viernes, marzo 26, 2010

Exposición de Guillermo Arreola en la Casa Lamm de la ciudad de México

El extraordinario pintor mexicano Guillermo Arreola inaugura la exposición Semen el próximo miércoles 14 de abril, a las 7.30 pm, en el Centro de Cultura Casa Lamm (Álvaro Obregón 99, colonia Roma), en la ciudad de México.

miércoles, marzo 24, 2010

Habla de lo que sabes en Aguascalientes

Este viernes 26, a las 8:00 pm, presento mi libro de cuentos Habla de lo que sabes en la Sala Alfonso Esparza Oteo, de la Casa de la Cultura Terán, en Aguascalientes.

lunes, marzo 22, 2010

En la radio

Hoy lunes, en Radio Educación, en el 1060 del AM, a las 9.30 de la noche, se transmitirá la entrevista que me realizó Froylán Lopez Narvéz, en su programa Mi otro yo.

lunes, marzo 08, 2010

Andaré en Tlaxcala, Mazatlán y Durango, todo en un lapso menor a una semana

Curso-taller de ensayo literario, cuarta sesión
Viernes 12 de marzo, de 4 a 8 pm, y sábado 13, de 10 am a 2 pm
Instituto Tlaxcalteca de Cultura
Tlaxcala, Tlaxcala

Presentación del libro de relatos Habla de lo que sabes
Lunes 15 de marzo, 5:00 pm
Feria del Libro y las Artes de Mazatlán, Plazuela Machado, Centro Histórico
Mazatlán, Sinaloa

Presentación del libro de ensayos El sueño no es un refugio sino un arma
Miércoles 17 de marzo, 7:00 pm
Universidad Juárez del Estado de Durango, Aula Laureano Roncal
Durango, Durango

jueves, marzo 04, 2010

Infancia

La Revista de la Universidad de México, en su número de este mes (73, marzo de 2010), presenta «Mi infancia tiene olor a nata fresca», un fragmento del libro inédito de memorias de Esther Seligson, Todo aquí es polvo. Como el título adelanta, en esta sección de su obra Esther rememora y reflexiona sobre sus primeros años (el fragmento publicado en Laberinto hace tres semanas pertenece al final del libro, cuando Esther recuerda su estancia en Jerusalem y Lisboa y su regreso a México). La Revista, además, incluye dos breves semblanzas fraternas de Ignacio Solares y José Gordon.



Aquí, unas líneas de «Mi infancia tiene olor a nata fresca»:


De niña yo miraba dentro de otro mundo, dentro de una realidad “anterior”, como mirar las puertas del país de la sombra cargando un fanal en la mano encendido con la fuerza silenciosa de lo oculto. Habitamos una tierra de nadie donde fluye un río inabordable salvo si apelamos a una embarcación divina, o al poder de una palabra que divida sus aguas para atravesarlo a pie seco, sin olvidar las hierbas aromáticas que habrá que incinerar ofrenda de agradecimiento... El engrudo familiar... La imagen de Adrián chupándose el dedo con el trapito agarrado a la mano esperándome tras la ventana de la sala, ¿podría ser un hilo del cual tirar? Decía que yo nunca estuve cuando él me necesitaba. ¿Por qué no me separé definitivamente entonces y me quedé con mis hijos? ¿Por qué no contarse hoy la historia de otra manera? También él se lo preguntaba años más tarde, cuando ya sabía por propia experiencia, y poco le faltaba para encarar su destino final, la fuerza que se necesita para soportar la desesperanza. Y en cuanto a mí, no tiene remedio: amo las paradojas, la turbulencia del anhelo, de la libertad, de los desafíos del Absoluto, y preñada voy de esa sed que me consume y que cuántas veces no me han reprochado “sólo pasa en tu cabeza”. Por supuesto que me hubiera gustado ser feliz, ni siquiera creo no haberlo sido, por momentos obviamente e incluso por temporadas más o menos largas o cortas, con esa felicidad tanto de plenitud como de una impalpable espera, algo similar a esas tardes muy luminosas de domingo o de fin de día festivo en que todo se alargaba como si el tiempo no existiera y no fuera a caer la noche y acabar con la luz, el silencio, el intervalo de eternidad, la certeza de que alcanzará suficientemente para terminar los juegos, encontrar las búsquedas, regresar una y otra vez a brincar entre las olas —y cuánto cuánto costaba arrancarse a la fascinación del oleaje sólo porque los adultos tenían tantos planes para después de la merienda y les urgía deshacerse lo antes posible de los niños—, no agotar el espectáculo de una bandada de gaviotas desdibujando la línea fija del horizonte con su vuelo fantasioso; tardes de hacer el amor lenta y morosamente, sin nostalgia ninguna, tan presentes en su presente único; tardes de corretear a mis hijos por la casa y el jardín jugando a las escondidillas, a los sustos, igual de niña que ellos; tardes adolescentes de no hacer nada ensoñando con un libro abierto sobre las rodillas, ¿fue eso, es eso, la felicidad?, ¿ese rodar y traspasar los limites imaginarios y reales entre las realidades que habitamos y nos habitan?

