miércoles, agosto 31, 2011

Fraguas de la nueva Tierra Adentro

El número 171 de la revista Tierra Adentro trae, en su sección de crítica, las colaboraciones de:
* Daniel Orizaga Doguim sobre El ocaso del Porfiriato de Pável Granados (coord.) (FCE/FLM
* Fausto Alzati sobre Las encías de la azafata de José Israel Carranza (Tumbona/UdeG); Papeles falsos de Valeria Luiselli (Sexto Piso) y Breve diccionario clínico del alma de Jesús Ramírez-Bermúdez (Debate) 
* Marina Porcelli sobre El mundo bajo los párpados de Jacobo Siruela (Atalanta)
* Mayra Luna sobre Fiebre de Daniel Krauze (Planeta); Enfermario de Gabriela Torres Olivares (Fondo Editorial Tierra Adentro); Tu ropa en mi armario de Bibiana Camacho (Jus) y La vida triestina de David Miklos (Libros Magenta) 
* Cecilia Eudave sobre La balada de los bandoleros baladíes de Daniel Ferreira (UV)  


La sección Estantería trae breves notas de: 
* Elisa Corona Aguilar sobre Canto de mí mismo de Walt Whitman (Libros Magenta)
* Leopoldo Lezama sobre La mesa del silencio (Círculo de Poesía)
* Joaquín Guillén Márquez sobre De la infancia de Mario González Suárez (Ediciones B) 
* Paola Morán sobre Un terrible amor por la guerra de James Hillman (Sexto Piso)
* Carlos Esteban Cuendia sobre La novela, el novelista y su editor de Thomas McCormack (FCE/Libraria)

martes, agosto 30, 2011

Él, su padre

El cuerpo de mi padre conservó hasta su literal último suspiro sus carnes fuertes y bien torneadas formas, ese día cumplió 85 años —en realidad 86 porque, alguna vez me comentó, su padre dio mordida para que le quitaran un año a su acta de nacimiento y no tuviera que enlistarse en el ejército polaco—, apenas si perdió nada de su cabello negro entrecano, su lozanía, y sin duda, me atrevo a conjeturar, porque desconoció su mal y porque le gustaba estar vivo con todo y depresiones. En otras circunstancias experimentó, al parecer, y no sólo cuando lo operaron de la rotura de cadera por ejemplo, su descenso al Tártaro pero su espíritu fugitivo fue devuelto pues no llevaba bajo la lengua la moneda de paso o, en su defecto, el santo y seña, seguro porque su tiempo no había llegado y aún le quedaban pendientes sobre la tierra, pendientes que no éramos mi hermana y yo sino, paradójicamente, la imagen de “su mujer” que terminó por rescatar impoluta de entre los terrosos aborrecimientos con que la tenía sepultada en el corazón.
Esther Seligson, Todo aquí es polvo

sábado, agosto 27, 2011

En Jerusalem

Yo, por mi parte, quisiera aprender a rezar. No contemplar como esteta a los que se acercan al Muro para elevar sus plegarias. Aunque a veces me ha consolado llegarme ahí, e incluso he pedido ser traspasada por una mínima dosis de humildad. Pero siempre me retiro dándole la espalda a las piedras —y no de frente e inclinada como hacen los devotos— para sentarme al fondo y mirar desde lejos a quienes son capaces de no rebelarse con razonamientos —de no rebelarse, punto— contra la evidente carencia de reciprocidad y de justicia.

Sé que muchos de los que se aproximan al Muro son también seres insatisfechos, almas perplejas, corazones amargos y contritos, que los hay soberbios; y he visto puños que se elevan amenazadores. La diferencia está en que esperan una respuesta, a corto o a largo plazo, no importa: esperan, y eso les da fuerza para argumentar el derecho a ser escuchados.
Esther Seligson, «Retazos jerosolimitanos (1981-1982)», en Escritos a mano.

