martes, febrero 21, 2012

A todos se nos acaba el tiempo

La revista Posdata publicó el año pasado un mi texto crítico sobre dos libros de dramaturgia de Vidal Medina: Garap y Galimatías. Aquí lo recupero.

A todos se nos acaba el tiempo

Los hechos tienen su origen en una palabra: Garap. Se le encuentra en carteles a cada paso en la ciudad, se cuela entre las noticias de la televisión y, sin embargo, aunque la gente cree hallarse ante una nueva campaña de mercadotecnia, nadie tiene claro qué se les quiere vender. ¿Garap? ¿Qué es Garap? Los personajes dan allá y aquí diferentes respuestas: un modelo nuevo de automóviles, el Anticristo, un producto de limpieza, un grupo paramilitar…Pero el texto no otorga, al principio ni al final, ninguna certeza. En Garap, Vidal Medina (Reynosa, Tamaulipas, 1976) ejemplifica en la escena, con las herramientas de la sátira y el esperpento, las ideas de Baudrillard en El sistema de los objetos. Así, aunque nunca se llega a saber qué hay detrás de esa simple palabra, el efecto que provoca en los personajes es violentísimo: lleva a una destrucción que todo lo trastoca. Hacia el final de la obra, el Subcomandante, un líder guerrillero, refrenda esta transformación incontrolable, al tiempo que sugiere que Garap habría sido sólo un pretexto que hizo salir aquella tendencia a la degradación y el conflicto que ya estaba en todos: “O tal vez nada más nos estamos volviendo viejos, paranoicos, locos, enfermos de poder, esquizofrénicos, débiles, cobardes, putos, putas”.


Por lo anterior, los personajes de Garap no tienen un fuste dramático propio; cada uno ejerce su función de acuerdo a la perspectiva exigida por las ideas que se quieren mostrar en torno al poder de la propaganda. Los conductores de televisión son conductores de televisión y nada más; los fanáticos religiosos se comportan como tal de principio a fin. Lo que la obra se dedica a hacer, y hace, con presteza y exactitud en el dominio de la sátira (es decir, lo que vuelve a Garap una obra interesante) es al mismo tiempo su limitación: el hecho de que se contente con sólo desarrollar la demostración de una idea, y descuide la construcción, a partir de ese horizonte de reflexión sobre la actualidad, un conflicto dramático no únicamente social sino también personal —o, en otra vena, Garap podría haber “complicado” o “decepcionado”, en el sentido en que utilizaba Jorge Cuesta el verbo decepcionar, el tratamiento de ese mandato filosófico. No es ésta una reprobación a que la dramaturgia debata ideas; pero si sólo se trata de exponerlas, de incorporarlas como el sustento central (no como un elemento entre otros), se está condenando la escritura dramática a una función ancilar. Y entonces la pregunta no sería por la funcionalidad literaria y teatral de la pieza, sino por la literalidad con que se apega a las ideas en cuestión.
No sucede así en otro registro de Vidal Medina. Galimatías —publicada en el tomo del mismo título junto a Roni, Cuentos para dormir a las visitas y Carne— es un “juego escénico para cuatro voces” (dos hombres y dos mujeres, de nombres Uno, Dos, Tres y Cuatro) que alternadamente narran y escenifican, con el recurso de la estrategia posdramática, la historia de un aspirante a novelista a quien el matrimonio y la paternidad terminan por mostrarle su condición de fracasado. Las cuatro voces se relevan en los papeles de Galimatías, su mujer, sus amigos, al tiempo que también asumen el rol de voces narrativas. La mezcla de puesta en escena y resumen narrativo permite una operación de cercanía y alejamiento ante la historia del personaje, lo que convoca que la acción traiga inserto su comentario.
En Garap ya veíamos una dicción paródica de los discursos públicos —mediáticos, políticos o religiosos—; acá la apuesta me parece más efectiva en términos de construcción dramática, pues deja ver, entre otros aspectos, de qué forma en el protagonista el lenguaje es un vehículo de la violencia y la misoginia (“no me gustaría atragantarme de pepinos y además disfrutarlo. Y encima quedar con una pelotota que saldrá por la cola a reclamarme toda la pinche vida por qué chingados lo traje al mundo”), si bien las derivas de humor no las veo de una irrebatible contundencia:

Cuatro: A todos los escritores les gustan las putas...
Tres: ...Somos todo los que ellos quisieran ser.

