El poeta Jesús Ramón Ibarra ha escrito un texto crítico de mi novela Cualquier cadáver para la nueva revista Aldea 21. El enlace está aquí.
Cualquier cadáver
Jesús Ramón Ibarra
¿De qué manera salvaguardar el presente mexicano, ese territorio donde laten el cinismo del poder, la fiesta permanente del crimen, el pueblo ejerciendo su derecho histórico a la dejadez o a la ilusión colectiva encarnada en caudillos, políticos mendaces o mandatarios de catálogo? ¿No ha sido la literatura reciente mexicana el mejor bastión para que esa realidad se disuelva en las posibilidades de un lenguaje transgresivo, un lenguaje que busque sus asideros discursivos en los registros cotidianos, un lenguaje que dimensione la sonoridad de sus propias búsquedas? Imposible narrar el presente con elegancia, con una dimensión clásica de la escritura, con una lírica cuyo andamiaje sea la abstracción vacía. Se trata, como pide Imre Kertesz, de registrar los últimos estertores.
Hacia finales del sexenio pasado, bajo una gestión generosa del poeta Jorge Esquinca, salió a la luz el libro colectivo País de sangre y fuego, una colección de poemas cuyo tema central era la patria diezmada, la nación disgregada entre la versión oficial y los rastros de la sangre doméstica. Fue un meritorio ejercicio que impugnaba, a través de textos de diversa factura, la estrategia fallida de Felipe Calderón contra el crimen organizado. Sin embargo, la guerra de Calderón, extendida a lo largo y ancho del país, se concentraba en tres nociones distinguibles: el aparato gubernamental, con sus abusos de poder, sus usted disculpe y sus altos niveles de corrupción; los cárteles de la droga en México, sus disputas, la aniquilación del entorno a golpe de presunción y ejecuciones, sus múltiples caras: la extorsión, el comercio ilegal, el secuestro. La sociedad civil, agazapada, apocada, sierva de un hartazgo no manifiesto que le permite aspirar, cada tres o seis años, a esa entelequia llamada cambio. Se trata de un ciclo eterno. De una gigantesca rueda trituradora cuyos alcances no tienen fin.
¿Han cambiado las cosas desde entonces? No. Al contrario, se han recrudecido. El crimen organizado es más fuerte. Los homicidios culposos duplican las cifras del sexenio de Calderón; el secuestro, los feminicidios, la violación de los derechos humanos, la relación cruenta del crimen organizado con la política no ha hecho sino perfeccionar el régimen de desconfianza y miedo en el que vivimos nomás rebasamos la puerta de nuestra casa, o entramos en ella. Así pues, esta realidad se ha vuelto más sórdida pero también más frívola. Las redes sociales no han hecho sino reestructurar, a su manera caprichosa, la desinformación, el horror colectivo, la indignación social y la intolerancia. Todos hemos hecho la revolución desde la apacible comodidad del hogar, con un like o un selfie de hastío.
Así pues, sólo una narrativa elaborada desde la entraña puede asentar sus búsquedas en esos terriorios de la incordia, la desazón, la imposibilidad de sobrevivir a las sútiles formas de barbarie que impone el entorno. Eso hace Geney Beltrán en su valiente novela Cualquier cadáver.
En primera instancia, nos ofrece un México que sirve como escenario de ejecuciones, crímenes atroces, psicosis social y un sistema político que se ampara en el ominoso poder de los medios de comunicación. Por otro lado, se despliega ante el lector la vida de Emarvi, un escritor en ciernes que trabaja para una editorial pequeña, nativo de Durango, avecindado en Culiacán desde muy chico. La captal sinaloense encarna ese bastión inexpugnable donde los criminales y su entorno navegan sin trámite, de la mano de un corrido, a los niveles de la épica sustantiva. La historia transcurre entre esta ciudad y el DF, una ciudad convulsionada por las marchas y protestas que defienden a un político popular de izquierda, llevado de la mano por los dueños del poder en México, la televisión, a la picota social, acusado de todo tipo de vejaciones. El relato de Geney nos permite ubicarlo, en el tiempo, en una suerte de escenario expandible entre la guerra calderonista y el reposicionamiento de la violencia atroz en la vida doméstica del defeño.
