El arte del ensayo
Esther Seligson
Geney Beltrán Félix (Culiacán, Sinaloa, 1976) pertenece a una de las más sobresalientes generaciones de jóvenes creadores mexicanos (Nadia Villafuerte, narradora; Paola Velasco, ensayista; Hugo Alfredo Hinojosa, dramaturgo y cineasta; Mijail Lamas, poeta; Vicente Alfonso, novelista) del interior de la República. Novelista, cuentista, crítico, fue editor de literatura del FCE, becario por dos años consecutivos de la Fundación para las Letras Mexicanas, publicó en 2003 el libro de ensayos El biógrafo de su lector (Premio Nacional José Vasconcelos), su libro de relatos Habla de lo que sabes está por aparecer en la Editorial Jus, tiene una novela aún inédita, y colabora en las más importantes —y escasas— revistas literarias de nuestro país. Con el apoyo de Coinversiones del Conaculta ha fundado Páramo Ediciones. Su más reciente libro de ensayos, El sueño no es un refugio sino un arma, acaba de ver la luz en los Textos de Difusión Cultural de la UNAM.
Si como narrador Beltrán Félix es dueño de un estilo severo por directo y claro, directo por neto y sin concesiones estilísticas, neto por darle a las palabras el peso de su más pura esencia; como ensayista estas virtudes —severidad, exactitud y claridad— se acentúan enriquecidas por una ironía nada exenta de “crueldad” en la mirada con que enfoca el fenómeno de La Cultura en la actualidad de unas circunstancias que han desvirtuado hasta la más completa banalización todo concepto, contenido y sentido justamente de la cultura, con y sin mayúsculas. Y en tanto devorador de libros, GBF es un agudo lector curioso ávido de Conocimiento (no únicamente de la información actualizada que requiere un crítico), de encuentros insospechados, y seducciones imprevistas.
El sueño no es un refugio sino un arma, título tomado de un verso del poeta peruano Emilio Adolfo Westphalen, constan de 25 ensayos que reflexionan sobre el ensayo y la reflexión (no juego con las palabras, aunque no dejo de guiñarle un ojo al espíritu lúdico subyacente en el libro), la necesidad de una nueva crítica literaria (venturosamente para las artes dentro de cada generación aparece un selecto grupo con esa “inevitable compulsión a expresarse” que lo caracteriza como si antes de él y después de él no existiese más que el Diluvio), la urgencia del rescate de la tradición humanística, de la escritura como agente de transformación personal y social; otros ensayos revaloran presencias literarias “de culto” como Nellie Campobello, Francisco Tario, Efrén Hernández; otros más buscan calar con nueva mirada en las escrituras de Salvador Elizondo, Sergio Pitol, del médico Francisco González Crussí, la dramaturgia de Óscar Liera, sin desdeñar un vistazo hacia la más reciente escritura de provincia, Élmer Mendoza, César López Cuadras, Nadia Villafuerte.
El sueño no es un refugio sino un arma trata, pues, del “retrato intelectual” tanto de su autor como de quienes lo leemos, interlocutores ideales por cuanto nos sitúa en el aquí y ahora del acontecer cultural artístico de nuestro mundo globalizado. A fin de cuentas, en efecto, de lo que es cuestión en un ensayo es de dar testimonio del momento en que vivimos y su entorno histórico específico.
La eterna pregunta “por qué, para qué, para quién escribo”, no tiene hoy como antaño más que una respuesta: se escribe de cara a “Dios” —a ese “trasfondo mítico de toda aventura humana”—, para dialogar con el único Interlocutor posible: la propia palabra, la propia condición humana y, a partir de ahí, con nuestros semejantes, con el Otro (que no soy yo mismo). En esta nuestra época de desencanto y cinismo, de desazón y rabia, Beltrán Félix le exige al escritor (y hace una tajante distinción entre el “escritor artista” y el “escribidor”) un claro compromiso moral ineludible con “lo ético literario”, un imperativo de autenticidad, de honestidad con la Palabra y de ésta con la Escritura: prohibido poner la literatura al servicio de la época (y no insistamos en cómo “la época” ha adelgazado a la palabra a niveles de anorexia pandémica).
Sin embargo, GBF no es un idealista al estilo de la bohemia decimonónica (y que aún subsiste entre los reciclados de 1968), pues acepta que el artista que hoy en día “se muere de hambre” ya no existe. Ahora bien, que El Arte no ha cambiado al mundo es una verdad de Perogrullo. Tampoco la política o la religión lo han hecho (tal vez lo único evidente hoy sea el “cambio climático”), lo cual no obsta para continuar reflexionando, escribiendo, danzando, haciendo música, teatro: creando y recreando, en suma, “ante la falla del mundo”.
