viernes, mayo 31, 2013

CCXVIII

«No tenerle miedo a las palabras» no significa solapar su uso torpe, irreflexivo o carente de sustancia.

miércoles, mayo 29, 2013

Un fragmento

Creo necesario insistir en un principio ético de la escritura. Anota un personaje de Enrique Vila-Matas: «La literatura, por mucho que nos apasione negarla, permite rescatar del olvido todo eso sobre lo que la mirada contemporánea, cada día más inmoral, pretende deslizarse con la más absoluta indiferencia». Durante un buen rato se ha visto con desprecio la noción del compromiso moral. Claro: la discusión del compromiso ideológico está superada. Pero esa derrota merecida de los defensores de Stalin y Fidel Castro no puede volverse ardid para el cinismo. La sinrazón existe, el escritor vive en el mundo, el lenguaje es un hecho social: la literatura puede hacer confluir la exactitud de esas tres realidades y dar a luz obras críticas y disolventes de toda preconcepción en quien las lea. Gombrowicz en su Diario: «nosotros, el arte, somos la realidad. El arte es un hecho y no un comentario añadido al hecho».
Hablo de una postura ética y expresable, así, por la letra artística. Asumo, primero que nada, que el cliché wildeano de: «Literatura sólo hay mala o buena» esconde una imprecisión peligrosa y, para nuestro tiempo, ya desvergonzada: la mala literatura no es para estos efectos ni siquiera literatura-a-secas, y la imbricación del compromiso moral con la palabra literaria ha tenido exponentes que no pueden soslayarse: el primero es Cervantes, uno muy próximo J.M. Coetzee. El compromiso moral no debe tampoco entenderse como una apología edulcorada de los credos contemporáneos de la corrección política o, como diría Rafael Sánchez Ferlosio: de lo socialmente correcto. Juan Goytisolo expresa en una página de En los reinos de taifa: «Dar forma narrativa o poética a las ideas comunes de la época —libertad, justicia, progreso, igualdad de razas y sexos, etc.— carece de interés artístico si el autor, al hacerlo, no les tiende simultáneamente una trampa, no las ceba con pólvora o dinamita: todas las ideas, aun las más respetables, son moneda de dos caras y el escritor que no lo advierte en vez de actuar en la realidad opera en su fotografía». El compromiso moral es un compromiso con la época y sus incertidumbres, no con sus dogmas.
Pienso así que, en aras de una experimentación obligada, no podemos desentendernos del narrar porque en el narrar se cifra la expresión posible de los conflictos de la Condición Humana. Sé que estas dos palabras despiertan sospechas ante lo grandilocuentes que suenan y lo mucho que se han utilizado para no decir nada. Pero quien escribe como respuesta a una necesidad de las vísceras —y no sólo porque puede hacerlo, porque tiene oficio, dinero, internet y un cuarto propio—, quien conoce el examen quisquilloso de un mundo interior —conflictos de la herencia y la sangre, la vivencia de la furia y el desencanto, autobiografías mentales de raigambre en la perplejidad— sabe de qué se habla al decir Condición Humana.
Explico: hay dilemas morales que hoy, como ayer, son expresables por la concernida mirada del narrador. La sensibilidad ha venido mutando, sin dejar de ser fiel a su vertedero de contradicciones, a como se han transformado las relaciones sociales y las estructuras políticas. Los nuevos roles familiares y de género, la migración, los fundamentalismos y el laicismo nihilista, los modos vigentes de la violencia, el fracaso de las democracias y la relatividad ética del mercado, entre otros, dan pie, sin ánimo miserabilista ni cronístico, a la consideración de facetas propias de la condición humana —el desarraigo, la alienación, el coraje, el remordimiento, la impotencia, el miedo— y que sugieren una tentación inquietada para la verdad novelesca. ¿De cuándo acá la narrativa tiene que dejar de ser, si lo ha venido siendo desde Cervantes, dicción de una individualidad en conflicto con su tiempo? Esas realidades no son exteriores al escritor: las comparte en tanto perfiles de un aquí y un ahora que una sensibilidad imantada no puede sino compartir. Y lo humano, por supuesto, no es un lastre para el narrador. Es su veta. Hablo de la narrativa como La Saga de Adentro.
[...] La apuesta, el riesgo, la ambición consiste en cambiar el mundo, cambiando a través de la escritura la idea que el lector tiene del mundo.

