociadas a estas ideas tienen muchas aplicaciones prácticas, que funcionan las entiendas o no” (Gribbin John, Física Cuántica, p. 34). La ciencia también tiene sus dogmas.
Asumimos que el hecho de vivir en una época nos confiere conocimientos. Ensoberbecidos, vemos por encima del hombro a las generaciones que jamás abordaron un avión, que no sabían curar la sífilis, que no conocieron el verso libre, que escribían maniatados por la censura de la Iglesia. Pero esa sensación de que vivimos en el límite del conocimiento se desvanece cuando queremos ejercerla en el nivel individual. Dicho de otra forma, nos jactamos de la estación espacial pero tenemos dificultades para arreglar el flotador del excusado. Admitámoslo: somos herederos, disfrutamos los avances residuales que, como benéficas migajas, saltaron de la lucha de otras generaciones contra las preguntas que no podemos responder. No somos mejores que el pasado, somos en parte producto de él.
Reconozcamos que nos frustra o nos aterra sentirnos en la búsqueda de las mismas respuestas que desvelaron a esos antepasados, quizá porque intuimos que tampoco nuestra generación logrará respuestas definitivas: queremos asumirnos en otra etapa, en otro escalón, y para eso lo más simple es negar que nos interesan los enigmas. Disfrazamos el miedo de apatía. Trasladando esta postura a lo literario, José Emilio Pacheco dice que “ya no hay grandes maestros porque nadie quiere ser aprendiz”. Es cierto: ser aprendiz implica heredar, junto con las técnicas y los secretos del oficio, las dudas de los maestros y el compromiso de hacer lo necesario para resolverlas.
A una literatura impregnada de la visión posmodernista correspondería una crítica hecha bajo los mismos códigos: instalados en la abulia y el conformismo, qué caso tiene explicar qué es la literatura, qué es la vida. Pero ante tal desgano hay quienes se atreven a seguir barrenando. La prueba más reciente es El sueño no es un refugio sino un arma, libro de ensayos de Geney Beltrán Félix publicado dentro de la colección Diagonal de la Universidad Nacional Autónoma de México. Compuesto por 24 textos distribuidos en dos grandes apartados, este libro se niega a conformarse con el dogma de la novedad y se mete de lleno con las grandes preguntas: por qué leemos, por qué escribimos, por qué es necesaria la crítica aún donde no hay lectores. Sin pretender conclusiones definitivas, Geney busca qué hay detrás de las respuestas inmediatas que pueden ir desde el mero entretenimiento –leemos para saber quién apretó el gatillo en una novela policiaca– hasta lo contrario: leemos para ver las palabras volcándose sobre sí mismas, convirtiendo a la literatura en una suerte de matraz que serviría para guardar el lenguaje en estado químicamente puro, donde quedan manifiestas las potencias del lenguaje y otras pirotecnias de laboratorio.
En El sueño no es un refugio sino un arma, Geney Beltrán explica por qué hay críticos que confunden novedad con inercia y aplauden los malabares verbales en el vacío como si se tratara de hallazgos genuinos. En el tercero de los ensayos, titulado “No narrarás”, esta idea aparece expuesta velozmente: en estos días el riesgo técnico es sinónimo de innovación literaria. Parece más meritorio saltarse las trancas y destrozar las reglas de un género literario que lograr productos bien armados a partir de las reglas establecidas. A esta visión, Geney contrapone sólidos argumentos: nos recuerda que al contrario de lo que ocurre con el color y el sonido, el lenguaje no sólo no está en la naturaleza, sino que nos separa de ella. La literatura es esencialmente humana. “La materia de toda narración estrictamente poderosa es lo humano, a secas” escribe. “Nadie escribe y nada se escribe desde el limbo, nadie toma la decisión de obedecer a la urgencia particular de la escritura si no es a partir del drástico descontento ante la experiencia vital. Y si se vive en un entorno de violencia, corrupción, mentira y cinismo, y si este panorama provoca en el escritor una desazón y rabia que rayan en la repugnancia, no hay menoscabo de lo artístico en plantear la literatura como una forma de acción posible, al menos en la forma de una crítica de esa realidad”, afirma. De allí parte para echar por tierra uno de los paradigmas de la literatura actual: que necesariamente más nuevo significa mejor. La novedad no tiene por qué ser un dogma en nuestras letras, aunque hay que agregar que tampoco lo contrario es ley: una novela no será buena sólo porque está escrita con las herramientas literarias que se usaban en el siglo XIX. El error está en tomar como virtudes o como defectos lo que en realidad son características.