viernes, agosto 26, 2011

Habla Ifigenia

…una vida que no termina por terminar de escurrirse pese a los intentos por deshabitarla de mis venas... Casi me atrevería a afirmar que la propia Diosa es quien la detiene y coagula igual al vano impulso de arrojarme contra los farallones escabrosos. Anclada estoy, mi propia lápida soy, piedra de sepultura sin nombre, sin fecha de nacimiento, sin origen, ignorada por padres y hermanos, huérfana, virgen estéril mancillada por miles de ojos ávidos, sedientos de la sangre que nunca fluyó, ni fluirá de mi cuerpo para satisfacción de la Diosa humillada en su divina vanidad... La detesto, y ella lo sabe, por haberme otorgado una gracia no pedida, singularizado en un convite donde soy la única agasajada, espectro en eterno soliloquio hambriento de contacto humano... Se diría que a mis piernas les han brotado raíces, a mis brazos ramas, mis cabellos están erizados de diminutas astas, y temo cada mañana encontrarme de pie sobre pezuñas, bramando... De la blanca túnica ha tiempo que no queda hilo, de vástagos flexibles he retejido mi rala vestimenta y yazgo entre la hojarasca en una cueva como cualquier animalillo... ¿De qué tendría que estarle agradecida a mi aborrecible Señora?...
Esther Seligson, «Voz sin sombra», en Cicatrices.

jueves, agosto 25, 2011

Qué tristes vidas las de esas muchachas

La revista Posdata de junio incluye mi texto crítico «Qué tristes vidas las de esas muchachas», sobre la obra teatral Ánima sola, de Alejandro Román.


Qué tristes vidas las de esas muchachas


Tenemos los monólogos de tres mujeres.

Una de ellas, Adriana, vive en Tijuana con su hijo; trabaja de edecán y modelo; es secuestrada por narcos que la acusan de estarlos delatando con un comandante y quienes, luego de torturarla, la decapitan.
La segunda, Carmen, es de Veracruz pero vive en Ciudad Juárez, donde trabaja en una maquiladora; también tiene un hijo, de 12 años, a quien deja amarrado en su casa durante el día; es despedida a raíz de que, junto con otras chicas, decide organizarse para defender sus derechos. Al salir por última vez de la fábrica, es secuestrada por pandilleros.
La tercera, Érika, huyó de su pueblo en la sierra de Guerrero cuando su padre fue asesinado al oponerse a la tala de árboles; vive ahora en la Costa Grande y está embarazada de un sicario que tiene muchos enemigos en la región pero pronto se aliará con narcos de Sinaloa. Al ir a un bar junto con otras mujeres, Érika es identificada como la amante de Gabriel de Jesús, y ejecutada.
En este retrato del violento México de nuestros días, nada falta. En su obra teatral Ánima sola, Alejandro Román (Cuernavaca, 1975) pareciera querer documentar todo lo relacionado con la tragedia de las mujeres mexicanas de clase baja: la explotación sexual y laboral, el machismo y la infidelidad, la pobreza y la migración forzada, la condición de las madres solteras, el narcotráfico y su misoginia. Todo esto con el epílogo inevitable del feminicidio.
Es, por supuesto, la realidad de un país injusto y violento, donde las mujeres (como los niños, los ancianos, los homosexuales, los discapacitados, los jóvenes, los pobres) son siempre las primeras víctimas. Pero Ánima sola, al tiempo que pareciera forzarse a querer abarcar todo lo referente a un tema de la realidad, no muestra nada. Todo lo explica.
La obra no tiene progresión dramática ni la menor noción de espacio; el tono siempre va de lo solemne a lo patético. Consta de tres monólogos; las mujeres narran en presente lo que les sucede, con numerosas analepsis y una contextualización insistente. La obra abusa de la anáfora y una expresión pseudolírica de vate decimonónico, con variados lugares comunes: “Si no te hubieras ido, yo no estaría aquí al filo de la muerte”; “El mundo se pone más oscuro que la noche”; “Los sicarios se sincronizan en una macabra danza de la muerte.”
Hay una búsqueda de suspenso que extiende predeciblemente el relato en sus momentos brutales (cuando los sicarios están por cortarle un dedo a Adriana, por ejemplo, se llega a extremos ridículos), y la contextualización narratúrgica se vuelve disputable por el alterado estado en que se hallan las mujeres, que contrasta con la forma tan articulada como manifiestan sus desventuras: “Y aquí me tienen ya / en esta casa de seguridad del Águila / donde los perros les ladran enloquecidos a las almas que se han quedado penando.”
A la hora de hacer el recorrido rumbo a la maquiladora, Carmen consigna lo que se alcanza a ver por la ventana. Es esto: “un restaurante incendiado / el miedo me golpea el pecho / dos coches baleados llenos de muertos / esquinas llenas de muertos frescos / cabezas rodando por las avenidas / hileras de tanquetas militares / militares con la cabeza reventada a balazos / miedo constante / enjambre de policías federales / federales cayendo con el pecho agujereado por ráfagas / de cuerno de chivo / tanto miedo que cae del cielo / helicópteros volando bajo / miedo en el aire…”
Y así se sigue. ¿Hay una necesidad dramática para esta enumeración? ¿El personaje Carmen requiere convertirse en una cronista de su entorno para que su penuria nos parezca más verosímil? ¿A quién está dirigida esa descripción? Ánima sola todo lo explica, y de manera sobrada, asfixiando así el dinamismo psicológico de sus personajes. Esta abundancia de periodismo tiene que ver (eso me temo) con una operación política, no con un requerimiento textual. La obra incurre en la torpeza de no permitirse ninguna ambigüedad: tiene que quedar claro de qué lado estamos. Tijuana, Ciudad Juárez y Guerrero son aquí los escenarios definitivos del mal. Claro: acaso la realidad mexicana no es así como la muestra Román, sino peor. Pero la más criticable forma de traicionar la realidad, al querer verterla en la literatura, es serle tan fiel a un planteamiento (el oportuno panfleto de denuncia) de modo tal que se le termine quitando cualquier complejidad humana, cualquier matiz o fisura. Quiero decir: historias como las presentadas en Ánima sola pasan, y muy frecuentemente, en este país. Lo que no me parece sino tramposo es que ante esta obra la conciencia del lector/espectador sólo ha de conocer la indignación (“Qué tristes vidas las de esas muchachas”), y no verse tentada por el examen moral. Porque Ánima sola no hace preguntas (¿qué hay detrás de toda esta violencia?). Ya trae las respuestas: “Cuánto odio y sangre escurre por las faldas / de esta sierra herida”; “La risa de la muerte se escucha como música de fondo en toda Ciudad Juárez”.
Busco un arte literario que no tenga complacencias ni se permita justificaciones de una realidad atroz como la mexicana, pero la exigencia de un compromiso moral no debería derivar, por más que en términos políticos sea conveniente, en chantaje maniqueísta. En su aparente denuncia social, esta obra es un texto conservador, porque busca consolar, indignándolo, a su receptor: el mal está fuera de mí. Y nada más. Pero esto en ocasiones funciona para otros fines: Ánima sola obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia Víctor Hugo Rascón Banda en 2010.

