«México me produce, quizá por contraste complementario, la sensación de descenso, de encontrarme en el umbral de abismos, el espacio poblado, no de Dios como en Jerusalem, o de la LUZ como en el Tíbet, sino de seres torturados, dioses o ángeles caídos. Y no que me produzcan temor, no, pero sí desconcierto y congoja, como si ellos mismos, desconsolados, pidieran algo. Aquí las voces se me opacan, la transparencia se me empaña, y el esfuerzo por mantenerme atenta, alerta, jubilosa, es devastador. Es decir, permito que partículas oscuras se adhieran a mi corteza y entorpezcan la continuidad de ese fluido luminoso que ha de ir de la cabeza al corazón, del corazón a los pies, y viceversa. Hay tardes en las inmediaciones del Centro Universitario de Teatro, por ejemplo, allá en los roquedales de lava, en que percibo a esos seres como empapados en sangre aún caliente pidiéndome rociarles con la punta de los dedos agua bendita desde un cuenco de madera. Tardes de dioses arrodillados en el brocal de la tierra para beber su calor, y en las que caen a trozos nubes cuajadas de aceros flotando, sin herirlas, sobre las montañas, pero haciendo sentir su peso, su amenaza de aplastar a la ciudad silenciosamente, o en un estallido de relámpagos. Todo aquí es polvo. Pero justamente por ello vuelvo y retorno, y es esta tierra la que cubrirá mi cuerpo... Abandonar la prisión del amor, se dice que dicen los que sí saben, sólo es posible por el camino del Amor: no hay otra puerta, no existe otra salida. Soltar el amor para amar aún más: he ahí la paradoja de la reparación —el tikun— y de la pureza. A final de cuentas, el mundo es lo que hacemos de él, y sólo se escapa a la muerte eligiéndola. Me habría gustado que mis cenizas fueran dispersadas en el Tajo, desde Toledo, para enlazar mis amores y acompañar su trayecto río abajo, fleco líquido entre las grietas de los riscos, caballo desbocado espumeando por los belfos, cascada liquen, vellón asperjado de estrellas y soles, corimbo de olas... La muerte ha de ser entrar en un mar infinitamente poroso, azul zafiro brillante, translúcido…»
Esther Seligson, Todo aquí es polvo. México, Bruguera, 2010.