domingo, diciembre 20, 2009

Tierra Adentro


El nuevo número (diciembre-marzo) de la revista Tierra Adentro trae un expediente sobre arquitectura, otro sobre Samuel Beckett, uno más sobre teatro reciente en México, otro sobre gemelos y, además de textos variados de creación (María Auxiliadora Álvarez, Alejandro Toledo, Pablo Molinet, Nadia Escalante-Andrade, entre otros), cierra con la gustada sección de crítica, Fraguas, que le incluye ensayos críticos:
* de Mariño González, sobre Julio Ramón Ribeyro, a 80 años de nacido (Ribeyro, no Mariño);
* de Silvia Peláez, sobre libros de tres dramaturgos jovenes: Martín López Brie, Hugo Alfredo Hinojosa y Jacques Bonnavent;
* de Eduardo Huchín Sosa, ensayista del sur, sobre libros de cinco narradores jóvenes del norte: Julio Pesina, Gabriela Torres Olivares, Vicente Alfonso, Jaime Romero Robledo y Cristina Rascón;
* de Irad Nieto, ensayista del norte, sobre libros de cinco narradores jóvenes del sur: Nadia Villafuerte, J.F. Castillo Baeza, Rafael Ferrer, P.E. Ferrer Franco y Luis Gámez;
* y de Francisco Alcaraz, sobre tres libros de y sobre Octavio Paz: Las palabras y los días, Un sol más vivo y Luz espejeante.

Para cerrar, aparecen notas breves de:
Sergio Loo, sobre Escenas sagradas del Oriente de José Eugenio Sánchez (Almadía) y Caballos en praderas magentas de Ernesto Lumbreras (Aldus);
Jorge Mendoza Romero, sobre Libro del errante de Jorge Boccanera (La Cabra);
Atahualpa Espinosa, sobre Crónica de una década de Odysseas Elytis (Ediciones Sin Nombre);
Paulette Jonguitud Acosta, sobre La casa de cartón de Martín Adán (Textofilia);
Nadia Villafuerte, sobre Mitos, leyendas y cuentos peruanos (Siruela);
Lucía Leonor Enríquez, sobre La tierra de cenizas y diamantes de Eugenio Barba (Escenología);
Mauricio Salvador, sobre Literatura y derecho. Ante la ley, de Claudio Magris (Sexto Piso);
y elgeney, sobre Del crepúsculo de los clérigos de Armando González Torres (Terracota).

El índice completo, aquí.

miércoles, diciembre 16, 2009

martes, diciembre 08, 2009

Rodolfo Obregón escribe sobre el montaje de Iluminaciones

Dejo aquí un enlace al texto de Rodolfo Obregón sobre el montaje de Iluminaciones, obra de Hugo Alfredo Hinojosa, realizado por Alonso Barrera: aquí.

Seligson sobre mi libro de ensayos

Mi admirada Esther Seligson se ha vuelto loca. No de otra forma se puede interpretar el hecho de que acaba de publicar un texto sobre mi libro de ensayos El sueño no es un refugio sino un arma. Su escrito se llama «El arte del ensayo» y apareció en el número de este diciembre en la Revista de la Universidad de México.



