El miedo a volverse animal
Geney
Beltrán Félix
Evelio Rosero, Los
almuerzos. Tusquets, Barcelona-México, 2009. 136 pp. Andanzas, 669.
Los
ejércitos (2007), su novena novela, lo dio a conocer fuera de
su país como una revelación extraordinaria. En esas páginas (un relato de
guerra), el autor, nombre ya identificado de la ficción colombiana más
inmediata, daba cuenta de una variación particular del lenguaje radicado en la
narrativa hispanoamericana, franja literaria que por lo demás ha esgrimido tantas
audacias en la apropiación mestiza de esa lengua que llegó con el imperio para
mutar en el signo común, con todo y sus muchos rostros locales, de casi todo un
continente. Sin caer en la indeterminación ni en lo incomprensible, la sintaxis
y el fraseo de Los ejércitos trasplantaban
a la voz de Ismael, su viejo narrador y principal personaje, el miedo descendido
a la psique (y a la de todo un pueblo) por la violencia de la guerrilla y los
secuestros. De tan contundente el decir violentado de ese narrador, Evelio Rosero
(Bogotá, 1958) dejaba intuida una lección: difícil hallar una trasgresión estilística
más radical que aquella que surge, hendida por la dislocación interior de las
emociones, de la misma carne de la realidad, en ese caso, del perseverado recuento
de una víctima como las muchas que ha dejado a su paso el caos de la guerra
interminable.
De ahí
saldría la fuerza plástica de este lenguaje literario. Estamos tratando con un
estilista muy escasamente correcto, pues noción y ambición de estilo, claro que
las tiene, pero es la suya una escritura sintácticamente móvil e desazonada, de
una impropiedad elegante e irónica y un talante incluso pérfido a la hora de operar
con imágenes poéticas, elementos todos que logran concretarle una independencia,
a veces ominosa, a la presencia de los objetos, a los gestos y rasgos de los
personajes, a los lugares. Mucho de lo que se advierte también, magistral, en Los almuerzos (2001).
Ésta, séptima
novela de Rosero y ahora reeditada, narra el final de un día en la vida de Tancredo,
acólito en una parroquia bogotana a quien lo acompaña, cual si se tratara de la
etimología física de su mismo respirar, una joroba. Esbozado con gran adultez
estilística y dominio en la construcción caracterológica, este microcosmos ficcional,
visto desde la perspectiva de Tancredo —un viejo sacerdote, el abusivo sacristán
y su ahijada, las tres cocineras de siempre sufridas—, se ve trastocado por el arribo
(una noche tan lluviosa y turbulenta como el lenguaje de varias partes del
libro) del cura Matamoros, un misacantano de estirpe dionisiaca que con su voz de
evasión ensoñada y ésa su gozosa tendencia a la bebida desata y poco menos que
justifica los deseos de venganza de los explotados subalternos.
Los almuerzos no sólo tiene el tino de
refrescar el abandonado tema de la vida religiosa (con una malicia que no
avergonzaría a Singer), sino también de crear un personaje como ese jorobado de
(más allá de su simplicidad engañosa) tan consistente densidad interior. Los
elementos recurridos en el dibujo de Tancredo son varios: el miedo a
convertirse en un animal, el deseo y rechazo del cuerpo femenino, la apenas entrevista
resmungación contra el cura y el disgusto abierto del sacristán, su propensión ingenua
por los estudios, etcétera. Rosero deja ver así vigente la exigencia
nabokoviana de hacer vecinos estilo y personaje, en una operación fabuladora que
reivindica al lenguaje narrativo como una penetrante arma de estudio de los
temperamentos, es decir, un artefacto expresivo capaz de definir apariciones de
lo vivencial mediante la traslación al mismo orbe de lo sintáctico de los
conflictos producidos por un nudo de estímulos, apetencias y percepciones, lo
que da como resultado una prosa que en su volcánico narrar parecería tener
miedo, como le ocurre al mismo personaje, de volverse un animal balbuceo, una
pura ofuscación gutural de movedizas modulaciones.
Llegados
a este punto, podríamos cerrar con lo más fácil. De preguntarnos: “¿qué le
falta a las novelas de Rosero?”, no habría un espacio grande (digo) para
enlistarle achaques numerosos. Pues gracias a sus varios y audaces recursos fabuladores,
en esa confluencia venturosa de la dicción y lo por ella construido, Evelio
Rosero se advierte como uno de los profundos y contundentes novelistas de la
lengua, ya de inclusión merecida en la nómina más escrupulosa de la ficción
contemporánea.