Alejandro Román, Ánima sola. Monterrey/México, Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2010. 109 pp.

Le habla a su nieta

Imagino que en el otoño, o durante el invierno, se distinguirán con más claridad las otras construcciones a los lados de este departamento; pero eso no tiene importancia, pues no caerán dentro del ángulo de visión de las fotografías que tu padre te tomará (por cierto que ni él ni yo hemos mencionado, a propósito, las enormes paredes de ladrillos que cerraban la vista de su habitación de niño en aquella ciudad belga cuando se asomaba al balcón —tan similar— a contemplar el lento vestirse de los árboles al encuentro de la primavera), trozos de un instante de los primeros tiempos de las primeras huellas que quizá conserve tu memoria junto con algún trino, un olor, una apetencia que ahí se depositen. ¿Recordarás las campanas del carillón de las horas seis y doce y el alborozo de pájaros al amanecer? Cuentas de vidrio de un caleidoscopio al que sólo tú podrás dar movimiento y sentido, porque tu mirar de niña que descubre las cosas del mundo, sus matices, rumor y consistencia, nada tiene que ver con el mío de ahora por mucho que para mí también el descubrimiento del jardín y de tu ser sean una sorpresa inédita: sorpresa de vivir la misteriosa adecuación de esa centella que dicen es el alma a las, ahora, tenues capas de materia que la encierran —dicen que ella, voluntariamente, es la que escoge el cuerpo donde habrá de buscar arraigo para cumplir, una vez más, con otro ciclo de vida, con otra vuelta de tuerca, tantas como sea menester hasta alcanzar el ajuste perfecto con su fuente originaria. Y miro cómo tu escueta carne se estira y reajusta. Te escucho emitir gruñidos y voces que se diría son los reacomodos de la luz en los intersticios de la oscura cáscara que día con día irá engrosando, refinando su estructura, su paradójica cárcel. Está escrito que lo mismo que nos encierra constituye el camino de nuestra libertad.
Esther Seligson, “Luciérnagas en Nueva York”, en Toda la luz.

miércoles, agosto 24, 2011

Hay sábanas que no se manchan...