Otro ensayo de este libro memorable es “La ciudad sin Racine”, que expone con tono desenfadado y ágil las condiciones de lo que Geney llama “bastardía intelectual”. Se trata de un mal que muchos hemos padecido. El autor relata cómo su hambre de lector tuvo que sortear los problemas de vivir en una ciudad del norte mexicano en donde los libros no son prioridad: “un grave problema radica en el hecho de que los temarios de las escuelas imponen una trasmisión de datos concernientes a la literatura, no las herramientas cognoscitivas que permitan su aprehensión crítica y su disfrute intelectual. Datos, sólo datos: fechas, nombres y títulos…”. Otra vez el dogma. Nos dicen qué es importante, pero omiten decirnos por qué.
Difiero con muchas ideas entre las que Geney propone en su libro. Comenta por ejemplo que hay escribidores capaces de redactar novelas que lo mismo hablen de ferrocarrileros que del Imperio de Maximiliano, sobre un dictador dominicano o un pintor francés; me parece que está confundiendo el tema con la anécdota. Pero tal como las fórmulas científicas suelen incluir su propia comprobación, El sueño no es un refugio sino un arma aboga por el derecho a equivocarse en un ensayo titulado “Derechos y contradicciones del crítico”. Más que un disclaimer, ese ensayo me parece la clave bajo la cual el libro debe ser leído: “No creo que un crítico deba ser irrefutable para tener valía (…) Iluso sería creer que el crítico es esa figura con cuyas ideas habremos de estar de acuerdo en toda ocasión”.
Geney baja a los críticos del pedestal y propone replantear la función de éstos como maestros de lectura. Eso implicaría en primer lugar que la crítica y las reseñas no se escribiesen para los autores –como usualmente ocurre en este país– sino para los lectores, aún cuando éstos existan sólo en el terreno de la hipótesis.
Pienso en las afirmaciones de Walter Benjamin, que en 1934 planteaba la necesidad de que los artistas, en especial los literatos, reflexionaran acerca del papel que juegan los creadores en la sociedad. “Un autor que no enseña nada a los escritores, no enseña a nadie”, escribió Benjamin en El autor como productor. En ese sentido, El sueño no es un refugio sino un arma es un magnífico libro, lleno de reflexiones útiles no sólo para escritores, sino para creadores y lectores en general, pues aunque esencialmente se trata de un volumen literario, en realidad son pocas las esferas de la vida que no pasan por las neuronas de este joven que combina con habilidad las labores del narrador, del ensayista y del editor. (Además de estos ensayos, Geney ha publicado el libro de cuentos Habla de lo que sabes, publicado por Jus, y es fundador de Páramo Ediciones). Hay en este libro muchas resonancias bíblicas además del “No narrarás” que parafrasea el quinto mandamiento católico. Esto no es simple pirotecnia ni rimbombancia hueca. Geney parece recordarnos el papel fundamental de la palabra escrita en la cultura, evocando libros sagrados como El Corán, La Biblia.
Afirmé al inicio de este texto que la literatura de hoy nace en un cruce peligroso, en un momento arduo. La tentación del juicio fácil conjugada con el desuso del debate acerca de la tarea del escritor propicia que olvidemos que la mejor manera responder a la aparición de un libro es enfrascándonos por propia voluntad en las ideas que contiene, discutiendo con éstas, negándolas o dejando que detonen cambios importantes en nuestras vidas. Sirva esta reseña como invitación a que cada quien realice su lectura de este libro, no como el atropellado resumen que nos pedían los maestros en la escuela para comprobar que repasamos la lección.