lunes, enero 17, 2011

Irse

Mijail Lamas, Esther Seligson y elgeney. Diciembre de 2006.


Marina Porcelli escribe un texto crítico sobre el libro Todo aquí es polvo, de Esther Seligson (Bruguera), para el suplemento Laberinto (del periódico Milenio) de este sábado pasado. Aquí va el texto:

Cartografía afectiva
Marina Porcelli

Toda autobiografía instala al “yo” con una postura estética determinada, y aunque esta frase resulte tautológica, sirve de apoyo para enlazar lo que sigue: todo registro de nuestra identidad, del propio “yo”, en suma, implica narrar el entramado concreto entre ese “yo” y “el otro”. Sus diálogos, sus dinámicas, sus contrastes, hasta su intensidad. Para el caso de Todo aquí es polvo, de Esther Seligson, agrego que la muerte de los otros es una de las constantes de la trama. También, claro, el amor; y la libertad. Y quizá esta presencia tan nítida de los otros sea una de las claves más hermosas de la autobiografía, publicada en 2010, corregida y “aumentada” pocas semanas antes de la muerte de la autora.
Esther Seligson nació en el Distrito Federal en 1941, residió en Europa y en Asia. Estudió Letras en la UNAM; además de sus ensayos y obra narrativa, fue traductora. Los otros, entonces, serán los puntos de anclaje donde se despliega un relato que, lejos del anecdotario superficial y del chismerío biográfico, articula una suerte de semblanza afectiva que se acerca al ensayo, indagando en la reflexión mística y filosófica. Casi no hay, por tanto, referencias a su escritura de ficción, sí, en cambio, a diarios y cartas nunca enviadas, y sobre todo, a muchísimas lecturas. Las citas de Rilke, de Goethe, de Shakespeare, de Cioran y talmudistas y cabalistas, apuntalan —dialogan— con una prosa que se expande y fluye como agua de la memoria y del olvido, como registro de su espiritualidad. Pero resulta que sustituimos con imaginación la falta de memoria, apunta Seligson, y luego agrega, ya que es falsa la fidelidad a la memoria.
Dividido en cuatro partes, con un tono sostenido, y párrafos de una hermosa tensión poética, el libro se construye sobre núcleos temáticos, no temporales. La crónica es matizada, las ligaduras —afectivas, conceptuales— van dictaminando la narración. Por eso, primeramente, la escritura recorre la muerte de su madre, de su padre, y la figura de su hermana; luego, su propia infancia que se ahonda al hablar de la infancia de sus hijos; después, sus amores y su sexualidad. Y por último, ese otro estará signado por la ciudad: un mosaico de personajes disímiles, intensos, que viven en Jerusalén en 2002, por ejemplo, o en el sur de la India, o Lisboa. Así, el acto de irse tendrá una fuerza avasalladora en la vida de Esther Seligson. Será el motor de lo que busca y de lo que encuentra, será para ella, dolorosamente cada vez, una suerte de purificación. “(…) pues cuando descubrí que ese estado de felicidad me venía de la infancia como un don gratuito”, instala para siempre en su relato, “(…) decidí irme”. Extranjera, nómade, a veces caprichosa, desarmará matrimonios, cambiará ciudades, amará y escribirá. Y vivirá preguntándose: “¿cuál es el punto ciego por donde el Destino entra para cumplirse?”, hasta culminar, paradójica, prolijamente, en su sitio originario, en la Ciudad de México, lugar donde muere el 8 de febrero de 2010.
Una madre severa, aunque entrañable en sus disparates; una hermana cortada, como la propia Esther, por el cuchillo filoso de la crianza, pero tan distintas:
—Mátame, te pedí, mata a la hermana que es tu Esfinge (…) No quiero ser tu espejo, ni tu máscara.
Un padre de profesión orfebre, extraño, indiferente, “que consideraba [que] el Destino, así con mayúsculas, le acomodó una pésima jugada (…), la humillación y la impotencia del exilio, por no hablar de la orfandad en que el Holocausto lo dejó” conforman el mosaico de familia judía en el que transcurre la infancia de la autora. “Instants of being” cifra Seligson —tomando la idea de Virginia Woolf— a los momentos de felicidad, a los instantes en los que, como fósforos encendidos en la penumbra, el mundo no tiene fisuras. Y esto, antes de que su “adolescencia fuera truncada por una maternidad prematura”. El reproche familiar, el “tú siempre te sales con tuya”, la persigue en la primera mitad del libro; después, el corte es tajante: “…porque elegir significó abandonar; romper, desnudarse, significó lo irreversible, lo irreparable”. Significó irse, en suma. La sexualidad con sus amantes, y los aburrimientos y las separaciones de su vida conyugal, los amigos encontrados en Europa, esta cartografía afectiva de Esther Seligson girará, narrativamente, alrededor de una de las escenas más auténticas y desgarradoras del relato: el suicidio de su hijo, de ese muchacho “cuya alma no entraba en su cuerpo”, muchos años antes de que la autora decida regresar a Ciudad de México.
“Sólo el otro es mortal en su ser”, anota Sartre en El ser y la nada, “morimos, pues, por añadidura.” Dolida, hipnotizada por la muerte de los demás, con una prosa firme, se vuelca la fluidez de Todo aquí es polvo. Lo cierto es que si para recordar, es requisito haber olvidado, lo que construye Esther Seligson, con su verbosidad poética y sus evocaciones, resulta un libro hondo y bello.