Hay sábanas que no se manchan, pero eso, ¿cómo podían saberlo ambos, tan jóvenes, tan llenos de reticencias y pudores? No eran ya épocas de mostrar a los parientes reunidos fuera de la cámara nupcial el lienzo con las huellas de la virginidad rota, sin embargo, la duda había quedado lacerante en el ciudadano, fruto de su ignorancia, y sobre ese malentendido, sobre esa fisura, se inició la suma de callados rencores en que iba a consistir su vida de casados. Nada tan secreto como la intimidad de una mujer, tan solitario —y a ella la madre no le fue hermana o amiga en quien verter su duda—, nada tan trunco como esa falta de ayuda idónea, ese depender de la necesidad del esposo y de la necesidad del hijo, ese someter la propia palabra a manera de una pieza de rompecabezas en el diálogo masculino, y el propio cuerpo a los reclamos de otro cuerpo, y la matriz a la exigencia de otra vida que grita su derecho a desgarrar y a violentar.
Esther Seligson, La morada en el tiempo.

CLVII

Esta enemiga forma de amar viene de lejos. Es la reiteración de un episodio en quién sabe qué vida anterior. No recuerdo si fui el condenado al paredón o el militar que gritó ¡Fuego! Acaso ambos (como ahora) simultáneamente.

martes, agosto 23, 2011

Sueña Jacob

«Sueña Jacob. La cabeza en una piedra a mitad del camino, de un camino: el de la huida. Y es una escalera que sube hasta el cielo. Ángeles van y vienen, ojos de pavo real en todo el cuerpo, largas alas negras plegadas hacia adelante. Alrededor se extiende el desierto, el cansancio, la fatiga del hurto, de la astucia. Porque Jacob ha robado y ha suplantado».
Esther Seligson, La morada en el tiempo.

Escritos a máquina, nuevo libro de Esther Seligson

A los 24 años Esther Seligson empezó a publicar ensayos y artículos en revistas y suplementos de México. A lo largo de 2009, mientras escribía su último libro, Todo aquí es polvo, y sabedora ya de la condición endeble de su salud, la escritora se dedicó a hurgar en su memoria, sus cuadernos y archivos y, amparada en su férrea autocrítica, que la llevó a destruir numerosos inéditos que no la complacían, poco antes de su muerte, ocurrida en febrero de 2010, confió a su albacea literario dos volúmenes compilatorios: Escritos a mano, publicado hace cuatro meses por Editorial Jus y la UANL, y en que reunió obra de creación (relatos, poemas, aforismos, fragmentos de diario, ensayos breves) y Escritos a máquina, con su reflexión crítica sobre diferentes ámbitos de la creación artística: dramaturgia, teatro, poesía, novela, pintura, traducción... Así, Escritos a máquina, que acaba de publicar la Dirección de Literatura de la UNAM y pronto estará en librerías, puede considerarse no sólo el último eslabón de la obra literaria de Seligson, sino también una excelente puerta de entrada a las búsquedas y los acercamientos ensayísticos —siempre exigentes y siempre generosos— de esta autora fundamental de la literatura mexicana contemporánea.

lunes, agosto 22, 2011

CLVI

Búscate un cómplice para tu destrucción. Ayúdale en su propio camino al desastre. A eso, llámalo amor. (Te dirán que has vivido.)

El miedo en Colombia

El suplemento Laberinto, del periódico Milenio, publicó el sábado pasado mi texto crítico «La guerra también contra nosotros», sobre la novela El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez. 

Aquí el texto íntegro:

La guerra también contra nosotros
Geney Beltrán Félix

Juan Gabriel Vásquez, El ruido de las cosas al caer. Madrid/México, Alfaguara, 2011. 259 pp.


