La tarde se va acercando al crepúsculo. La playa mediterránea vacía. Dos sillas de lona semihundidas en la arena a causa del peso de los cuerpos. Un viento suave levanta rachas de arena que va a depositarse entre la ropa, el cabello, el pasto en las jardineras, el silencio de un diálogo que no se ha interrumpido sino que prosigue tácito en el lento deslizarse de la luz. No es la primera vez que vivo este momento, pero presiento que éste en particular está resumiendo, conteniendo a los otros como si viniera a hacer claro el sentido de los anteriores, a dar la clave de la pregunta que le lancé un poco casualmente a quien es mi interlocutor, a Natascha con la que mantengo una relación de amistad casi telepática —lo cual no significa que sepa leer los pensamientos ni sea ducha en clarificar emociones—, origen de nuestras afinidades e insalvables malentendidos pues a la hora de verbalizar el hebreo apenas si le alcanza, y a mí el ruso “me suena” sin decirme nada, o casi nada. Sin duda fue lo que platicó de sus estancias con los monjes tibetanos en el norte de la India y su entrenamiento de terapeuta con capacidad para realizar “viajes cósmicos” —sirvió bajo el régimen soviético como enlace telepático desde tierra con los astronautas—, lo que me sedujo conjeturando que andábamos en lo mismo. Pero puesto que ninguna de las dos creemos en las coincidencias fortuitas, era obvio que el encuentro entre una mexicana y una ucraniana nacida en Georgia prometía un cúmulo de experiencias “fuera de lo común” (y ahí estaban por delante mis expectativas, como de costumbre)... Me hago este resumen un poco para retardar la separación que sé inminente, una más en mi ciclo de muertes y renacimientos así sean amores o amistades: conozco ese mecanismo del desengaño que me lleva a poner por delante de los afectos la disección retrospectiva de los “hechos” aun a sabiendas de que el tiempo va despojando nuestros recuerdos de sus exactos detalles, circunstancias precisas, y otros etcéteras reales. “Reinterpretas siempre”, objeta Natascha molesta por mi prurito de otorgarle a todo tintes mitológicos, teatrales, literarios, asegún el tema, “ustedes los artistas con su ego a flor de piel sólo inventan”, protesta sujeta más bien a las cadencias temperamentales del marido, Abraham Miletsky oriundo de Kiev, arquitecto genial con una única pasión: ver levantarse en el espacio lo que sus dibujos crean en el papel. Desde mi punto de vista, es ella la que tiene un sentido “distorsionado” del juego que cada uno juega en el escenario del Gran Teatro del Mundo, y le recuerdo lo que le ocurrió con su Maestro tibetano quien la hizo comer las sobras de un arroz podrido mientras él, contra su habitual frugalidad y reserva, se servía abundantemente un guiso recién preparado: “Si te piensas tan buena y humilde que no mereces nada, entonces hay que tratarte en consecuencia. ¿Acaso no valoras lo que das y aprendiste? También eso es ego”, la amonestó en tanto ella sostenía perpleja su tazón apestoso, “quien no conoce lo que tiene, desconoce lo que da”.
Fragmento de Todo aquí es polvo, de Esther Seligson. México, Bruguera, 2010.