David Olguín comenta el libro Todo aquí es polvo, de Esther Seligson, en su texto crítico «Soltar el amor», publicado en la Revista de la Universidad de México de este mes de junio.
Soltar el amor
David Olguín
Después de leer Todo aquí es polvo, el último libro de Esther Seligson, tuve la sensación de palpar, en esos pliegos de papel, en el objeto mismo, a la persona. Terminé la lectura y acaricié la cuarta de forros y me encontré diciendo en voz alta: “ay, Esther, maestra, amiga”. Y sí, estoy convencido: en este libro está plenamente esa mujer difícil, apasionada; toda ella, libre y honesta, entregada a la sabiduría de lo invisible y tan material y fugaz como el olor de la nata fresca que tanto evoca en sus páginas.
Esther Seligson nos invita, como en tantas otras incitaciones al movimiento presentes en su obra, a un viaje, pero acaso éste sea el más hondo de todos. En la portada nos recibe en una foto de Rogelio Cuéllar a la que ella le tenía particular aprecio. Larga, espiritual, bella, como si la hubieran sorprendido en el gesto de abrir una puerta atrancada, Esther nos mira a sabiendas de que su destino siempre sería abrir puertas y descifrar arcanos. “Éste que ves, engaño colorido/ que del arte ostentando los primores…” pareciera decirnos Esther, la bella, que en su nombre —nomen est omen— invoca parte de su destino. Inevitable entrar al libro, a una casa, a un jardín, a un alma o, mejor dicho, usando sus propias palabras, a ese conglomerado de “almitas” que seducen rápidamente al lector en el caleidoscopio de sus contradicciones. Esther nos lleva de la mano a conocer a su madre, su padre, su hermana, su infancia con olor a nata fresca, la familia que pudo construir, sus amores, las búsquedas, viajes, España, Lisboa, Jerusalem, personas entrañables, y en el ejercicio de la memoria rescata los instantes de vida que la hicieron, deshicieron y reconstruyeron. Quedamos, a fin de cuentas, ante la presencia de una escritura que maduró en el tiempo y del tiempo mismo que se fuga en el intento por capturar en palabras la trama de una existencia. A un título tan barroco, tan ajeno al sentido de la vida según Seligson, le sucede un contenido que contradice la expectativa que crea el título; la contradicción sólo terminará por disolverse en los párrafos finales de un libro que transpira vida en cada detalle, en cada retrato y en cada paisaje.
Esther pretendía que Todo aquí es polvo fuera una novela, pero la escritura toma caminos misteriosos y, de cara a su partida, creo que fue el arribo del tiempo de los adioses lo que la ubicó en un sendero más radical, en una especie de ajuste de cuentas. No podía ser de otra manera. Ese hurgar en sí misma fue el sino de Esther. Recuerdo largas conversaciones telefónicas donde me hablaba cómo aquello que, en principio, estaba destinado a enmascararse en la ficción, finalmente adquiría matices más verosímiles y, a la vez, extraordinarios a medida que se acercaba más a la verdad o, mejor dicho, a su verdad. Le entusiasmaba haber desatado el hilo de la memoria, escribía con voracidad, recuperaba materiales de cuadernos, y notas y apuntes y jirones de palabras que cobraban un nuevo sentido desde el presente de su evocación. Las palabras como llaves que abren cerraduras, descubren e inventan; y toda Esther, conocedora de la tradición cabalística y del Talmud a fin de cuentas, de las verdades del Zóhar que sabe que “las palabras no caen en el vacío”, confiaba en la fuerza de esos sonidos y grafías capaces de convocar y reunir a los muertos y a los vivos, en el poder de la fugacidad como método de vida y de escritura, pero también en todo lo que permanece en un lector tras el gesto de cerrar, finalmente, la cuarta de forros.
Esther escribió en 2009 con una herida en el corazón, y no hay metáfora al decirlo. Las palabras cicatrizan, pero al cabo murió un 8 de febrero de 2010 tras un ejercicio de conciencia, de placer, de voracidad creativa. El resultado es un libro apasionante, más aún si pensamos que la autobiografía sigue siendo un terreno poco presente en nuestra tradición literaria, pues el peso del pudor hispano ha dejado en las sombras, o en la transfiguración de lo ficticio, la exposición pública de la intimidad. Cuando se escriben, en español, diarios, memorias y textos autobiográficos, arrastran cierta dosis de transgresión que no cualquier escritor se atreve a afrontar con plenitud.
Vivimos tiempos donde el espectáculo, desde los secretos de alcoba hasta los de familia y de Estado, pareciera dinamitar la esfera de lo privado. Pero al igual que las redes sociales han hecho de la amistad un plano extenso y superficial, el escándalo, en nuestros días, banaliza la auténtica exploración interior que se vuelve materia pública.
Dicen que hay que cuidarse de los diaristas, pero también el escritor de intimidades llega a un punto donde se teme a sí mismo y a veces se mortifica por quitar las hojas de parra del cuerpo propio y del ajeno, los velos del alma que, a fin de cuentas, se atreve a revelar con sus secretos. La autocensura es su castigo; la trivialidad y el chisme, otra forma de enmascararse. Esther Seligson sortea ambas orillas. Poder decir “esto soy, esto he visto, así he vivido” requiere de valor y honestidad. Y si la lápida del pudor pesa sobre el mundo masculino en sociedades patriarcales, la mujer que pulsa su propia intimidad convierte, en mayor medida, a la escritura en un ejercicio invaluable de libertad.