Es la Colombia reciente: se nos narra una balacera de 1996 en la que muere un ex presidiario, luego sobre los orígenes del narcotráfico en la década de 1970. Pero El ruido de las cosas al caer, nueva novela de Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973), vale menos por lo que menciona de bombazos y cargamentos de cocaína que por la guerra que contundentemente crea en el interior del protagonista: el propio cuerpo se le vuelve a Antonio Yammara, joven profesor de derecho, un territorio vulnerable a raíz de que el miedo invade su psique. El libro triunfa cuando hace ver el íntimo terror que trastoca la vida de su protagonista —y falla cuando insistentemente nos informa que la violencia de las calles ha venido acompañando a una generación.
Antonio Yammara vive en Bogotá. Se enreda en amores con Aura, una hermosa ex alumna; se han embarazado, viven ya juntos. Él conoce en el billar de las tardes a Ricardo Laverde, piloto y ex convicto que, una tarde, es asesinado a balazos —y Yammara mismo resulta herido en el incidente. Durante su estancia en el hospital, el hombre va advirtiendo cómo la violencia exterior ha empezado a hospedarse en su cuerpo. Y ese reiterado sismo de los nervios se deja ver gracias a una prosa de fraseo largo virada a los detalles, construida desde la carne alterada de un personaje cuya paranoia se vuelve una estética: el miedo le ha afinado la percepción, que se detiene en lo que no por nimio dejará de ser posiblemente adverso. Hay en esta escritura además un tenor reflexivo, con cierto aire de Javier Marías (“No hay nada tan obsceno como espiar los últimos segundos de un hombre: deberían ser secretos, inviolables, deberían morir con quien muere”), y una imaginería de lo físico de, a ratos, poética eficacia (“su cara era una fiesta de la cual ya se han ido todos”).
Hasta aquí tenemos novela y personaje. Pero lo que viene después: no lo creo tanto.
Si el siglo XX se convirtió en la hora máxima de la novela hispanoamericana, lo fue porque —y esto lo han dicho tantos antes— el testimonio interesado en lo social fue desatendido o, en otros casos, incorporado a una escala superior: la creación, siempre, de mundos ficcionales. Frente a esa jurisprudencia, advierto en El ruido un desistimiento. Sí, Vásquez ha reflexionado sobre la ficción —sus ensayos de El arte de la distorsión (2009) incluyen inteligentes tomas de partido— y ha vinculado su intuición fabuladora a la de nombres como Conrad, Naipaul y Bellow, no a la de novelistas de lengua española. Con todo, si damos espacio, por esa rivalidad que propicia el incesto de la lengua y la geografía, a una filiación contrastiva entre El ruido y ficciones hispanoamericanas sobre la violencia urbana (Los siete locos o Conversación en la Catedral o El obsceno pájaro de la noche), detecto entonces una disparidad: Vásquez, me temo, renuncia a la ambigüedad de la novela para dar paso a la claridad de la lección de Historia.
El prurito pedagógico del autor habría llevado a su protagonista a dejar de serlo: desde la tercera sección de la novela, Yammara se convierte en un pretexto para que, a través de la historia del joven Laverde y su pareja Elaine Fritts —idealista muchacha estadounidense que deja su país en 1970 para incorporarse a los Cuerpos de Paz en Colombia—, el lector se entere de manera oblicua de los orígenes del narcotráfico en el país sudamericano.
No quiero decir que ese relato hayamos de tomarlo como verídico en sí. Así como en Los informantes (2004), la anterior novela de Vásquez, el periodista Gabriel Santoro se apoya en sus entrevistas con una mujer alemana de nombre Sara Guterman para describir episodios de la historia de Colombia en los años cuarenta, en ésta Antonio Yammara hace una tarea similar luego de leer numerosas cartas y otros documentos. Así justifica su omnisciencia de los hechos antiguos, aunque omite los pormenores, de sí tan coquetamente posmodernos, del proceso cognitivo inherente al armado del rompecabezas (de Elaine se narran detalles íntimos que acaso no habría contado por escrito a sus abuelos). Esta escamoteo permite un relato ordenado y lineal de fácil seguimiento que, incurriendo en un timorato conservadurismo técnico, nunca considera enfrentarse a la sospecha fundacional, a La Gran Pregunta de Toda Ficción: ¿cómo podemos estar seguros de lo que se cuenta del pasado?
La historia de Elaine también pareciera llenar más bien un propósito informativo al no incluir ningún conflicto moral o psicológico o político que iguale la tensión cernida en el arranque de la novela: aunque Elaine se manifiesta contra la guerra de Vietman, lo suyo es un anticlimático dejarse llevar por su idealismo y su amor a Laverde, y cuando la dificultad empieza, con el encarcelamiento del esposo, su aparición termina. Tampoco Maya, la hija de ambos hoy dedicada a la apicultura, enfrenta una definición crucial. Rememora su furia cuando le fue dicho que su padre, a quien creía muerto, había estado preso; sufre escuchando la grabación de las últimas palabras cruzadas entre los pilotos del avión en que murió su madre, a finales de 1995; pero en el presente de la narración es un personaje dramáticamente inerte. La prolija visita que junto a Yammara hace al parque zoológico ya abandonado —vieja propiedad de Pablo Escobar— no añade nada a lo que ya sabemos: que el narco marcó su vida.
“Cientos de casos como éste. Cientos de huérfanos ficticios, yo era un caso solamente. Eso es lo bueno de Colombia, que uno nunca está solo con su destino”, contextualiza Maya al narrar que la prisión de su padre le fue ocultada. En otra conversación, hacen ambos —solos, sin un auditorio en torno suyo— el recuento de narcoatentados. Llegan a un bombazo contra un avión de Avianca: “«Ahí supimos», dijo Maya, «que la guerra también era contra nosotros. O lo confirmamos, por lo menos. Más allá de toda duda. Hubo otras bombas en lugar públicos, claro»”. ¿Cómo un narrador tan conocedor y consciente de las trastiendas de lo narrativo como es Vásquez se ha dejado llevar por el facilismo de Te lo cuento, personaje, para que te enteres, lector? (El mismo Vásquez escribió en El arte de la distorsión: “Contar cosas que ya se saben es cometer pecado de redundancia, el peor pecado que puede cometer un novelista”.)
Estos ejemplos —hay más— harían suponer que El ruido responde no al propósito de crear una nueva realidad en la ficción sino de informar de modo ejemplarizante sobre la Colombia real. No es la ficción de un profesor de derecho y una apicultora sino la historia de todos los jóvenes colombianos que crecieron en la era del narcotráfico: eso debe quedar claro.
O acaso estoy en un error: quizá he leído muy literalmente y los Cuerpos de Paz yanquis no tuvieron nada que ver con el comienzo del narcotráfico en Colombia, tal vez la “reconstrucción” que emprende Yammara de las vidas de Elaine y Laverde al leer las viejas cartas es un ejemplo del “arte de la distorsión” del pasado que Vásquez postula para un tipo de novela histórica cuyo modelo sería Cien años de soledad. O más aún: acaso El ruido sacrifica en dos terceras partes de su trama la vocación dramática y la ambigüedad de la ficción, para cumplir con una inequívoca tarea de civismo. Porque luego del fin de semana con Maya Fritts, el joven narrador regresa a su departamento en Bogotá: lo intuimos decidido a recuperar a su mujer y su hija, llevado acaso por el intento de no repetir la historia de la familia disgregada del piloto Laverde. Conocer “vidas” ajenas —potencialmente similares a la propia— le habría propiciado un crecimiento de la psique: he aquí el camino para decir adiós al miedo. Y ese fenómeno, cuando llegue a ser compartido por su violentada generación, podría impedir que, a raíz de los paralelismos históricos, Colombia vea iniciado otro ciclo de violencia.