Cambiar, no; trastocar, sí. Pues para Beltrán Félix “la escritura es un incendio íntimo del que no es factible salir intacto” (como en El sacrificio de Tarkovski, se me ocurre la asociación), de ahí que a través de la perspectiva interna del escritor sea posible trastocar la visión del mundo del lector y renovarla de manera profunda y auténticamente personal. Bajo el lema “escribir trastoca el mundo” a través y gracias a la lectura, y a la relectura (de los clásicos como base incontrovertible), el ensayista pretende alterar, confundir, la comodidad, el acomodamiento, lo acomodaticio de nuestra actitud de lectores frente al Libro (no en balde GBF es un afanoso lector de George Steiner, por mencionar sólo al crítico más “popular” de entre los muchos que cita en el bagaje de sus nada diletantes lecturas), sin hacerse concesiones a sí mismo al sancionar los vicios de su presente en tanto crítico, ensayista y narrador, el presente de nuestras Letras contemporáneas, las suyas, y del gusto y preferencias de sus lectores.
Pero, “trastocar la idea que el lector tiene del mundo”, ¿no es una utopía? Justamente. Y en eso consiste el compromiso moral que se le pide al escritor artista, al arte. Beltrán Félix no cae en el regodeo de lapidar a la contemporaneidad falaz del best-seller (¿a qué redundar en lo tan obvio?), a la facilidad del consumismo de entretenimiento y enajenación. Señala lo que hay que señalar y pasa a lo sustancial: a buen entendedor pocas palabras. Esa insistencia en “un principio ético de la escritura” busca instaurar al diálogo como desafío al pensamiento pasivo y conformista, subvirtiéndolo. No obstante, y en ello radica la lucidez del ensayista, no me está pidiendo a mí como lector que esté necesariamente de acuerdo con él, de hecho no me pide nada más (ni nada menos) que reflexionar por mi cuenta, un detenerme introspectivo para considerar y reconsiderar, para rumiar y digerir, para ensayar (gustar, catar, saborear, son algunos de los sinónimos que propone Martín Alonso en su añeja e insustituible Ciencias del lenguaje y arte del estilo), analizar mis propias incertidumbres culturales, políticas, sociales, morales.
Independiente y alejado de las “redes de poder” (¿existen?, ¡vaya ingenuidad!) dentro del medio literario, Geney Beltrán Félix cuenta con la soltura necesaria para decir lo que piensa desde su muy personal criterio (¿y acaso existe otra forma que pensar que no sea personal?) y compromiso único con la Palabra, con la letra escrita, con la Literatura, con el Libro, a partir de su propio compromiso de claridad, de autocuestionamiento (“yo profeso la fe de la duda”), de recapitulación autocrítica de su acervo de “bienes culturales”, y decirlo merced al ensayo de crítica literaria (casi casi como una fatal compulsión a expresarse), instrumento que da “luz sobre el fenómeno de la letra en su nexo con el mundo”. Y reconforta que esta generación (algunos de cuyos principales nombres se mencionaron al inicio de este texto y que igual insisten en el principio ético de la escritura), a través de sus voces más lúcidas, recobre, llamémosla así, la visión mítica—¿mística?— que ha sido desde los Orígenes el objetivo de la Palabra: una mirada omniabarcante presente y eterna, antigua y contemporánea, concreta y polisémica, íntima y universal “que proporciona material para nuevas reflexiones”, pues reflexionar es esencialmente transparentar: la coexistencia —por ejemplo entre otros asuntos de trascendencia— de las incompatibilidades, de las incongruencias, las posibilidades de lo irrepresentable, inarticulable, el silencio de los dioses…
Si el papel editorial de las publicaciones de la UNAM, y de cualquier editorial, es el de la difusión, nunca mejor lugar para que este libro, El sueño no es un refugio sino un arma, “ensaye” su poder para trastocar a los estudiantes que lo lean. Es decir: que si leer es la posibilidad de dejar surgir dentro de uno mismo lo extra-ordinario, aboguemos porque el departamento de distribución de la Dirección de Literatura provea a las librerías con el dicho libro y propicie en sus lectores, por mínima que sea, la semilla de un deseable trastocamiento en su manera de ver el mundo de la cultura que nos tocó vivir. Amén…