El síndrome Seligson
Mary Carmen S. Ambriz
La voz de Esther Seligson (1941-2010) hurga en esa “nada repleta de secretos y hoyos negros que es la memoria”. Lo hace pacientemente, inmersa en la nostalgia como si realizara un viaje interior, un palimpsesto de las distintas etapas que le tocó presenciar: los orígenes, la familia que formó, su poética y su deambular por el mundo. Ella, acaso pensando en Gaston Bachelard, se definía como una soñadora de palabras escritas.
En este compendio de recuerdos, bitácora secreta, severa y antisolemne, lúcida y dolorosa, insatisfecha y casual, la escritora se confiesa, reinventa, tropieza, levanta, soporta y entreteje juicios que la ayudan a seguir los principios cabalísticos: “Nombrar a las cosas por su nombre es sacarlas de la oscuridad y elevarlas hacia la luz”.
El título de este libro emerge de una cita que Seligson hace de Geney Beltrán Félix, quien después de editar su libro en el Fondo de Cultura Económica, Toda la luz (2006), se convirtió en su editor de cabecera y agente literario. Se menciona aquí una novela que Esther escribió sobre las diosas madre, cuyo título retoma de un poema de Alejandra Pizarnik, “Del otro lado del río, no de éste sino aquél”; habrá que preguntarle a Beltrán Félix por ese inédito.
Si existe un común denominador en la escritura de Esther Seligson es que fluye en espiral —como ocurre en los antiguos libros de la literatura hindú—, dado que se cuenta y se recuentan las madejas que van tejiendo el tapiz de esta luminosa conciencia. La crónica puntual y envolvente de sus viajes por Israel, España, África, India y Portugal queda aderezada con el Síndrome Seligson, que define como “impaciencia de ser”. En el recuento de los años —y daños—, de forma contumaz y cáustica, a través de la prosa intimista comparte el gozo de esos instants of beigns, resplendores fulgurantes que también fueron parte de Narsia, nombre con el que un sabio cabalista rebautizó a la autora antes de que abandonara Jerusalem.