Bitácora de Geney Beltrán [χe’nɛi bel’tɾan], escritor mexicano (Tamazula, Durango, 1976).
jueves, febrero 28, 2008
Decepciones del crítico ingenuo
...Así, llevado por la conveniencia más chata y ladina, me permito una pregunta: finiquitada la polarización de dos grupos antagónicos y ya sin figuras totémicas, ¿hay mayor libertad para el crítico? ¿Ha terminado la era priísta de nuestra vida literaria? ¿Es posible el perfil de un “maestro de lectura” que, consciente de la necesidad ética de la crítica, se desentienda de los compromisos de grupo y del temor al ninguneo, la pérdida de becas y los foros de publicación, con todo y que los lectores sigan sin aparecer? La realidad es adversa: la discusión respetuosa con argumentos no es una prerrogativa ecuménica de la condición humana...
miércoles, febrero 27, 2008
Aunque soy escasamente Palacio
En la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, de la ciudad de México, dentro del ciclo Jóvenes Escritores en Palacio, participaré en una charla sobre crítica y escritura con el dramaturgo tijuanense Hugo Alfredo Hinojosa, autor del libro Desiertos (2007). La cita es este domingo 2 de marzo a las 15:00, en el Auditorio Dos.
lunes, febrero 18, 2008
El mundo no existe
El texto de narrativa «El mundo no existe», de la autoría del geney, aparece en la revista de la Universidad Veracruzana, La Palabra y el Hombre (tercera época, núm. 3, enero-marzo 2008). He aquí los primeros párrafos.
El niño tendrá unos cinco, seis años. Lleva una camisita de un azul desvaído, un pantalón negro. Está despeinado, tiene manchas blanquecinas en la cara. Sus ojos son pequeños. Llora. Está en medio del patio —no es muy grande el patio: unos diez metros por ocho—, y frente a él otro niño, también de unos cinco a seis años, lo mira, como sorprendido, como si hasta hoy se enterara de la existencia misma del llanto. No intenta calmarlo: solamente lo observa, mudo, está a unos 50 centímetros de él. El niño que llora se da media vuelta y camina hacia un extremo del patio. El otro suspira. Se aleja.
La comida siempre, o casi siempre, está fría. Los despiertan a las seis de la mañana, salvo los domingos. Se bañan dos veces a la semana. Se quejan (no todos) de que el agua está helada. La prefecta —le dicen La Chancla— tiene una voz chillona, que los demás sentirán como un trapo rasposo en los oídos. Toman clases en la mañana: un mismo maestro atiende tres grados (y cada grado tiene cosa de diez o quince alumnos). Los maestros como que gustan de gritar. Seguido lo hacen. También usan la vara. Los niños —algunos— extienden las manos, o se hincan. Los demás escuchan: entonces hay gritos y quejas rezongadas. Transcurren sin estruendo ni conciencia las semanas y los meses. Las paredes grises del dormitorio, del salón, las paredes grises del patio que en las tardes de lluvia se llena de lodo, las paredes perduran.
Paulatinamente llega el momento de elegir. Otros ya lo han hecho, sin darse cuenta: el odio rojo contra el mundo o la indefensa lástima de sí mismo. Él decide, también sin saberlo: ni odio ni lástima. Pone atención en las clases, se interesa —sin exceso— en la historia, el español y las ciencias naturales. Así llega a saber que nada importa, nada queda, no habrá de quedar nada después de millones de años de futuro. En algún momento tendrá que desaparecer todo. Los demás... bueno, los demás ya hablan de culear. Esconden y se intercambian revistas con viejas tetonas y peludas de la panocha. Hay concursos en los baños. El Toro —el más robusto, el bravucón— lanza el esperma mucho más lejos. Se ha escapado en dos ocasiones y cuenta historias de navajazos y de putas.
Él —él— ya ni se interesa en acercarse a escucharlos. Los mira como de lejos (y luego ni los mira siquiera). Habla muy poco. Nadie lo molesta —lo intentaron alguna vez—: él parece no entender lo que ellos dicen o no enojarse o no sentir patada alguna en las espinillas. Dicen que siempre tiene cara de güeva o de mongol. Una vez los oye decir Ha de ser marica, y él los observa con la impasibilidad del que intuye que dentro de millones y millones de siglos esas palabras no importarán, no se quedarán. Ni ésas ni otras. Hasta que un día, al final del curso de tercero de secundaria, un maestro —se apellida Tirado— le entrega un libro. Se titula No hay ningún reborde del Ser por donde caer a la nada.
La comida siempre, o casi siempre, está fría. Los despiertan a las seis de la mañana, salvo los domingos. Se bañan dos veces a la semana. Se quejan (no todos) de que el agua está helada. La prefecta —le dicen La Chancla— tiene una voz chillona, que los demás sentirán como un trapo rasposo en los oídos. Toman clases en la mañana: un mismo maestro atiende tres grados (y cada grado tiene cosa de diez o quince alumnos). Los maestros como que gustan de gritar. Seguido lo hacen. También usan la vara. Los niños —algunos— extienden las manos, o se hincan. Los demás escuchan: entonces hay gritos y quejas rezongadas. Transcurren sin estruendo ni conciencia las semanas y los meses. Las paredes grises del dormitorio, del salón, las paredes grises del patio que en las tardes de lluvia se llena de lodo, las paredes perduran.
Paulatinamente llega el momento de elegir. Otros ya lo han hecho, sin darse cuenta: el odio rojo contra el mundo o la indefensa lástima de sí mismo. Él decide, también sin saberlo: ni odio ni lástima. Pone atención en las clases, se interesa —sin exceso— en la historia, el español y las ciencias naturales. Así llega a saber que nada importa, nada queda, no habrá de quedar nada después de millones de años de futuro. En algún momento tendrá que desaparecer todo. Los demás... bueno, los demás ya hablan de culear. Esconden y se intercambian revistas con viejas tetonas y peludas de la panocha. Hay concursos en los baños. El Toro —el más robusto, el bravucón— lanza el esperma mucho más lejos. Se ha escapado en dos ocasiones y cuenta historias de navajazos y de putas.
Él —él— ya ni se interesa en acercarse a escucharlos. Los mira como de lejos (y luego ni los mira siquiera). Habla muy poco. Nadie lo molesta —lo intentaron alguna vez—: él parece no entender lo que ellos dicen o no enojarse o no sentir patada alguna en las espinillas. Dicen que siempre tiene cara de güeva o de mongol. Una vez los oye decir Ha de ser marica, y él los observa con la impasibilidad del que intuye que dentro de millones y millones de siglos esas palabras no importarán, no se quedarán. Ni ésas ni otras. Hasta que un día, al final del curso de tercero de secundaria, un maestro —se apellida Tirado— le entrega un libro. Se titula No hay ningún reborde del Ser por donde caer a la nada.
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