Cuando la literatura
importa
Diego José
La difícil mixtura entre fatalidad, culpa y
conciencia, aunados a un contexto histórico convulsionado y a una visión muy
precisa de la complejidad humana, produjeron personajes literarios inolvidables
como Kurtz, Stupen o Meursault. El crítico Geney Beltrán Félix —a quien vale la
tarea de leer— ha expuesto en reiterados ensayos sus intereses como lector en
la búsqueda de una literatura que enfrente la realidad sin atavismos
estetizantes, desde las inmediaciones de una postura reflexiva del escritor:
«el novelista tiene la obligación de identificar ‘posibles nuevos horizontes de
la conciencia’ para entender por qué actuamos como actuamos y cuáles son
nuestros límites y contradicciones».
Su
postura ataca, tanto a una literatura pensada desde la superficie como a una
narrativa artificiosamente difícil que desemboca en lo intrascendente. No habla
de temas elusivos o necesarios, no exige «la gran novela» de nuestra época que
pueda descifrar los orígenes de la corrupción nacional ni la verdad última de
los conflictos sociales, más bien, demanda una visión honesta que constituya el
epicentro de la novela como aportación del escritor con su tiempo. Los temas
coyunturales, gratuitos o falsamente comprometidos han ocupado el blanco de su
mordacidad crítica: «Literatura que no es crítica de la vida en su sentido más
amplio es literatura muerta».
En
el caso de Geney Beltrán, el crítico y el narrador son indivisibles, y esto se
confirma en su reciente novela: Cualquier
cadáver. Más allá del tremendismo retratado en la historia que relata, el
personaje, enervante por el límite al que ha sido expuesto, desarrolla un
cuestionamiento de hondura en distintos aspectos cruciales: la condición de las
víctimas, la conciencia individual trastocada y las posibilidades de la escritura.
Para Emarvi, la dificultad no estriba solo en la aceptación de los hechos (el
secuestro y el asesinato de su hijo) sino en la responsabilidad del abandono,
en su fracaso como padre e hijo, en su deserción a toda forma de compromiso con
la realidad.
Primo Levi observa y
analiza con una objetividad pasmosa el proceder de uno de sus compañeros en La tregua, y concluye: «Contemplar el
comportamiento de quien actúa no de acuerdo con la razón sino según sus
impulsos más profundos, es un espectáculo de interés extraordinario, semejante
al que disfruta el naturalista que estudia las actividades de un animal de
instintos complejos». ¿No es este el sentido último de imaginar al ser humano
en sus propios límites, uno de los argumentos en favor de la literatura?
Los
temas centrales de Cualquier cadáver
son la fatalidad, la culpa y la conciencia de la desgracia. Cada uno de los
sucesos padecidos por el personaje Emarvi implican el trazado de un destino
donde lo improbable se torna posible en la ficción; el personaje no emprende
una lucha contra la injusticia ni contra el inmerecido dolor, sino que azuza
contra sí toda la inclemencia de que ha sido sujeto. El desbordamiento de la
realidad: lo intolerable, aquello que Simone Weil sentencia: «La desgracia
obliga a reconocer como real aquello que no creemos posible».
¿Puede la novela, como
arte, es decir, como una creación imaginaria, restaurar al individuo, frente a
la violencia real del mundo? Vuelvo al
crítico: «La apuesta, el riesgo, la ambición consiste en cambiar el mundo,
cambiando a través de la escritura la idea que el lector tiene del mundo».
Cualquier cadáver toma el riesgo de
orientar su excesiva aspereza temática, verbal y sintáctica para confrontar al
lector; también para desechar tanta narrativa autocomplaciente que usa la violencia
mediatizada como moda. El acento, más allá de las circunstancias en que se
inscribe la novela, está en las inquietantes preguntas que Emarvi descubre: ¿es
posible comunicar el dolor?, ¿puede la escritura hablar sobre la desgracia?,
¿qué significa novelar? Las respuestas crean una cerradura: ética y estética.
No ideológica ni estilística, sino vinculada con el carácter y el espíritu de
una obra que asume de manera crítica, tanto la herencia lingüística, literaria
e histórica, como su propia visión del mundo.
El planteamiento
sugiere que una novela como Cualquier
cadáver aspira a diferenciarse del periodismo amarillista (aún cuando su
lenguaje alude a una sobreexposición de los horrores registrados por los medios),
de la corrección social y de los clichés pesimistas que abogan por el
sinsentido del mundo en un período fácilmente denominado de «post-ética». Otra
vez, la respuesta y la restauración la propone Simone Weil: «Decir que el mundo
no vale nada, que esta vida no vale nada, y poner como prueba el mal, es
absurdo, porque si esto no vale nada, ¿de qué nos priva entonces el mal?».
Geney Beltrán Félix
entrega con Cualquier cadáver una
novela en contrasentido a la negación de esta posibilidad reivindicativa de la ética
del escritor (no tanto como intelectual sino como creador de historias que
desmenuzan la belleza y el horror humanos) como lo han venido haciendo sus
maestros: Kertész, Oé, Coetzee, Jelinek, Müller. Le toca al lector asumir el
riesgo de la lectura, aceptarla, procesarla y dictaminar si este trabajo
cumple, primero con las exigencia e intenciones del escritor —un escritor
distinto— y después, si al estremecerlo puede proporcionarle una mirada
distinta del mundo, no necesariamente mejor sino auténticamente distinta.