Roni y Cuentos para dormir a las visitas también se apropian del tema de los lazos familiares. Ya no es la paternidad como en Galimatías. Roni presenta a tres hermanos. Todo ocurre a lo largo de una madrugada en que Totó, el segundo, está dedicado al trabajo oficinesco que se ha llevado a casa y el desempleado Antonio, el primogénito, busca revelarle al menor, Roni, un secreto que le concierne directamente. Antonio se siente lacerado por una condición anímica y psíquica de vulnerabilidad (“Allá afuera hay una marea negra apoderándose de todos. Yo no estoy exento de sucumbir a su negra mano. Algún día todos lo haremos, su aliento es oscuro así como su rostro, es una neblina oscura que da vueltas en las esquinas, una neblina poderosa que se mete por las fosas nasales y sale por la boca del estómago después de consumirlo todo...”). La acción dramática es mínima: lo central de la pieza es el choque de los dos hermanos mayores, que abonan las suspicacias de Roni, quien, acaso influido por Antonio (“A todos se nos acaba el tiempo”), enuncia una visión pesimista de la existencia humana... con la ayuda de una calculadora. El resultado es un texto compacto y angustiante en torno a los secretos y dependencias presentes en las relaciones fraternas.

Como se me acaba del tiempo y el espacio, reviso brevemente los dos últimos textos incluidos en Galimatías. Por un lado, Cuentos para dormir a las visitas —monólogo, de factura irregular, que una mujer dirige a su hijo— sugiere, como si se tratara de una moneda de la que sólo se quiere dejar ver una cara, mucho que la voz delirante pretende ocultar: desde el rechazo al esposo y el recuerdo de un pretendiente de fantasía, hasta la reprobación a la vocación del hijo y justificaciones por los errores propios. Por último, Carne. Variaciones sobre la levedad y el peso es un muy breve texto en torno a un triángulo sexual que no llega a completarse, y que presiento que, más por su irresolución temática que por su brevedad, habría debido quedar fuera de los temas que el volumen Galimatías había venido presentando.

Vidal Medina, Garap. México, Ediciones El Milagro, 2008. Teatro Emergente.
Vidal Medina, Galimatías. México/Monterrey, Conaculta/Conarte, 2008. 99 pp. Fondo Editorial Tierra Adentro.

viernes, febrero 17, 2012

Cuándo traicionar a Rosario

En la revista Posdata publiqué el año pasado el siguiente texto crítico sobre la obra Prendida de las lámparas, de la dramaturga mexicana Elena Guiochins. Aquí lo incorporo:

Cuándo traicionar a Rosario
Hay dos disposiciones —no serán las únicas— de leer Prendida de las lámparas, la nueva pieza teatral de Elena Guiochins. Ninguna de esas dos habrá de depender de las habilidades intelectuales sino de los conocimientos previos del lector: una será la lectura de quien sabe ya mucho de la vida y la obra de la escritora mexicana Rosario Castellanos; y otra, muy diferente, la de quien conozca muy poco o nada de esta autora. Sucede esto: sospecho que mientras más se sabe de Castellanos menos interés tiene el texto —no me refiero al montaje— de Prendida de las lámparas.