Emarvi, a pesar de su potencial como intelectual y creador, está al borde de un colapso debido a su incapacidad para vivir rodeado de dudas, descalabros amorosos, culpa soterrada. Es a partir del secuestro de su hijo cuando el personaje se desmadeja, emocionalmente, hasta fundirse con esas dos realidades que le ofrece ela historia: la Ciudad de México, capaz de ofrecer sus perfiles más retorcidos y siniestros, y Culiacán, la ciudad que adoptaron sus padres y donde su madre quiere llevar a buen puerto una casa nueva, luego del suicidio del jefe de la familia y la muerte de una hija. Culiacán representa la ciudad ignorante, sumida en el fango de esa vida criminal opulenta y visible, capaz de sacralizar a sus próceres narcotraficantes, de salvaguardar sus formas de conducta e imitar sus gustos musicales y estéticos. Emarvi forma parte de esta violencia y la practica. Aunque dentro de él latan ideales que suenan absurdos, en el fondo no es más que una forma de ese paisaje convulsionado que diseñan tanto las malas noticias como la esperanza.
Cualquier cadaver es una novela que concentra, en un primer plano, una escritura vigorosa, sincopada, casi balbuciente que encuentra en el registro coloquial, en la oralidad del lenguaje, en los neologismos, en la proliferación del artículo como un elemento de proximidad lingüística, las mejores armas para desplegarse. En un segundo plano encontramos una escritura reflexiva, concentrada, crítica, puntual, que nos habla de la novela desde la novela y traza su universo narrativo casi en el plano de la consciencia del o los personajes.
Se trata también de una novela conmovedora, rasgo que acaso corra por cuenta de los apuntes que va dejando Emarvi en un cuaderno, dirigidos a Adrián, su hijo, y que son la única forma de establecer un vínculo afectivo con él.
El final es trágico, porque Mexico es trágico y los protagonistas de su presente nos movemos como el coro de este gran montaje colectivo.
Bitácora de Geney Beltrán [χe’nɛi bel’tɾan], escritor mexicano (Tamazula, Durango, 1976).
domingo, marzo 15, 2015
miércoles, marzo 11, 2015
La violencia interior
CCXXVI
La lógica del poder exige hacer creer al ciudadano que el único modo de transformar el poder es insertándose en sus estructuras, aceptando sus condiciones. Es decir: renunciando a transformarlo.
martes, marzo 10, 2015
CCXXV
El poder se afirma mediante los rituales. Y ahora su aspiración es lograr que también nuestra inconformidad tenga la naturaleza simuladora —e intrascendente— de un ritual.
domingo, marzo 08, 2015
Días de bilis negra
Publica hoy el suplemento cultural Confabulario, del periódico El Universal, un texto crítico del admirado Eduardo Antonio Parra sobre mi novela Cualquier cadáver, "una novela madura, ambiciosa, que se define a sí misma y cumple con su intención de llenar de angustia e inquietud a sus lectores. Una apuesta de Geney Beltrán Félix por el realismo brutal como estrategia para reflejar el caos de nuestro tiempo. Un paseo por el infierno muy difícil de olvidar", concluye Parra. También se publica una entrevista que me hizo Gerardo Antonio Martínez sobre algunos aspectos del libro.
viernes, marzo 06, 2015
El coraje de un fantasma
En 2007 publiqué en la revista Cuaderno Salmón un ensayo sobre la escritora mexicana Nellie Campobello, la autora de Cartucho. Ese texto está incluido en mi libro El sueño no es un refugio sino un arma. Lo rescato ahora por el mero gusto de releer a Nellie.
EL CORAJE DE UN
FANTASMA
Nellie Campobello
es un fantasma. Literalmente.