miércoles, marzo 03, 2010

Habla de lo que sabes en Luvina

La revista Luvina, en su número 58, de primavera 2010, incluye un texto crítico del ensayista, narrador y editor José Israel Carranza sobre mi libro de relatos Habla de lo que sabes.




Rescoldos
José Israel Carranza

«Habla de lo que sabes». Es la conminación, terminante, elegida por Geney Beltrán Félix para instalarla al frente de su libro de relatos —cerrado el libro y cuando apenas va reanudándose la ocurrencia del mundo, suspendida definitivamente en las horas tensas de lectura ininterrumpida, es un título que se revela como una sugerencia alarmante: ¿qué es lo que sabe este autor, que ha podido hacer esto?—; es también la conminación que ahora dirige este comentario, y es inapelable. He de hablar de lo que sé, y lo que he llegado a saber con esta lectura es más o menos lo siguiente:
Primero: que, de regresar a ciertos pasajes de los relatos de los que vengo saliendo (uno, pongamos: «Anoche soñé que volaba»), me esperan ahí, y no habrá forma de evitarlo, el estremecimiento y la turbación que, de todos modos, se han impreso indeleblemente en la memoria de lo que fui conociendo: qué ingredientes y en qué proporciones componen la fórmula inmejorable del envilecimiento. Hay esto: un muchacho, cajero en un Superama, tiene una pistola consigo mientras pasa por el lector de la caja los productos que pagan los clientes. Lo que ha ocurrido antes, lo que ocurrirá entonces: la hermana del cajero, desnuda y absorta en el remolino de agua del excusado, el deportivo azul en que el cajero ve alejarse a la joven mujer de ojos verdigrises cuyo nombre obtuvo de la tarjeta bancaria con que le pagó el súper, los viajes en el hastío y la negrura del microbús, la amiguita de la hermana con el arete en la nariz, el mafiosillo del barrio entrando a la habitación de la hermana, los pantalones del cajero en los tobillos, el llanto, la clave para marcar en la caja registradora el precio de las clementinas. Y el resto: la miseria, la vergüenza, el resplandor del televisor, el resplandor del sol de la tarde cerniéndose sobre el aullido de una ambulancia. Etcétera. Lo que sé, en suma —«habla de lo que sabes»— es que no hay atrocidad que no tenga su historia, por arduo que resulte elucidarla, y que llegar a conocer tales historias supone renunciar (cosa que habríamos tenido, ingenuamente, por impensable) a nuestras más trabajadas intransigencias: quiero decir: hay un cajero de un Superama, tiene una pistola, y lo que haya de suceder, y lo que lo llevó a hacerse de la pistola —y de qué modo— nos descubriremos comprendiéndolo. Ignoro si el estremecimiento y la turbación cuenten como méritos literarios: lo que sí sé —«habla de lo que sabes»— es que, sin que me haga falta regresar a la lectura del relato «Anoche soñé que volaba», el estremecimiento y la turbación no tengo manera de disolverlos. (Sí regresaré, claro: porque además está el enigma fascinante de que esto haya sido así).
Sé, también, que los relatos de este libro propician una intensificación del silencio en rededor nuestro, van amplificándolo hasta que sólo podemos escuchar las voces de los personajes y quisiéramos —me pasó— tener algo que decirles para salvarlos, si cabe tal candorosa intención. Los padres y sus hijas que buscándose van a perderse, la mujer que espera las patadas de esa noche cuando su esposo y su hijo regresen briagos, la muchacha cuyo pecho sube y baja mínimamente luego del terremoto, el hombre en la jaula suspendida en el vacío, un río que va a desbordarse y un lazo que se aprieta sobre un cuello, un tropel de indeseables que salen y salen del baño, el avión a Londres que estalla antes de haber despegado, una mujer sepultada en la nieve, otra que espera un corazón para que se lo coloquen debajo de las costillas... Supongo que esto no se hace: ir despachando instantes inconexos cuya concurrencia en estas líneas poco o nada dirá a quien pase por ellas. Pero el hecho es que tales instantes —y me detuve a tiempo, espero: me quedan muchos más— son el rescoldo (probablemente inextinguible: lo que hallaré cada que vuelva a la recordación de mi lectura) de la experiencia absolutamente inesperada que fue permanecer en el centro de ese silencio que digo, mientras presenciaba —sin poder decir nada— cómo un puñado de personajes, movidos en última instancia por la pertinacia de sus errores, por la soledad que los había acorralado, porque la vida es un mero pretexto para que tengan lugar el dolor o la infamia, porque querer hallar sentido a nuestros actos es la vía más segura para extraviarse, cómo un puñado de personajes iban siendo fijados por el rencor, la demencia, la pena... Y pienso ahora en Pompeya, en los cuerpos que las cenizas ardientes dejaron detenidos en su gesto y su idea y su movimiento últimos, y pienso que la escritura de Geney Beltrán Félix puede ser como esa ceniza que se abatió sobre las vidas que constan en este libro, y tras la cual queda sólo el silencio temible de quienes así —como se había propuesto Sicrano, el cartero del último cuento— han sobrevivido a su propia muerte.
Sé, también, que he pasado por el libro de un autor obstinado —felizmente obstinado, a contracorriente de toda complacencia y toda facilidad— en su admirable empresa de reformulación del mundo. Sé que podrán pasar los años, muchos, y este libro, y cada uno de sus diez cuentos, y cada uno de sus personajes, serán inolvidables.

