sábado, noviembre 22, 2014

Lo que viene después

Ningún hecho violento ocurre sin dejar huella. El periodista puede callar, el político no raramente habrá de buscar entorpecer la difusión del suceso o bloquear el proceder de la justicia, el criminal acaso camine por las calles sin remordimientos. Pero ante cualquier tentativa de silencio, incluso en los escenarios más abusivos de impunidad, algo punzante queda y se aviva con dolor en las personas que tuvieron un lazo con la víctima: los padres, la pareja, los hijos, los amigos, los vecinos. Alguien pregunta, alguien espera y necesita un desagravio —incluso una venganza— para encontrar una forma catártica de religación con la sociedad en que vive. Por eso la violencia, de manera distinta a como ocurre con la muerte causada por un accidente, la enfermedad o la vejez, deja demasiadas historias inconclusas: las que se ponen en marcha debido a la ausencia provocada por un poder humillante e injusto.
Aunque no es un fenómeno exclusivo de los últimos años —la relación de ofensas va desde antes de la Conquista—, sí es posible afirmar que las historias de ese cariz se han vuelto más perentorias y ultrajantes en los tiempos recientes de México. Más allá de las causas, que tendrían que ver (no únicamente) con las formas, ahora más porosas, en que circula la información y con el desarrollo de una agenda progresista internacional de derechos humanos, el grave problema de la criminalidad asociada a las estructuras políticas ha tenido una respuesta indignada en varios sectores ciudadanos. No soy politólogo ni sociólogo, y no tengo los conocimientos ni las intuiciones para especular si esa respuesta podría convertirse en un movimiento cívico que obligue al sistema judicial y político a depurarse y romper los pactos de complicidad que siguen vigentes e impunes. Otra pregunta me inquieta ahora: ¿cómo relatar lo que ocurre en la sensibilidad de quienes viven en una sociedad vulnerada por la más atroz barbarie?
La zona lunar de las comunidades, la vida invisible de los individuos, las franjas interiores en las que no la razón sino el miedo, la rabia o el desánimo dominan, son el territorio de la ficción. Habría que partir de una precisión necesaria: escribir ficción no significa inventar algo falso sino proyectar algo imaginario, es decir, no una mentira sino una posibilidad. El temperamento de quien fabula historias es el propio de quien, como tantos han dicho, ve difícil aceptar la realidad cotidiana con sus usuales términos de rutina, frustración y poquedad de horizontes, y por lo tanto se plantea en la escritura la evasión mediante la sugerencia y la exploración de mundos diferentes.
Sin embargo, existe otro rasgo en ese tipo de temples humanos: no sólo es alguien que buscaría ir por encima de eso real tan limitado que lo rodea, sino que también se vería inclinado a ir más allá de sí, a huir (así sea vicariamente) de su orbe íntimo y fácilmente tendería a la despersonalización: es alguien que puede verse a lo largo de sus días y noches especulando vivamente en torno a las condiciones en que otro individuo recibe la realidad, vive su respirar, conoce su experiencia sensible.
La prospección de sí como otro se halla en el fundamento de la capacidad que han tenido grandes novelistas para crear la psique de personajes notoriamente distintos a su biografía e inclinaciones. Este ejercicio no tiene un atributo de falsedad: consiste en el desarrollo de una habilidad de las neuronas espejo, las que se hallan detrás del registro de la compasión y la empatía, llevado a la indagación de la conducta ajena como una posibilidad elusiva del carácter propio. ¿Cómo dejar de lado el hecho de que, más allá de cualquier rivalidad o por encima incluso de una historia universal de asesinatos interminables generación tras generación desde hace milenios, los seres humanos comparten la conciencia de una similitud, y por lo tanto de una común identidad, uno de cuyos rasgos es la sujeción a un cuerpo mortal y vulnerable al sufrimiento?
¿Qué ocurre en el fabulador que vive en un entorno desmedidamente violento? Toda generalización es injusta, sin duda. Lo que sigue glosa una experiencia personal de los últimos años. Por un lado, es imposible no enterarse de, una tras otra, cada atrocidad a través de los medios de comunicación y las conversaciones, dominadas por el susto, el morbo y la preocupación, de amigos, familiares y conocidos. Hay que insistir en esto: se trata de un imposible aislamiento: las noticias llegan a cualquier sitio e involucran a los oyentes en la percepción de lo endeble que es el convenio social, pues si ese hecho ocurrió en Tamaulipas ayer o en Guerrero esta mañana podría de igual modo ocurrir mañana enfrente de nosotros, o a nosotros mismos. Y ese conocimiento, y las suposiciones que despierta, provocan una alteración: es un fenómeno al principio inconsciente, que se manifiesta a través de una imaginación paranoica y una constante de pesadillas y sueños inquietos, una respuesta a menudo enfermiza ante la realidad, un vertedero de dificultades a la hora de adaptarse de nuevo a los contratos de confianza y seguridad con nuestro entorno inmediato (el edificio, la cuadra, la colonia)… y posteriormente sólo queda una salida (no es una solución ni un remedio): proyectar en un papel esos miedos, darles consistencia de palabras para ver si así, a la luz aparentemente controlada de la escritura, es posible detenerlos, analizarlos, desvestirlos de peligro.
Lo que acabo de glosar no es exclusivo del escritor. Las alteraciones psíquicas y emocionales en quienes viven en una sociedad lastrada por la violencia son situaciones comunes. El último paso (la redacción) tampoco es una propiedad única de quienes nos dedicamos a la literatura. Aunque alguien podría argüir que ya es mucho lo que se publica, sin duda lo que se escribe es muchísimo más, y no conoce fácilmente el tamiz de la edición y la divulgación. La voluntad de pasar a papel o soltar en un teclado la experiencia traumática, vivida o temida, de la violencia, adquiere para muchas personas que quizá nunca han leído un libro un cariz terapéutico; por ello a menudo no pasa de lo confesional, sin dar pie a ningún asidero con las ventajas de la ficción en tanto un ámbito que va mucho más lejos que la consignación de la queja. Sin embargo, no conviene hacer a un lado esa voluntad sin advertirla como la expresión de una necesidad: ya en el testimonio es posible encontrar la raíz (un primer, quizá insuficiente movimiento) de la operación de desdoblarse ante lo real, de distancia crítica ante lo supuestamente ocurrido, que es un fuerte elemento distinguible en cualquier texto de ficción: las palabras no son los hechos pero sin ellas los hechos quedarían en la impunidad del olvido, no como si no hubieren ocurrido sino como si no hubieran dejado una huella de suplicio moral en nadie. Al mismo tiempo, como las palabras no son los hechos, abren la oportunidad para que, más que dejar un relato fiel de lo acontecido, bosquejen el otro lado de lo real, las caras de lo posible.