Me cuenta
su sobrino Carlos: veinte años después de su muerte, una Nellie invisible
vuelve del Más Allá y hace perdidizos expedientes, reúne a personas distantes
merced a un azar sospechoso, se obstina en que el número 7 presida siempre las
cosas que la atañen —números de oficios, de contratos, de teléfono— y trabaja,
paso a paso, contra el olvido que sufre y la brutalidad que la llevó a la
muerte.
Nacida en la norteña Villa Ocampo, en Durango, en al parecer 1900,
Nellie murió en circunstancias espantosas hacia agosto de 1986. Conocidos suyos
se aprovecharon de su confianza y la secuestraron. Para entonces, muchos de sus
amigos y parientes habían muerto. Era una figura destacada de la danza; además,
poseía una muy rica colección de arte mexicano. Las versiones señalan que sus
captores la mantuvieron alcoholizada y drogada, que la hicieron sufrir de
hambre y violencias para que firmara documentos con los cuales entregaba sus
bienes. Su muerte no vino a ser conocida y confirmada sino hasta 1999. Aún no
se ha castigado a sus secuestradores y asesinos: tampoco han logrado
recuperarse sus propiedades.
Pero veinte años después de su muerte, Nellie regresa, también, a la
literatura. En 2007 el Fondo de Cultura Económica publica su Obra reunida: Cartucho, su libro mayor (1931), Las manos de Mamá (1937), los Apuntes
sobre la vida smilitar de Francisco Villa (1940), sus poemas y el ensayo
autobiográfico que sirvió de prólogo a la edición de Mis libros, de 1960.
Nellie regresa a las letras mexicanas, pero habría que decir, en
honor a la exactitud, que escasamente ha estado antes. Nellie es un fantasma en
nuestra literatura. Se le ha leído poco debido a que sus apariciones han sido
infrecuentes: apenas se le ha publicado. Cartucho,
por ejemplo, ha conocido sólo seis ediciones en 75 años. Tan es así que la
recopilación canónica de la cultura nacional del siglo XX, Lecturas Mexicanas,
no lo incluye —y da pena decirlo— en ninguna de sus cuatro series. Tampoco
figura en la nómina de clásicos hispanoamericanos de la colección Archivos.
Ella misma, acaso, contribuyó a su presencia mínima: cedió el
terreno muy pronto. Y lo digo porque, si bien hay testimonios de una continuada
escritura, ante la recepción pobre de sus dos tomos de narrativa Nellie —luego
de la reunión de su obra en Mis libros— ya nunca publicó otro título. No
insistió más: y el prólogo a ese volumen de 1960 constituiría no sólo una
recapitulación de su escritura sino también, asumo, la última llamada a la
crítica y los lectores. Una llamada, no obstante, que se quedó sin respuesta.
Aunque, con todo, demos lugar a un matiz: hubo ciertas voces
—digamos: Martín Luis Guzmán, Ermilo Abreu Gómez, Antonio Castro Leal, Emmanuel
Carballo— que aplaudieron la dignidad de sus textos, pero esos dictámenes no
lograron contravenir finalmente el ayuno editorial.
Ahora, se supone que los buenos libros se defienden solos. ¿Qué
sucedió en este caso? ¿Por qué no ingresó la obra de Nellie Campobello al canon
reconocido de nuestra literatura? Fernando Tola de Habich habla de ninguneo.
Especulo, preciso: a la misoginia —lugar común en la conducta de los
escritores— se habría aliado el desinterés del crítico a siquiera hojear la
obra de una bailarina célebre que hacía sus pininos, previsiblemente fallidos,
en el terreno de las letras, pues el sólo-escritor tiende a desconfiar de la
múltiple ambición de un artista del Renacimiento. Quizá, también, el hecho de
haber publicado tan poco y luego nada: al abdicar a la constancia en los
estantes de las librerías con nuevos títulos, la misma Nellie pudo haber
colaborado a que el crítico o el estudioso, sin leerlos, catalogase Cartucho y Las manos de Mamá como pecados de juventud a los que se habrá de
compadecer con el olvido.