martes, marzo 02, 2010

Del otro lado de lo real

La revista Letras Libres en su edición de este mes incluye mi ensayo «Del otro lado de lo real», sobre algunos aspectos de la obra de ficción de Esther Seligson.


A continuación, dos párrafos del texto:

¿Cuál es el lugar de Seligson en la literatura de nuestra lengua? Hasta ahora, uno secreto. Autora de culto, raudamente reducida a sólo “la traductora de Cioran”, Esther Seligson vivió largas temporadas en el extranjero; publicó buena parte de sus títulos en sellos marginales; no se vinculó a grupo literario alguno y tampoco ejerció ningún poder en el circuito de la burocracia cultural o universitaria. Estudiosa, y en serio, de saberes atípicos —la astrología, el tarot, la acupuntura, la gemoterapia, la Cábala y cualquier forma de mitología y religión—, fue también atípica en su ejercicio de la escritura: fuera de sus textos ensayísticos y de crítica teatral, y circunscribiéndonos a la ficción, Seligson es una voz heterodoxa y experimental en la deriva reciente de las letras hispanoamericanas.
Para empezar, hablemos de su estilo. En cualquier página de, por ejemplo, La morada en el tiempo (1981), Sed de mar (1987) e Indicios y quimeras (1988), destaca una escritura absoluta: es el suyo un decir sintácticamente denso (oraciones proustianamente largas, adjetivos y aposiciones que saltan aquí y allá para complicar el matiz) y dotado de un lirismo que, gracias a un fecundo léxico de particular relieve sinestésico, va de lo elusivamente intimista a lo elegantemente revelacional. Si buscamos una estilista en el sentido clásico, no hay sino empezar por estos escritos de Esther Seligson: aquí el lenguaje revela —único protagonista— su ejemplar sabiduría. Que consiste en lo siguiente: no hay conocimiento introspectivo, no hay expedición a la memoria y los sentidos sin una extremada conciencia de nuestra plural naturaleza lingüística.