Aquí tenemos tres papeles: Bella Dama Sin Piedad (Rosario embajadora), Mujer Que Sabe Latín (Rosario estudiante) y Lívida Luz (Rosario niña). Las tres actrices en distintos momentos se ven destinadas a desarrollar, de manera fugaz, otros roles (la nana, el ex esposo, la suegra, la poeta Dolores Castro, el traductor Raúl Ortiz y Ortiz, el psicoterapeuta De la Fuente, etcétera) a como los episodios se alternan. La obra inicia con la muerte trágica de Castellanos —cuando se electrocuta al conectar una lámpara— y, con una estructura fragmentaria y no lineal, incluye saltos de tiempo, evocaciones, prospecciones oníricas, que se apoyan en diferentes tiempos de la biografía de Castellanos, desde la infancia chiapaneca hasta el nombramiento de embajadora de México en Israel.
Guiochins se asigna una tarea difícil: hacer vivir en la escena a un personaje canónico de la cultura mexicana. Entiendo —por la recepción crítica que tuvo el montaje realizado en un teatro de la ciudad de México bajo la dirección de Alberto Lomnitz— que en la escena el texto de Prendida de las lámparas funcionó de manera notable. No entraré en la discusión de si la escritura dramática debe preocuparse sólo por ser efectiva en el escenario ante los espectadores, o si también ha de cumplir con la exigencia que, en términos de texto literario a secas, le plantearía un lector. Si acaso es dable que el crítico utilice su biografía como excusa para sus prejuicios, tendría yo que señalar que, por haber crecido en una ciudad con una actividad teatral muy escasa (Culiacán, donde lo único que valía la pena ver era la herencia de Óscar Liera, ya fallecido, en la Universidad Autónoma de Sinaloa), me habitué a leer teatro como literatura simplemente, esto es, a considerar que la dramaturgia tiene una identidad absolutamente equiparable a la de la novela, la poesía o el ensayo.
Con esa premisa, de entrada encuentro dos aspectos debatibles en Prendida de las lámparas. Primero: me temo que sin las extensas citas de textos de Rosario Castellanos, la obra de Guiochins no se sostendría. Una respuesta a esta objeción sería totalmente posmoderna: al llenar la estructura de su pieza con la transcripción de tantos fragmentos de Castellanos, Guiochins funge, más que como autora primigenia, como curadora de la escritura ajena —y alguien recordaría aquel poema de José Emilio Pacheco cuyos versos todos proceden de narraciones de Juan Rulfo—. Al usufructuar los escritos de su personaje —y esto lo hace honestamente, sin esconder el robo: en la edición del libro esas citas aparecen en cursivas—, Guiochins apelaría a la naturaleza viva que todo clásico literario comporta: es decir, Prendida de las lámparas, texto invadido que así renuncia a una exigencia de estreñida originalidad, sería un testimonio de la pervivencia artística de Rosario Castellanos. Tan enérgica sigue siendo su impronta, que no puede ser sustituida por un intento propio de Guiochins.
Pero por más malabares que se hagan para elevar el papel del “dramaturgista” al de un creador o co-creador, por más fuerte que haya sido la preeminencia del director de escena en los años sesenta y setenta en México, la lectura en seco de Prendida de las lámparas supondría un déficit: al quedarse en el papel de curadora, Guiochins hace una declaración de insuficiencia. Sin los fragmentos de Castellanos, ¿qué queda? Primero, se pierde la ironía y surgen la solemnidad y el lugar común en los parlamentos que sí son obra de Guiochins: “Voy a arrojar una red con mi amor y la arrojaré al mar de la eternidad”, dice Bella Dama Sin Piedad a Ricardo Guerra. “Vamos a quitarle piedras al pasado. Vamos a ponerle luz a su futuro”, adelanta en su consultorio el doctor De la Fuente. Estos ejemplos, y otros, traicionan a Castellanos como escritora, pues presentan al personaje y sus situaciones no con una nueva versión de su característica ironía sino con un patetismo pobre y esquemático, como se advierte en las escenas de celos entre Rosario y su esposo.
Un segundo reparo: para quien nunca ha sabido ni leído nada de esta escritora tan famosa, ¿qué tan autónoma y concreta y contundente es la Rosario Castellanos que sale de Prendida de las lámparas? Quiero decir: el desafío para quien se reta a deconstruir, como hace audazmente Guiochins con la lógica que estructura su pieza, a una gloria nacional, impondría la exigencia de, a lo largo del texto, crear una nueva Rosario, tan definitiva como para 1) hacer de ella, ante los ojos de quien la ha leído y sabe de su vida, un personaje que supere en “realidad” y persuasión a esa imagen que ya tenemos o 2) darle, ante la lectura de quien nada sabe de ella, el fuste que puede tener un personaje que carezca de ningún referente histórico (un clochard, un maestro de escuela, un ama de casa).
Como estoy contaminado por mis lecturas adolescentes de mucha de la bibliografía de Castellanos (esto es, me incluyo en el primer caso), tendría que decir que el texto de Prendida de las lámparas no me permitió ver esa nueva Rosario. Hay facetas de su vida que sólo se mencionan, sin desarrollarlas en términos escénicos, como sería lo que tanto se afirma de su deslumbrante inteligencia, o la compleja relación con su hijo. La Rosario que queda la veo con menos vitalidad, más pobre dramáticamente (la define por entero su inseguridad y, en su relación con Ricardo, sus celos) que la que uno puede ver por la lectura directa de su poesía y sus cartas. Y es aquí donde uno podría esperar que la dramaturga se hubiese atrevido a traicionar a Rosario Castellanos como personaje, a través de una elaboración ficcional que incluyera una paleta más amplia de virtudes y defectos, de sensaciones y emociones (habría lugar para la maledicencia, la sensualidad, el cinismo), más allá de las que corresponderían al casi cliché de la mujer-talentosa-pero-insegura. Pero no. Prendida de las lámparas podría resumir su docilidad dramática en  dos líneas que, al reiterar el lugar común con que asociaríamos a Rosario Castellanos, ya no dicen nada:

Bella Dama Sin Piedad: ¡Es lo que le pasa a una mujer por ser mujer!
Raúl: Es lo que te pasa a ti por ser quien eres.

Elena Guiochins, Prendida de las lámparas. México, Juan Pablos/Conaculta (Dirección General de Publicaciones), 2010. 141 pp. La Cigarra.

jueves, febrero 09, 2012

Itinerarios del alumbramiento

Ayer miércoles 8 se cumplieron dos años de la muerte de mi querida maestra y amiga Esther Seligson, una de las mayores escritoras de la lengua. Dentro de un mes se realizará una actividad de difusión de su obra, de la que aquí daré mayores detalles próximamente. Pongo aquí el enlace al texto crítico «Itinerarios del alumbramiento» de Samuel Espinosa, publicado ayer mismo en la revista virtual de crítica de poesía La Estantería.


Cito un párrafo:

Es pues Negro es su rostro/ Simiente un libro en el que, como en pocos, el plano emotivo, impactante y desgarrador, se mantiene siempre en mismo vuelo que la realización formal mediante una sensibilidad absolutamente congruente y, como Esther Seligson misma, siempre llena de luminosidad.

martes, febrero 07, 2012

CLXXIV

Tiempos eunucos de la ficción literaria: prescinde de la imaginación y la belleza y reduce todo a la inteligencia y la teoría.

lunes, febrero 06, 2012

Metamorfosis de la inmóvil

Recupero aquí otro texto crítico publicado en la revista Posdata, en este caso sobre la novela Moho, de Paulette Jonguitud Acosta.

Metamorfosis de la inmóvil

De ser una obra de teatro, Moho habría de llevar como título Constanza o la inmovilidad. Un híbrido entre tragedia griega y pieza del absurdo, esta novela respeta las unidades de tiempo (narra un lapso de 24 horas), de acción (el proceso de metamorfosis de una mujer en árbol) y de lugar (todo sucede en la casa de la protagonista).