Pero el tiempo pasa: nuevas generaciones, otras circunstancias
exigen periódicamente una redefinición del canon. Y hoy, de mayor pertinencia
que discernir por qué la obra de Nellie no interesó en su momento (situación,
entiendo, ya no corregible), es volver a sus páginas y examinar la validez de
su lectura en los inicios negros de este milenio. ¿Cuál es el lugar de Nellie
y, sobre todo, de Cartucho, su obra
principal, en la literatura mexicana?
Advocación furiosa del fantasma
La pasión de
Nellie fue la danza, cierto; pero hablo de una Nellie de la furia en las letras
mexicanas por sus motivaciones vueltas realidad en sus textos: «Mis libros los
he escrito para contestar ofensas o para pagar deudas», le dijo, brusca, a
Emmanuel Carballo en la entrevista recogida en Protagonistas de la literatura mexicana. Parecería, entonces, como si ella no hubiese escrito por una
suerte de vocación integral, no como respuesta a un llamado expresivo íntimo y
genético, equivalente al del grafómano para quien la escritura es una adicción
compulsiva, o a la del dostoievskiano caído en el dominio expiatorio de la
introspección a través de la palabra —no, nada de eso; hablaríamos antes bien
de una Nellie obediente a su visceralidad panfletaria contra ciertos hechos de
la realidad.
Su aparición en la narrativa, con Cartucho, habla de coraje. Coraje entendido como ira y también como
valor: hablemos de Historia. El asesinato de Francisco Villa en 1922 no puso
fin a la campaña denostadora de su lucha; al contrario, el triunfo del ejército
constitucionalista y el establecimiento del régimen de los presidentes Álvaro
Obregón y Plutarco Elías Calles en esa década dieron la pauta para que los
villistas siguieran siendo exhibidos en periódicos y libros como bandidos
salvajes.
Pero frente a la Historia de los vencedores, Nellie tenía su verdad.
Cartucho relata historias de soldados villistas —fusilamientos, huidas,
balaceras: muertes, siempre trágicas— y los presenta como seres humanos, con
luces y sombras: valientes, idealistas, tímidos o angustiados, pero también,
algunos, sanguinarios y mezquinos. Todos ellos tienen nombre y apellido, al
menos un apodo: los hay generales, como el mismo Villa, Tomás Urbina, Rodolfo
Fierro, Felipe Ángeles, y otros son muy jóvenes: Pablo López, El Kirilí,
Cartucho, José Rodríguez, cuyo papel en la lucha sólo se halla consignado en
las páginas de este libro. De ellos se sabe poco: la «biografía» en cada caso
llena página y media, a veces dos. El episodio medular es, casi siempre, su
muerte.
Colérica, Nellie explicita hacia el final del relato «Nacha
Ceniceros» el sustrato panfletario de su prosa: «La red de mentiras que contra
el general Villa difundieron los simuladores, los grupos de la calumnia
organizada, los creadores de la leyenda negra, irá cayendo como tendrán que
caer las estatuas de bronce que se han levantado con los dineros avanzados».
Valiente, Nellie no ignoraba que su escritura enfurecida habría de ser vista
con repulsa por los enemigos póstumos de Villa. La respuesta fue, entendemos,
de indiferencia.
Recapitulo.
Nellie habría escuchado de sus amigos villistas y de su madre las
palabras aún no escritas de Edmond Jabès en Le
Livre des questions: «Que ta mémoire soit ma maison». Que tu memoria sea mi
casa, que mi casa esté en tu memoria. Nellie habría obedecido: obedeció, y
escribió primero Cartucho, después Las manos de Mamá, como recintos
perennes —el segundo, acaso, un tanto cursi— para sus Dorados y su madre.
...Aunque, claro,
la motivación confesada —ese propósito de vengar las injurias— sería por entero
fútil y olvidable de no haberse visto trasmutada en una expresión vigorosa.
Y no. No es olvidable ni fútil: en las páginas de Nellie el panfleto
se volvió literatura.
Una escritura en el destiempo
Nellie Campobello escribe minificción
sobre villistas desde la mirada de una niña, en el momento en que impera la
novela naturalista, de connotaciones épicas y óptica masculina, sobre el
movimiento revolucionario expoliado por los mismos enemigos de Villa.
