La revista Posdata, o PD, en su número Polonia bajo palabra, dedicado a traducciones de poesía polaca, trae mi columna de crítica «El ruido está por venir», en la que comento dos libros de la dramaturga Verónica Bujeiro: La inocencia de las bestias y Nada es para siempre.
El ruido está por venir
Angustiados y perplejos, Helio y Gelio Díaz, “gemelos idénticos”, están a la espera de algo que supondremos será un hijo (¿o una mascota?). Gelio lleva una cadena en el cuello, y su hermano una correa en la muñeca. El escenario incluye jaulas, retratos de los padres, dos vasos con dentaduras postizas. Mientras el vendedor llega, los protagonistas discuten y recapitulan su historia familiar. “El ruido está por venir”, se dicen, mientras tiemblan a la expectativa del ¿parto? “Alguien está por venir”, insisten. Y, ante la inminencia, el lector/espectador no puede sino hacerse una pregunta: ¿qué son realmente estos seres?
Una estética de lo esperpéntico y lo satírico rige la escritura dramática de Verónica Bujeiro (México, 1976). Así se advierte en La inocencia de las bestias. Se trata de un texto compacto, de escritura apretada y atmósfera asfixiante, con pocas pero puntuales muestras de humor paródico: “En esta casa no toleramos la ironía. Tenemos excelentes modales y hacemos en nuestro sitio. Tememos a nuestros enemigos como ellos nos temen a nosotros. Perdonamos las ofensas y a los que nos ofenden, en ocasiones, si no es muy grave, si no ha dañado lo poco que queda de sano en nosotros”. El carácter endogámico de la situación que conocen los gemelos funciona como una sátira extrema de las relaciones familiares, y como un recordatorio de la animalidad subyacente en los ímpetus reproductivos. Los personajes, Helio y Gelio, ven confundida no sólo su identidad —repetidos los rasgos de uno en el rostro de su hermano, tan parecidos sus nombres— y su género —uno llama al otro “varoncita”; el otro le responde “mujercito”— sino incluso su naturaleza: ¿son humanos, son bestias?
HELIO: Yo conocí a alguien. Me enamoré.
GELIO: Te equivocas. Era época de apareamiento. Te llamó la sangre.
La inocencia de las bestias se sustenta en una indagación sobre los residuos de bestialidad en el individuo, dando pie así a la prospección de un mundo posthumano en que los lazos familiares conllevan un cariz desasosegante e incierto, entre mercantil e incestuoso, notablemente primitivo. El futuro de la institución familiar, pues, está en el pasado animal de la especie.
Un fenómeno de inminencia similar se encuentra en Nada es para siempre. Esta obra, junto a Me falta el aire —publicadas ambas en el tomo que lleva el título de la primera—, reduce, por decir de alguna forma, el marco de inflexión dramática al ámbito mexicano. Nada es para siempre escenifica la reunión de tres parejas y, a la manera de un autosacramental de fuste satírico, asigna a cada una de ellas un perfil cuasialegórico de los distinguibles entre los mexicanos del cambio de siglo: los Villanueva son los aculturizados que se han plegado a la penetración cultural y comercial de Estados Unidos; los Villavieja corresponderían a los mexicanos mestizos de clase media acostumbrados a prácticas de corrupción, y los Villaposible (Citlali y Tenoch) serían representantes de los agraviados pueblos indígenas.
La disputa gira en torno a la propiedad de la casa en que se realiza la comida. De entrada, el texto pareciera dirigirse a una reivindicación panfletaria de lo autóctono, en la que los Villaposible referirían al temple insobornable y ávido de justicia de los indígenas. Sin embargo, esta expectativa políticamente correcta es pronto lanzada por la borda, y la obra termina, pesimistamente, exhibiendo el cinismo y la corrupción que el poder —emblematizado en la posesión de una silla— produce hasta en las almas más puras, mientras el peligro deja ver su sombra de inminencia por los ataques a que la casa se está viendo objeto. Con diálogos hirientes y caracterizaciones que van de lo alegórico a lo esperpéntico, Nada es para siempre de manera oblicua parece querer revivir la reflexión, ya poco visitada, de la mexicanidad, pero con un ánimo vitriólico y desesperanzado.
Mayor desesperanza, sin embargo, no puede hallarse que en Me falta el aire. Los personajes son Selva Antier, “Líder de los trabajadores de la Reeducación, Monumento a la cirugía plástica clandestina”, y Moretón Mormado, “Líder de la séptima reencarnación del Partido de la Revolución Indireccional”. Despojos de la política nacional, Selva y Moretón son echados a un “basurero de tercer mundo”, y dos buitres “en avanzado estado de desnutrición” son testigos de sus discusiones y nostalgias por sus épocas de depredadores del erario. Quizá menos propicia en términos dramáticos, la obra descansa en su talante rabiosamente satírico. Y aunque Selva y Moretón implican referencias muy evidentes a Elba Esther Gordillo y Roberto Madrazo Pintado, más allá de la caducidad que pueden sufrir los referentes en el conocimiento del lector/espectador, la carnavalizada elocuencia de los diálogos da fuerza a la enunciación de un desencanto último del mexicano ante la cosa pública.
Con estas tonalidades tan tendientes a la oscuridad, la dramaturgia de Bujeiro pareciera, efecto, haber sido escrita después del apocalipsis. Pero se trata de un apocalipsis becketiano: después del fin aún hay sitio para el malestar y la ansiedad, por una inminencia que todo lo empeorará: “el ruido —es decir, la destrucción— está por venir”.