En éste, el primer libro de Paulette Jonguitud Acosta (ciudad de México, 1978), el personaje central, Constanza, narra lo que sucede la víspera de la boda de su hija Agustina. Ella se ha separado recientemente de Felipe, su esposo, a raíz de que éste se enredó con una mujer. Pero no es cualquier mujer. Se trata de la otra Constanza, la joven: una sobrina adoptada casi en el papel de hija por la narradora, con la que ésta tiene una relación cruzada por la protección y el cariño (“Pasó con nosotros los primeros cinco años de su vida, sin tener muy claro de quién era hija, pero cuando aprendió su nombre y tuvo edad suficiente como para especular, decidió que yo era su madre”).
La novela, en su brevedad, crea un escenario asfixiante y desasosegador. A esto colabora no sólo el respeto a las tres unidades sino también la prosa al mismo tiempo afilada y tersa, de expresiva fuerza visual y en la que la voz misma de Constanza establece un tono de confesión de casi desahuciada: el reproche a la traidora y el escarnio de sí misma abren las puertas a la agudeza aforística (“No la llevé en mi cuerpo, no tuve sobre ella el poder de todas las madres, que es el de la muerte”) y a una percepción de lo “anormal” que da pie a expresiones que se acercan a lo poético (“¿Quién va a aceptar haber dado a luz un duende?”). Otro aspecto que contribuye a la presentación de un mundo ficcional claustrofóbico es la exploración de lo monstruoso a la que se dedica por internet la narradora apenas empieza a advertir los terribles cambios en su cuerpo, y que abre su mirada hacia esa diferencia y otredad que naturalmente se esquivan (“Si no se le comparaba con un cuerpo humano, podría incluso ser algo bello, yo qué sé: un tronco abandonado junto a un lago, una raíz gruesa de árbol viejo”). Esa apropiación de lo “anormal” termina convirtiendo la propia monstruosidad de Constanza en una oportunidad para la introspección memoriosa, que permite conocer la historia de Constanza la joven y tácitamente crear un efecto de fallido Doppelgänger al soltar algunos episodios de la propia (“Yo también tuve el dominio de mi cuerpo como sólo puede tenerse después de los treinta, cuando una ya sabe qué hacer con sus impulsos, con el olor, con la boca”), así como para una incorporación de lo fantástico, que habla de una degradación demencial de Constanza al notar la aparición de un feto abortado por la sobrina.
Hay que señalar que la inmovilidad progresiva de Constanza no oculta una trama de final sorpresivo no en lo que tiene ver con la boda de Agustina (el presente de la enunciación) sino con la confrontación con su doble, la joven sobrina que se ha vuelto rival (el presente del enunciado): el uso de la analepsis la lleva a escenificar los sucesos trágicos que resolverían el nudo dramático de la novela hacia una deriva muy compleja. Le ahorro al lector los detalles, para no sabotear su lectura, pero no dejo de mencionar que este suceso final le da a la narradora una consistencia de notable espesor psicológico: al final nadie, ni el monstruo ni su doble la hermosa y joven, pueden llamarse inocentes.


Claro que la metamorfosis de una mujer —en este caso, en un árbol— se enmarca en una tradición kafkiana que no es ajena a la narrativa mexicana (Los recuerdos del porvenir de Garro, La cresta de Ilión de Rivera Garza, El animal sobre la piedra de Daniela Tarazona) y que no se negaría a una lectura de cuestionamiento feminista. Pero no sólo echa luz sobre el modelo de vida de una mujer mexicana de clase media de la segunda mitad del siglo XX y su vulnerabilidad ante la naturaleza infiel de su pareja masculina; también, por el destino que le depara al cuerpo de Constanza la joven, Moho demuestra la indudable solvencia narrativa de Jonguitud Acosta, al resistirse a una sola y reducida lectura: en efecto, Constanza la mayor no se puede llamar tan libre de crímenes, y su metamorfosis hacia lo vegetal tendría que ver con el cumplimiento de una vocación: la de sellar el destino de una existencia duplicada. Quiero decir: así como la joven es todo lo que la convención social le veda a Constanza la mayor ser, la confrontación de la madurez y la juventud (una suerte de versión femenina del conflicto entre Saturno y Júpiter), del decaimiento y la hermosura, presiona al monstruo a emular por fin a su sobrina, a vengarse alimentándose del abono en que se convertirá su cuerpo, y eso la lleva, entonces, a revelar el moho que desde siempre, aunque invisible, ha sido su verdadera piel.