A destiempo, Nellie escribe relatos breves que no podrían ser leídos
por los escritores nacionalistas de esos años como la expresión de los impulsos
de la raza en la Revolución. Sencillos, con un hálito de narración oral, no
sólo aparentarían una escasa ambición literaria (¡los contaba la voz de una
niña!): también, el panfleto habría saltado bruscamente ante la percepción de
sus contemporáneos.
Y peor todavía: al tratarse de retratos fugaces y no de una novela
total, la visión de la lucha armada es en Cartucho fragmentaria,
casuística, azarosa. Nellie no postula una interpretación ulterior, una mística
trascendental del movimiento como un todo, como una fuerza de la Historia. Hay
sólo un por qué, no El Para Qué: los villistas en Parral, Chihuahua —donde
vivió Nellie su infancia y su adolescencia— peleaban porque estaban hartos de
las injusticias del gobierno de los ricos. Punto.
Rehusándose a filosofar sobre La Revolución, Nellie narró de las
mujeres y los hombres en la pelea, entre las balas. Al hacerlo, obedecía al
dictado de la ficción y no de la metafísica, la historia ni la sociología. «La
literatura difunde lo individual, lo particular, las cosas, los colores, los
sentidos y lo sensible contra el falso universal que uniformiza y nivela los
hombres y contra las abstracciones que los esterilizan», postula Claudio Magris
en Utopia e disincanto, con esa dúctil
magia suya para darle seductora expresión a un, ciertamente, lugar común de la
cultura literaria.
Pero no es sólo la sencillez de una mirada directa y fresca de niña
que narra historias particulares. A Nellie, como a todo gran narrador oral, le
concierne un dogma: la eficacia. «Y esta visión objetiva, natural, impávida, ha
pasado a un estilo breve, ceñido, pintoresco, en cuyas frases cortas y a veces
lapidarias hay sentido reconcentrado, concisión popular y emoción
cristalizada», afirma Antonio Castro Leal de Cartucho. ¿Cómo le hizo Nellie? ¿De dónde le vino esta sabiduría
narrativa?
En su estudio Nellie
Campobello: Eros y violencia, Blanca Rodríguez señala una lista de lecturas
probables de la adolescente y joven Nellie: la Biblia protestante, Los tres mosqueteros, Las mil y una noches, Heriberto Frías.
Es decir: netos, estrictos fabuladores. Observa Rodríguez además en la de Cartucho «una prosa vigorosa y ceñida en
su escritura original, gestada en el
lenguaje de la conversación». Éste es el punto: si bien se murmura un
pulimento estilístico de Martín Luis Guzmán, su editor y amigo, la efectividad
literaria del libro se cimienta en su estrategia de narrativa oral. En busca de
naturalidad, Nellie recurrió a las dotes discernibles en una contadora de historias,
la narradora comunitaria que salvaguarda los secretos necesarios de su tribu.
Los relatos, según acusa su estructura, se sustentan en testimonios:
algún personaje presenció una balacera, una emboscada, un fusilamiento, y en
los entretiempos apaciguados de la guerra, al pasar a la casa de la madre de
Nellie, cuenta las incidencias. En otros casos, Nellie misma fue testigo de un
encuentro entre villistas y carrancistas, o se fascina con el espectáculo de un
cadáver que ha quedado frente a su ventana después del concierto de las balas.
Esta perspectiva directa, que por cierto impide glorificar a los
villistas —pues el de ellos es un retrato múltiple, donde, como he dicho, la
valentía no clausura las posibilidades de la mezquindad y la traición—, se fortalece
con el aliento lírico de muchas de sus rápidas, sugestivas imágenes: «va blanco
por el ansia de la muerte», «Le cayó muy bien la cobija de balas que lo durmió
para siempre», «Eran como cristalitos rojos que ya no se volverían hilos
calientes de sangre», frases precisas que le dan un ágil robustez a los
relatos.