Geney Beltrán Félix, de «No narrarás», en El sueño no es un refugio sino un arma, 2009.

Hay una mentira

La mentira —ingenua, cínica o pesimista— es que escribir no sirve para nada. Voltaire decía que con sus libros un escritor no logrará ni cambiar siquiera las costumbres de su vecino: hoy podría argumentarse que a pesar de milenios de gran literatura, la humanidad sigue conociendo la guerra, la pobreza y la injusticia. Entonces, ¿callar? No, ante la falla del mundo el silencio no será jamás la opción. No hay manera de afirmar que escribir no cambia el mundo sino hasta después de haber escrito, y quizá ni siquiera entonces: quizá nunca. ¿Acaso no han sido nada en la lucha por la igualdad de los derechos de la mujer los textos literarios de Virginia Woolf, Hannah Arendt, Simone De Beauvoir, sor Juana...? La literatura, afirma Gottfried Benn, «no mejora las cosas, pero hace de lo que sea algo más decisivo: las modifica... Su acción se ejercita sobre los genes, sobre la masa hereditaria, sobre la sustancia —un largo camino interior». ¿Cómo estar seguros de que no incidieron en la mentalidad de por lo menos algunos pocos de sus contemporáneos y no han importado en el devenir de las sociedades humanas los libros —no hablo de la actividad política ni de los pronunciamientos explícitos— de Voltaire, Dickens, Erasmo, de Cervantes, Balzac, Goethe, Dostoievski, Shakespeare, Lord Byron, Tolstói... tantos más? «Creer en los libros como medios de acción o no creer es ante todo eso: creer o no creer», escribe Gabriel Zaid. Pues bien: la elección del escritor novato es creer. Porque, como escribió el peruano Emilio Adolfo Westphalen: «El sueño no es un refugio sino un arma».
Tan sencillo como recordar que la invención de la escritura hizo nacer la Historia: para bien y para mal, tarde o temprano, escribir trastoca el mundo.

Geney Beltrán Félix, «La doble raíz» (2007), en El sueño no es un refugio sino un arma, 2009.

El país asfixiante

Lo que ya habían intuido literariamente Tario y Rulfo resultó la experiencia real para las generaciones nacidas a partir de finales de la década de 1960, que heredaron la nada de un país pesadillesco y terrible, con los problemas asediantes del fin del siglo: la explosión demográfica, la falta de democracia, la corrupción, la discriminación, la pobreza y la desigualdad, la violación a los derechos humanos, el crimen y la impunidad. Se trataba de un país multitudinario y asfixiante, corrompido hasta en sus actos más nimios por una casta —política, empresarial, delincuencial— y por una colectividad trepadora, injusta y cínica, una tierra y un futuro propiedad de unos pocos, un mundo sin más oportunidades para la mayoría que irse de mojados al patio vecino o ser empleados de Elektra, Wal-Mart o McDonald’s, ciudades donde tantas mujeres son violadas y asesinadas, los niños secuestrados por las redes de pornografía, prostitución y tráfico de órganos y los viejos abandonados a la indiferencia, el maltrato y la miseria a través de jubilaciones vergonzosas.
Ahora sí, por fin y sin folclorismos: un país donde la vida no vale nada.
Sólo queda esperar, si no el desmembramiento geográfico, sí la degradación social incesante.

Geney Beltrán Félix, «Historias para un país inexistente» (2004), en El sueño no es un refugio sino un arma, 2009.