Paulette Jonguitud Acosta, Moho. México, Conaculta, 2010. 86 pp. Fondo Editorial Tierra Adentro, 420.

domingo, febrero 05, 2012

Todas estamos enfermas

En la revista Posdata se publicó, el año pasado, este mi comentario sobre dos libros de dramarturgia de Luis Santillán: El origen del kiwi enlatado y Autopsia a un copo de nieve.


Todas estamos enfermas

Dos aspectos son centrales a la hora de acercarnos a la dramaturgia de Luis Santillán (ciudad de México, 1976): la concentración del espacio dramático y la exploración de la psicología femenina. Aspectos que, por supuesto, van de la mano.
En La historia ridícula del oso polar que se quedó encerrado en el baño del restaurante —incluido en el volumen El origen del kiwi enlatado—, tres dúos de mujeres comparten el mismo espacio escénico, una cocina con un pollo a medio destazar, que sin embargo no corresponde al mismo sitio “real”. Las indicaciones del dramaturgo plantean un reto al montaje: que para interpretar los seis personajes sólo se recurra a cuatro actrices, de tal modo que los roles de dos de ellas —Sheba e Inuka— sean actuados de manera alternativa por las cuatro; así, la noción de identidad se construye y destruye con base en un cuestionamiento de lo teatral mismo que se encuentra en hechos cotidianos que rozan lo absurdo.



Por ejemplo, la joven Aranza llega a su casa, donde encuentra a su madre preparando pollo en pipián, y le manifiesta su preocupación: tienen que huir de inmediato porque, luego de participar en un concurso de dramaturgia y no ganarlo, sabe que la asesinarán. Una de las cláusulas de la convocatoria estipulaba que los autores no premiados “serán destruidos”. La literalidad fársica con la que Aranza toma esa cláusula, y la nonchalance con la que su madre se tarda en seguirla en su apresuramiento, se empareja con los diálogos igualmente vivaces y humorísticos de Sheba e Inuka —la primera alega estar embarazada aún siendo virgen, por lo que ahora debe cambiar de oficio y dedicarse a matar a sueldo—, y los de Eréndira y Elizabeta: la primera busca convencer a la segunda de guardar en secreto la muerte de su maestra y protectora, para seguir cobrando una beca.
Las situaciones, entonces, de sí tan ridículas, no habrían de ser analizadas bajo una lógica racional; estarían en función de una propuesta lúdica que, con una precariedad de recursos escénicos, exige una apelación a lo imaginativo en el lector, el espectador o el director mismo, para sugerir de qué forma la teatralidad rige la construcción de las identidades que damos por hechas o definidas. “Por si no lo sabes, chiquita, los osos polares no van a restaurantes”, le dije Amapola a su hija, quien responde: “Eso es lo importante de mi obra. Es una obra sin sentido, sin símbolos, sin…” “Sin pudor”, completa la madre, antes de pasar a darle una lección definitiva, violentísima y no exenta de “sinsentido”, a su hija, la “fallida” dramaturga.
Echo de menos en En griego regreso se dice ‘nostos’ y en El origen del kiwi enlatado, los otros dos textos incluidos en el tomo que lleva el título de esta última, la funcionalidad dramática de La historia ridícula… Quizá estemos, frente a ellos, ante dos ejercicios más literarios que teatrales aunque, eso sí, de muy diferente signo en su apropiación del espacio asfixiante y la psicología femenina cuestionada. En griego regreso se dice ‘nostos’ busca una dicción de tinte lírico para narrar la historia circular de nostalgia y separación de dos hermanas; El origen del kiwi enlatado juega, creo que con menor ímpetu resolutivo, con papeles femeninos que parten del desconocimiento de una situación de anormalidad (“Quizá sea algo muy enfermo, pero a estas alturas es difícil determinar lo sano de lo insano”).
En Autopsia a un copo de nieve, en cambio, tenemos de nueva cuenta los dos elementos básicos de la dramaturgia de Santillán explorados hasta el extremo. Las escenas todas ocurren en el baño de una familia compuesta por una mujer y sus dos hijas. Ellas ahí no sólo se peinan y desmaquillan y se bañan, sino que hablan, pelean y se destruyen. Aquí tendríamos el estudio de carácter de una madre insensible y su hija pequeña que, por una desoladora falta de afecto, es llevada al suicidio. La obra, muy escueta en sus elementos escénicos, concentra el énfasis del conflicto dramático en la manifestación de la violencia emocional a través de la palabra. Esa violencia tiene una devastadora repercusión psicológica, y pareciera más contundente por el hecho de no incluir abuso físico.