El arte del ensayo
Esther Seligson

Geney Beltrán Félix (Culiacán, Sinaloa, 1976) pertenece a una de las más sobresalientes generaciones de jóvenes creadores mexicanos (Nadia Villafuerte, narradora; Paola Velasco, ensayista; Hugo Alfredo Hinojosa, dramaturgo y cineasta; Mijail Lamas, poeta; Vicente Alfonso, novelista) del interior de la República. Novelista, cuentista, crítico, fue editor de literatura del FCE, becario por dos años consecutivos de la Fundación para las Letras Mexicanas, publicó en 2003 el libro de ensayos El biógrafo de su lector (Premio Nacional José Vasconcelos), su libro de relatos Habla de lo que sabes está por aparecer en la Editorial Jus, tiene una novela aún inédita, y colabora en las más importantes —y escasas— revistas literarias de nuestro país. Con el apoyo de Coinversiones del Conaculta ha fundado Páramo Ediciones. Su más reciente libro de ensayos, El sueño no es un refugio sino un arma, acaba de ver la luz en los Textos de Difusión Cultural de la UNAM.
Si como narrador Beltrán Félix es dueño de un estilo severo por directo y claro, directo por neto y sin concesiones estilísticas, neto por darle a las palabras el peso de su más pura esencia; como ensayista estas virtudes —severidad, exactitud y claridad— se acentúan enriquecidas por una ironía nada exenta de “crueldad” en la mirada con que enfoca el fenómeno de La Cultura en la actualidad de unas circunstancias que han desvirtuado hasta la más completa banalización todo concepto, contenido y sentido justamente de la cultura, con y sin mayúsculas. Y en tanto devorador de libros, GBF es un agudo lector curioso ávido de Conocimiento (no únicamente de la información actualizada que requiere un crítico), de encuentros insospechados, y seducciones imprevistas.
El sueño no es un refugio sino un arma, título tomado de un verso del poeta peruano Emilio Adolfo Westphalen, constan de 25 ensayos que reflexionan sobre el ensayo y la reflexión (no juego con las palabras, aunque no dejo de guiñarle un ojo al espíritu lúdico subyacente en el libro), la necesidad de una nueva crítica literaria (venturosamente para las artes dentro de cada generación aparece un selecto grupo con esa “inevitable compulsión a expresarse” que lo caracteriza como si antes de él y después de él no existiese más que el Diluvio), la urgencia del rescate de la tradición humanística, de la escritura como agente de transformación personal y social; otros ensayos revaloran presencias literarias “de culto” como Nellie Campobello, Francisco Tario, Efrén Hernández; otros más buscan calar con nueva mirada en las escrituras de Salvador Elizondo, Sergio Pitol, del médico Francisco González Crussí, la dramaturgia de Óscar Liera, sin desdeñar un vistazo hacia la más reciente escritura de provincia, Élmer Mendoza, César López Cuadras, Nadia Villafuerte.
El sueño no es un refugio sino un arma trata, pues, del “retrato intelectual” tanto de su autor como de quienes lo leemos, interlocutores ideales por cuanto nos sitúa en el aquí y ahora del acontecer cultural artístico de nuestro mundo globalizado. A fin de cuentas, en efecto, de lo que es cuestión en un ensayo es de dar testimonio del momento en que vivimos y su entorno histórico específico.
La eterna pregunta “por qué, para qué, para quién escribo”, no tiene hoy como antaño más que una respuesta: se escribe de cara a “Dios” —a ese “trasfondo mítico de toda aventura humana”—, para dialogar con el único Interlocutor posible: la propia palabra, la propia condición humana y, a partir de ahí, con nuestros semejantes, con el Otro (que no soy yo mismo). En esta nuestra época de desencanto y cinismo, de desazón y rabia, Beltrán Félix le exige al escritor (y hace una tajante distinción entre el “escritor artista” y el “escribidor”) un claro compromiso moral ineludible con “lo ético literario”, un imperativo de autenticidad, de honestidad con la Palabra y de ésta con la Escritura: prohibido poner la literatura al servicio de la época (y no insistamos en cómo “la época” ha adelgazado a la palabra a niveles de anorexia pandémica).
Sin embargo, GBF no es un idealista al estilo de la bohemia decimonónica (y que aún subsiste entre los reciclados de 1968), pues acepta que el artista que hoy en día “se muere de hambre” ya no existe. Ahora bien, que El Arte no ha cambiado al mundo es una verdad de Perogrullo. Tampoco la política o la religión lo han hecho (tal vez lo único evidente hoy sea el “cambio climático”), lo cual no obsta para continuar reflexionando, escribiendo, danzando, haciendo música, teatro: creando y recreando, en suma, “ante la falla del mundo”.
Cambiar, no; trastocar, sí. Pues para Beltrán Félix “la escritura es un incendio íntimo del que no es factible salir intacto” (como en El sacrificio de Tarkovski, se me ocurre la asociación), de ahí que a través de la perspectiva interna del escritor sea posible trastocar la visión del mundo del lector y renovarla de manera profunda y auténticamente personal. Bajo el lema “escribir trastoca el mundo” a través y gracias a la lectura, y a la relectura (de los clásicos como base incontrovertible), el ensayista pretende alterar, confundir, la comodidad, el acomodamiento, lo acomodaticio de nuestra actitud de lectores frente al Libro (no en balde GBF es un afanoso lector de George Steiner, por mencionar sólo al crítico más “popular” de entre los muchos que cita en el bagaje de sus nada diletantes lecturas), sin hacerse concesiones a sí mismo al sancionar los vicios de su presente en tanto crítico, ensayista y narrador, el presente de nuestras Letras contemporáneas, las suyas, y del gusto y preferencias de sus lectores.
Pero, “trastocar la idea que el lector tiene del mundo”, ¿no es una utopía? Justamente. Y en eso consiste el compromiso moral que se le pide al escritor artista, al arte. Beltrán Félix no cae en el regodeo de lapidar a la contemporaneidad falaz del best-seller (¿a qué redundar en lo tan obvio?), a la facilidad del consumismo de entretenimiento y enajenación. Señala lo que hay que señalar y pasa a lo sustancial: a buen entendedor pocas palabras. Esa insistencia en “un principio ético de la escritura” busca instaurar al diálogo como desafío al pensamiento pasivo y conformista, subvirtiéndolo. No obstante, y en ello radica la lucidez del ensayista, no me está pidiendo a mí como lector que esté necesariamente de acuerdo con él, de hecho no me pide nada más (ni nada menos) que reflexionar por mi cuenta, un detenerme introspectivo para considerar y reconsiderar, para rumiar y digerir, para ensayar (gustar, catar, saborear, son algunos de los sinónimos que propone Martín Alonso en su añeja e insustituible Ciencias del lenguaje y arte del estilo), analizar mis propias incertidumbres culturales, políticas, sociales, morales.
Independiente y alejado de las “redes de poder” (¿existen?, ¡vaya ingenuidad!) dentro del medio literario, Geney Beltrán Félix cuenta con la soltura necesaria para decir lo que piensa desde su muy personal criterio (¿y acaso existe otra forma que pensar que no sea personal?) y compromiso único con la Palabra, con la letra escrita, con la Literatura, con el Libro, a partir de su propio compromiso de claridad, de autocuestionamiento (“yo profeso la fe de la duda”), de recapitulación autocrítica de su acervo de “bienes culturales”, y decirlo merced al ensayo de crítica literaria (casi casi como una fatal compulsión a expresarse), instrumento que da “luz sobre el fenómeno de la letra en su nexo con el mundo”. Y reconforta que esta generación (algunos de cuyos principales nombres se mencionaron al inicio de este texto y que igual insisten en el principio ético de la escritura), a través de sus voces más lúcidas, recobre, llamémosla así, la visión mítica—¿mística?— que ha sido desde los Orígenes el objetivo de la Palabra: una mirada omniabarcante presente y eterna, antigua y contemporánea, concreta y polisémica, íntima y universal “que proporciona material para nuevas reflexiones”, pues reflexionar es esencialmente transparentar: la coexistencia —por ejemplo entre otros asuntos de trascendencia— de las incompatibilidades, de las incongruencias, las posibilidades de lo irrepresentable, inarticulable, el silencio de los dioses…
Si el papel editorial de las publicaciones de la UNAM, y de cualquier editorial, es el de la difusión, nunca mejor lugar para que este libro, El sueño no es un refugio sino un arma, “ensaye” su poder para trastocar a los estudiantes que lo lean. Es decir: que si leer es la posibilidad de dejar surgir dentro de uno mismo lo extra-ordinario, aboguemos porque el departamento de distribución de la Dirección de Literatura provea a las librerías con el dicho libro y propicie en sus lectores, por mínima que sea, la semilla de un deseable trastocamiento en su manera de ver el mundo de la cultura que nos tocó vivir. Amén…