lunes, mayo 27, 2013

Un viejo incidente con Heriberto Yépez

Creo recordar que el escritor Heriberto Yépez ha defendido más de una vez la libertad que dan las redes sociales para ejercer la crítica literaria. Excepto, al parecer, cuando la crítica se ejerce sobre su escritura: entonces lo toma muy mal.
A partir de un comentario en Twitter que intercambié con el escritor Rogelio Guedea, el viernes pasado, Yépez y yo empezamos una discusión. Mis argumentos se referían a sus columnas semanales en el suplemento Laberinto del periódico Milenio. Él nunca dio una respuesta concreta, ni una explicación precisa a mis cuestionamientos. Hoy, luego de no internetear el fin de semana, he visto que Yépez borró todas sus intervenciones en esa discusión.
Lo comenté así hoy en un tuit. Y volvimos a discutir.
Como no pudo defender sus columnas de mis críticas, Yépez decidió hoy desacreditarme en mi persona, resucitando un viejo incidente.
Cuando yo era editor de literatura del FCE, hace ya casi una década, tomé la iniciativa, que gradualmente habían tomado editores anteriores, de invitar a escritores jóvenes a presentar manuscritos. Como no era dictaminador, ni integrante del Comité Editorial, yo no tenía manera de incidir en la decisión de publicar tal o cual libro. Las tareas estrictamente editoriales de ese puesto son muy numerosas, de índole técnico. Pero yo sí creía posible abrir la puerta para que más manuscritos de autores más jóvenes llegaran: tenía la impresión de que el medio literario de los nuevos veía al FCE como una editorial donde publicaban sólo autores muertos o con una muy larga trayectoria. (Eso mismo he hecho en otros espacios donde en algún momento he cumplido funciones editoriales, como el Fondo Tierra Adentro o Ediciones B.)
Había sabido de Heriberto Yépez por una reseña de Christopher Domínguez, y posteriormente me encontré textos suyos. Como hice con muchos otros escritores jóvenes, incluso con algunos de quienes no había leído nada, a él (a quien no conocía y no conozco aún en persona) también le invité a enviar un manuscrito. No había en ningún aspecto el menor compromiso de publicarlo: era, sólo, que el libro en cuestión se incorporara al proceso de selección.
Sucedió que por esos mismos días recibí un ejemplar de la revista Textos, de la Universidad Autónoma de Sinaloa, dirigida por Enrique Martínez y editada por Francisco Alcaraz. Venía ahí un ensayo de Yépez titulado "Muerte crítica de la poesía en México" o algo parecido (no tengo el número a la mano). Lo leí. Fue decepcionante.
Uno de los errores de Yépez, considero, es buscar la desacreditación moral de la persona del escritor para así desacreditar los valores estrictamente literarios de sus textos. Acaso esté equivocado yo en defender la postura de que lo que nos congrega en el espacio literario es que escribimos y publicamos libros, y que sólo por ellos hemos de ser juzgados; en todo caso, a diferencia de Yépez, no considero tener la verdad última de las cosas. Pero respeto los argumentos, aunque lleguen a conclusiones con las que discrepe. Ese texto de Yépez no tenía, a mi parecer, argumentos sólidos; por decir lo menos, era arbitrario. Por decir lo más: me pareció pésimo.
Sin embargo, no tenía la confianza con Yépez para decirle abiertamente que sus argumentos sobre Paz los veía sin sustento. Le propuse que en el libro que presentara se abstuviera de anexar ensayos sobre Paz, autor de la casa. No le dije que era en realidad porque sabía yo muy bien que un dictaminador serio y exigente entregaría una opinión negativa sobre un libro con textos como "Muerte crítica". Y, sin esa opinión positiva, el libro se habría de rechazar.
Aunque ahora, que no ha tenido forma de responder a mis cuestionamientos a las fallas de sus columnas en Laberinto, acusa ese incidente como un acto de "censura", Yépez se equivoca. Esa fue una recomendación. Él en cambio está acostumbrado a no aceptar recomendaciones ni a respetar el criterio de los editores, y a considerar cualquier señalamiento que un editor le haga sobre un texto, como censura. Así hizo hace pocos años con la editora de la revista Tierra Adentro. Está equivocado. Como también está equivocado, según pienso, al rebajar la crítica literaria a la descalificación moral. Y en esas trampas que su ceguera ante sus fallas le está poniendo a su inteligencia, acaso perderemos lo que a la literatura mexicana del futuro le podría haber dado su inteligencia.

Una de narcos

El suplemento Confabulario, del periódico El Universal, ha iniciado su segunda época ayer domingo. En sus páginas incluye mi breve texto crítico «Una de narcos», sobre la novela Cuatro muertos por capítulo de César López Cuadras.