En una de las primeras escenas, Nicoleta, la hija mejor, le dice a un perro que ha adoptado a espaldas de su madre: “Para que veas que te quiero, yo voy a enojarme contigo”. La tensión del vínculo madre-hija es reproducida por Nicoleta en su mundo imaginario, asfixiantemente reducido a la bañera y expresado en la figura del patito de hule que ha perdido y nadie le ayuda a buscar.
Natalikova, la hermana mayor, acaso por su condición de puente entre la madre y la chica muestra unos rasgos más contrastantes, y si bien no deja ver mucho de su propia condición emocional en el presente, la vemos ir, con una maleabilidad encantadora, de la desidia y la vanidad al pesimismo. Incluso podría pensarse que es ella, más que la madre con su renuencia a decirle a Nicoleta que la quiere, quien detona el trágico final de la obra. “Todas estamos enfermas”, le dice a su hermana en uno de los momentos culminantes de la obra. “A cada una de nosotras nos duele un rincón. ¿Cómo se llama tu rincón?” Posteriormente, añade: “No hay futuro”. A esto, la hermana pregunta:

Nicoleta: ¿Entonces para qué voy a la escuela? 
Natalikova: Para que tardes más en volverte loca, Nicoleta. Si nos quedáramos aquí, de pie, con los ojos cerrados, con las palmas abiertas y no nos moviéramos por cien años, al abrir los ojos ni siquiera habría polvo en nuestras manos. He aprendido dos cosas: una, el futuro no existe; dos, no hay salidas.


La nulidad emocional de Catalina, la madre, tiene muchos rasgos del egoísmo: no puede mostrar amor a Nicoleta —es más, no le tiene la menor paciencia—, siempre está estresada y con mil ocupaciones, pero no delatan, estos rasgos tan monocordes, mayor raíz en situaciones concretas del pasado o el día a día, y lo que pesa más que nada es su arrepentimiento por haber dado a luz a Nicoleta, arrepentimiento que deja salir de manera sincopada y que parece tener como causa su choque temperamental con la pequeña, antes que en las consecuencias que en el resto de su vida (¿profesional?, ¿amorosa?) haya tenido el nacimiento de una segunda hija. Así, el personaje de Catalina se queda en lo muy plano: muestra tan pocas aristas que acaso ésta sea la única flaqueza de una obra, por lo demás, precisa y contundente en su capacidad de abordar un tema terrible. 

Luis Santillán, Autopsia a un copo de nieve. México, El Milagro, 2008. 38 pp. Teatro Emergente.
Luis Santillán, El origen del kiwi enlatado. México, Conaculta, 2008. 115 pp. Fondo Editorial Tierra Adentro, 367.