lunes, diciembre 07, 2009

Enlace sobre El sueño no es un refugio sino un arma

El periódico Milenio, en su edición de hoy, publica un texto crítico de Mary Carmen Sánchez Ambriz sobre mi libro de ensayos El sueño no es un refugio sino un arma. El enlace, aquí.


Esta contradicción que la autora señala entre los ensayos de tono pesimista y el texto final, elogioso del libro de cuentos de una escritora contemporánea, fue una cosa deliberada. Sé, claro, que de nada sirve decirlo fuera del libro, pero contra el desencanto extremo que provoca la contemplación de tanta banalidad ubico el talento de quienes, exigiéndose un compromiso literario igualmente extremo, vienen con obras notables.

Nuevo libro de Enrique Florescano


viernes, diciembre 04, 2009

Dos enlaces

Una entrevista de Ricardo Solís a propósito de Habla de lo que sabes, en La Jornada Jalisco: ir a la página 8 de este enlace: aquí.

Una nota de José Antonio García Sandoval sobre El sueño no es un refugio sino un arma, publicada en cultura.unam: aquí.

jueves, diciembre 03, 2009

La FIL sigue, caramba...

La FIL de Guadalajara sigue... y mi libro de relatos, Habla de lo que sabes, se presentará este sábado 5, a las 4.30 pm, en el Salón Mariano Azuela, con los comentarios despiadados de José Israel Carranza.

miércoles, diciembre 02, 2009

Sobre Evelio Rosero

La revista Nexos de este mes incluye mi texto crítico "El miedo a volverse animal", sobre la novela Los almuerzos, del autor colombiano Evelio Rosero.