¿Qué relatar de todo esto, entonces? Sin ánimo de emitir una encíclica, yo me permitiría romper lanzas por la exploración de las secuelas emocionales y psicológicas en quienes han sufrido la violencia en sus personas más cercanas. Se trata de un acontecimiento de gran trascendencia social y que sin embargo los medios de comunicación no recogen, la clase política desoye y que con frecuencia concita el desinterés o incluso el rechazo en el prójimo: a casi nadie interesa ver el sufrimiento ajeno en su suceder, y las víctimas de los últimos años, todas, han dejado huérfanos, padres, amigos, parejas sin una respuesta. Nadie sabe qué hacer, cómo vivir eso que viene después de un suceso violento. La ficción puede tomar ese cometido: más que fabular las leyendas de los sicarios, los judiciales, los capos o los gobernantes vinculados con la génesis de este entorno tan desastrado, habría que volver la vista hacia la mayoría, esos individuos que acaso nunca trafiquen con droga ni secuestren a nadie ni jalen un gatillo, pero a quienes este presente nuestro tan destruido por la impunidad y la injusticia les ha trastocado en profundidad y quizá para siempre su vida interior. 

[Publiqué este ensayo en la revista Timonel, número 15, noviembre de 2014, páginas 10-11. La revista completa se puede leer aquí.]