jueves, agosto 18, 2011

Formas de meter la pata

Si partimos del hecho que todo texto crítico es parte de un diálogo, de nada tiene raro que haya respuestas a lo que uno publica, en especial si se trata de reseñas de novedades literarias. Lo que sí es una curiosa forma de bajeza moral es que, en vez de usar argumentos, se lancen sospechas sin sustento. En el sitio de internet de la revista Letras Libres, como respuesta a mi texto crítico de Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra, alguien llamado Guillermo Salazar no encuentra mejor manera de mostrar su discrepancia con lo que yo afirmo que suponiendo que le tengo animadversión personal a Zambra. A esto no debería dedicarle ni un minuto, pero prefiero puntualizar:
No conozco a Alejandro Zambra, ni he tenido ni tengo ningún problema personal con él. Ignoro qué pruebas tiene el señor Salazar para afirmar que la mía sea una lectura "malintencionada" o que me "molesta la sola existencia" de Zambra. Para argumentar eso se requiere algo más que impresiones, como son las suyas, refutablemente personales. ¿O lo dice sólo porque mi conclusión crítica es diferente? Él hace, en breves líneas, un comentario elogioso de la novela; está en su derecho (y yo de discrepar). Sería irresponsable de mi parte especular que él acaso tenga una relación amistosa con el autor y que por esa razón sale a defender un libro que, según mi lectura, es prescindible. Eso sí: no acepto que pretenda sugerir que el éxito de crítica que ha tenido o puede tener la novela en Chile es suficiente para ver la manifestación de un “problema personal” en lo que yo, o cualquier otro, afirme en sentido contrario. Tampoco me interesa que los temas sean nuevos para la sociedad o la literatura chilenas; no soy chileno: leo desde otras coordenadas. Lo estrictamente temático es secundario ante la pobreza estilística y técnica (¿qué libro leyó Salazar para no advertir estas carencias?) de Formas de volver a casa.