En Todo aquí es polvo asistimos al íntimo teatro de cámara donde se exhibe una vida hacia adentro, en lo profundo, bajo la mirada objetiva y subjetiva de una mujer que, entre muchas otras virtudes heterodoxas en nuestros días y en nuestro país, ejerció una honestidad que podía llegar al punto de la intransigencia, el conflicto permanente y la incomprensión. En este sentido, me parece admirable que éste sea el último libro de Esther, acaso el más entrañable, transparente y hondo, el autorretrato de una mujer inquietante, atormentada, pero también capaz de mirarse con la distancia que brindan la inteligencia y la frecuentación de las batallas con el yomismo. Si la joven Esther se fuga, el tiempo cala hondo en su ser y acaba por darle un sentido a la obsesión que recorre toda su obra: la fugacidad, buscarse en el tiempo, vivir el presente y sólo el presente en un intento de exploración que se revela en los mismos títulos de la mayoría de sus libros: A campo traviesa, Toda la luz, Sed de mar, La morada en el tiempo, A los pies de un Buda sonriente, Luz de dos y Simiente, entre otros indicios donde el cabalista podría confirmar la antigua sabiduría de que el destino se cifra en el nombre.
A diferencia de aquellos títulos, Todo aquí es polvo pareciera invocar las presentes sucesiones de difunto propias del horror vacui, pero no es así. Tampoco la bella Esther desmiente los elogios al retrato de Rogelio Cuéllar donde la muestra, dice el poeta, “en el apogeo de (su) belleza, como la rama cuando se viste de hojas”. El tiempo pasa, Esther lo sabe, pero es ajena al barroco de Sor Juana que la hizo decir de su retrato: “es un vano artificio del cuidado/ es una flor al viento delicada,/ es un resguardo inútil para el hado; es una necia diligencia errada, es un afán caduco y, bien mirado,/ es cadáver, es polvo, es sombra, es nada”.
Tu visión, por fortuna, querida Esther, es otra. Tu mestizaje cultural nos revela otros rumbos del viaje que siempre tuvo sentido para ti, a pesar de los pesares que te mordieron brutalmente el corazón. A través de la escritura, Esther, buscaste cicatrizar la mayor herida que te pudo infligir el tiempo. Alguna vez me enseñaste que en Met y Emet, una letra solamente convierte a la muerte en vida. Así, podemos pensar que tu búsqueda fue de luz en el río de las metamorfosis interminables, aun cuando la diosa fortuna te cobrara cuentas imposibles de saldar.
Ahora recuerdo la tarde soleada en que le regalaste a Laura Almela Todo aquí es polvo con sus páginas mecanografiadas en tu eterna Lettera 21. Nunca pensamos que tu partida era tan inminente. Apenas un mes después de la última revisión en la que “aumentaste” tu texto, te fuiste, según nos contara Gina Ogarrio, tu “alma gemela” como tú la nombras en estas páginas, en paz, mirando fijamente la luz de sus ojos, tras haber hecho respiraciones que llevaron aire a todo tu cuerpo que ya era de aire, un soplo concentrado en el cuarzo que pusiste en tu pecho y que te permitió desprenderte, de acuerdo con tus convicciones más profundas, y atravesar el umbral para iniciar otro viaje.
Por más que haya estudiado contigo, maestra, siempre he sido un racionalista demasiado apegado a los sensualismos de la tierra. De manera que me abrazo a tu libro con la convicción de los náufragos que ahí pueden encontrar una bitácora de viaje para sobrevivir a la zozobra. Tu relato está lleno de vida y, por tanto, de alegrías y desgarramientos, de anécdotas fascinantes, de una Ciudad de México que recibió emigrantes judíos que fortalecieron su sabiduría y su tolerancia, de amor y desamor, de tu entrega al teatro —el más fugaz de los juegos—, de observaciones de viaje y de todo el mestizaje cultural que tú representas. Al cabo del viaje, encuentras la fugacidad, tu anhelo de siempre:
“Todo aquí es polvo”, escribes al final de tu libro donde descifras el misterio de tu fe. “Pero justamente por ello vuelvo y retorno, y es ésta tierra la que cubrirá mi cuerpo… Abandonar la prisión del amor, se dice que dicen los que sí saben, sólo es posible por el camino del Amor: no hay otra puerta, no existe otra salida. Soltar el amor para amar aún más: he ahí la paradoja de la reparación —el tikun— y de la pureza. A final de cuentas, el mundo es lo que hacemos de él, y sólo se escapa a la muerte eligiéndola. Me habría gustado que mis cenizas fueran dispersadas en el Tajo, desde Toledo, para enlazar mis amores y acompañar su trayecto río abajo, fleco líquido entre las grietas de los riscos, caballo desbocado espumeando por los belfos, cascada liquen, vellón asperjado de estrellas y soles, corimbo de olas… La muerte ha de ser entrar en un mar infinitamente poroso, azul zafiro brillante, traslúcido…”
Llegaste a buen puerto, amiga, mujer que hiciste de la pasión una razón y también un acto de fe. Libre de ataduras, sin artificios, sin las inclemencias de los dimes y diretes cotidianos, tu prosa crece a la luz de una lectura sin tu presencia, pero a sabiendas de la generosidad con la que entregaste tu persona. Te seguiremos leyendo, querida Esther, con el mismo asombro con el que tu escritura nos lleva a tu jardín de infancia.