El miedo a volverse animal
Geney Beltrán Félix

Evelio Rosero, Los almuerzos. Tusquets, Barcelona-México, 2009. 136 pp. Andanzas, 669.

Los ejércitos (2007), su novena novela, lo dio a conocer fuera de su país como una revelación extraordinaria. En esas páginas (un relato de guerra), el autor, nombre ya identificado de la ficción colombiana más inmediata, daba cuenta de una variación particular del lenguaje radicado en la narrativa hispanoamericana, franja literaria que por lo demás ha esgrimido tantas audacias en la apropiación mestiza de esa lengua que llegó con el imperio para mutar en el signo común, con todo y sus muchos rostros locales, de casi todo un continente. Sin caer en la indeterminación ni en lo incomprensible, la sintaxis y el fraseo de Los ejércitos trasplantaban a la voz de Ismael, su viejo narrador y principal personaje, el miedo descendido a la psique (y a la de todo un pueblo) por la violencia de la guerrilla y los secuestros. De tan contundente el decir violentado de ese narrador, Evelio Rosero (Bogotá, 1958) dejaba intuida una lección: difícil hallar una trasgresión estilística más radical que aquella que surge, hendida por la dislocación interior de las emociones, de la misma carne de la realidad, en ese caso, del perseverado recuento de una víctima como las muchas que ha dejado a su paso el caos de la guerra interminable.
De ahí saldría la fuerza plástica de este lenguaje literario. Estamos tratando con un estilista muy escasamente correcto, pues noción y ambición de estilo, claro que las tiene, pero es la suya una escritura sintácticamente móvil e desazonada, de una impropiedad elegante e irónica y un talante incluso pérfido a la hora de operar con imágenes poéticas, elementos todos que logran concretarle una independencia, a veces ominosa, a la presencia de los objetos, a los gestos y rasgos de los personajes, a los lugares. Mucho de lo que se advierte también, magistral, en Los almuerzos (2001).
Ésta, séptima novela de Rosero y ahora reeditada, narra el final de un día en la vida de Tancredo, acólito en una parroquia bogotana a quien lo acompaña, cual si se tratara de la etimología física de su mismo respirar, una joroba. Esbozado con gran adultez estilística y dominio en la construcción caracterológica, este microcosmos ficcional, visto desde la perspectiva de Tancredo —un viejo sacerdote, el abusivo sacristán y su ahijada, las tres cocineras de siempre sufridas—, se ve trastocado por el arribo (una noche tan lluviosa y turbulenta como el lenguaje de varias partes del libro) del cura Matamoros, un misacantano de estirpe dionisiaca que con su voz de evasión ensoñada y ésa su gozosa tendencia a la bebida desata y poco menos que justifica los deseos de venganza de los explotados subalternos.
Los almuerzos no sólo tiene el tino de refrescar el abandonado tema de la vida religiosa (con una malicia que no avergonzaría a Singer), sino también de crear un personaje como ese jorobado de (más allá de su simplicidad engañosa) tan consistente densidad interior. Los elementos recurridos en el dibujo de Tancredo son varios: el miedo a convertirse en un animal, el deseo y rechazo del cuerpo femenino, la apenas entrevista resmungación contra el cura y el disgusto abierto del sacristán, su propensión ingenua por los estudios, etcétera. Rosero deja ver así vigente la exigencia nabokoviana de hacer vecinos estilo y personaje, en una operación fabuladora que reivindica al lenguaje narrativo como una penetrante arma de estudio de los temperamentos, es decir, un artefacto expresivo capaz de definir apariciones de lo vivencial mediante la traslación al mismo orbe de lo sintáctico de los conflictos producidos por un nudo de estímulos, apetencias y percepciones, lo que da como resultado una prosa que en su volcánico narrar parecería tener miedo, como le ocurre al mismo personaje, de volverse un animal balbuceo, una pura ofuscación gutural de movedizas modulaciones.
Llegados a este punto, podríamos cerrar con lo más fácil. De preguntarnos: “¿qué le falta a las novelas de Rosero?”, no habría un espacio grande (digo) para enlistarle achaques numerosos. Pues gracias a sus varios y audaces recursos fabuladores, en esa confluencia venturosa de la dicción y lo por ella construido, Evelio Rosero se advierte como uno de los profundos y contundentes novelistas de la lengua, ya de inclusión merecida en la nómina más escrupulosa de la ficción contemporánea.