martes, agosto 16, 2011

Contra la tradición de los oligarcas

La revista Litoral e publica el texto crítico «Cartas ajenas: contra la tradición de los oligarcas» de Josué Sánchez Hernández, sobre mi novela Cartas ajenas.

Acá cito un párrafo:

Su lenguaje establece una crítica porque, si bien se inscribe en la tradición del XIX, pasa por el tamiz de nuestro siglo y denuncia las convenciones de nuestra lengua: la profusión en el uso de los dos puntos, el ritmo sintáctico deliberadamente alambicado, la morfología retorcida de algunas palabras y un pequeño juego tipográfico, son prueba de una conciencia plena en el manejo de nuestro idioma. En todo caso, Cartas ajenas es una obra donde la tensión que revitaliza al lenguaje sucede gracias al aliento y conciencia que les infunde su autor. 

miércoles, agosto 10, 2011

CLV

Déjate fluir. Si el cambio ya ha dado inicio, lo más que puedes perder es la obsesión con tu pasado.

lunes, agosto 08, 2011

CLIV

En los hechos del virtuoso se deja ver a menudo una forma de la megalomanía: el impulso de hacer el bien no sólo exige superar la bondad ajena sino concentrar el monopolio absoluto de la virtud.

domingo, agosto 07, 2011

Encuentro en Monterrey

Participaré esta semana en el III Encuentro Nacional de Escritores Jóvenes, en Monterrey, Nuevo León. El jueves 11, a las 5.30 pm, estaré en una mesa de lectura de obra, con Ignacio González Cabello, Iris García Cuevas y Lorena Ventura. Y el sábado 13, a las 12.30 del día, leeré mi ensayo "De qué hablamos cuando hablamos de futuro", en una mesa de discusión en la que participarán Ignacio González Cabello, Érick Vázquez y Carlos del Castillo. Ambas actividades serán en el Museo de Historia Mexicana.

viernes, agosto 05, 2011

CLIII

Sufre por lo que no existe, para así no gozar de lo que tiene. No se ha perdonado el hecho de ser él (no su cadáver) quien existe.

jueves, agosto 04, 2011

CLII

Es mediocre y lo anuncia. Espera un premio por su sinceridad. Merece una patada en el culo por su impudicia.

miércoles, agosto 03, 2011

CLI

Es un gran inversionista de sus emociones. Todo lo que hace y dice lo hace y dice para tener después de qué arrepentirse.

martes, agosto 02, 2011

¿No sabemos perdernos?

«Estéticamente, aquí tenemos la seguridad de quien permanece en su biblioteca luego de dar un paseo por las ahora tranquilas calles de su infancia: Zambra ha mostrado un temperamento posborgesiano con el que sus libros son, hasta la intrascendencia, congruentes. Políticamente, es el fracaso no de quien algo intentó, sino de quien para no fracasar ha preferido Bartleby de cualquier ética ni siquiera intentarlo. Aquí veo el nuevo triunfo del poder sobre el escritor: ya no la censura ni la represión sino la elección propia de la insignificancia: como nadie lee, sólo hablo de mí y de lo que leo, con una sintaxis que fuera del hartazgo de dos figuras retóricas no se exige más».


En su número de agosto, la revista Letras Libres publica mi texto crítico «No sabemos perdernos» (de donde procede el párrafo anterior), sobre el libro Formas de volver a casa de Alejandro Zambra.

lunes, agosto 01, 2011

CL

Da igual que el crítico literario firme o no con sus dos apellidos, es decir, incluyendo el de su madre. Ni así tendremos la certeza de dónde (de quién) viene su mala leche.