Tenemos entonces: minificción, fragmentismo, mirada infantil,
narrativa oral, imaginería concisa. Y, además, villismo. En 1931.
Nellie escribió una obra sustentada en rasgos ausentes de la narrativa
naturalista de sus contemporáneos. A destiempo, es decir: hacia el futuro.
Jorge Aguilar Mora, en su prólogo a Cartucho
en la edición de Era, del año 2000, postula, y no yerra al hacerlo, una
descendencia secreta de este libro:
la novela publicada en 1955 por Juan Rulfo, en la que fulgurarían con
genialidad ciertas virtudes narrativas ya esbozadas en el volumen brutal y
luminoso publicado en 1931 por la joven bailarina.
Nellie sería acaso
también, entonces, un fantasma rulfiano, no imposible en las páginas de Pedro Páramo. La definirían como personaje literario las incidencias de su vejez y
su infancia: su vivencia niña del vendaval violento en la Calle Segunda
del Rayo, de Parral, y su cautiverio y muerte inhumanos siete décadas después
en la capital de la república. Ambos hechos le habrían exigido el retorno después de morir, su condición de
inquieto fantasma que —como me informa su sobrino Carlos, a quien conocí hace
un año gracias a las exactas artimañas de Nellie rediviva— distrae expedientes,
fomenta encuentros entre desconocidos y, con terquedad, actúa en 2007 contra el
olvido.
Nellie entre nosotros
«Una época se
juzga no sólo por aquello que produce, sino también, quizá aún más, por aquello
que valora y sobre todo que revalora del pasado», señala Mario Praz en Il patto col serpente. De aquí surge la pregunta: más allá
de su interés para la historia literaria y las novelas de fantasmas, ¿por qué
revalorar a Nellie Campobello?
Es inusual que hablemos hoy de «nuestros escritores». Taine,
decimonónico, argüía que la mejor manera de conocer el «genio» vital de un
pueblo es adentrándose en su literatura. Sin embargo, de vuelta de un siglo
desgarrado por utopías sangrientas, las identidades nacionales no son ya vistas
sino como ficciones peligrosas, como máscaras sedientas de sacrificios. Hoy,
¿qué comunidad, la voz profunda de cuál México se encuentra expresado en
su producción literaria? ¿Cómo hablar de «nuestros escritores» en 2007, cuando
la noción misma de comunidad no casa con la de este país descoyuntado en su
médula por la corrupción, la violencia y el visceral desencuentro y en el que,
peor aún, la letra no vale nada, no tiene el menor eco en la vida general de
cien millones de personas?
No hablemos ya, entonces, de comunidad ninguna. Hablemos de un
lector posible. O, incluso, de una secta dedicada a la resistencia intelectual
a través de la lectura y reflexión de obras literarias. El solitario lector,
integrante de esa cofradía obstinada, se lee a sí mismo, lee su propia época en
las obras escogidas de su tradición. Y así, leerá en Cartucho la lección
doble de Nellie: belleza y compromiso. Nellie no habló en nombre de ninguna
comunidad ni de ninguna abstracción, pero tampoco vaciló en escribir sobre un
puñado de villistas conocidos en la casa de su madre —e hizo, insisto, no
panfleto sino literatura.
Dotada con la frescura intuitiva de una contadora de historias,
relató en Cartucho lo esencial, lo
que tiene que ser recordado de sus héroes vulnerables, casi todos ellos muertos
en la tormenta revolucionaria. «Escribí en este libro lo que me consta del
villismo, no lo que me han contado», explicó Nellie a Carballo. Tradúzcase: no
escribía de villistas porque fuese lucrativo, sino que, sin miedo, se
identificaba a sí misma contra la corriente, a diferencia de hoy, cuando los
Zapatas y Villas son parte del folclor cuasi hollywoodense de nuestras letras.
No se engarzaba en profusas empresas novelísticas, en trilogías históricas
dirigidas a un dócil público «de darle de comer en la boca», como diría el radical
Macedonio Fernández. Más bien, supo volver ficción robusta el testimonio
disperso de la lucha revolucionaria en la Chihuahua villista de su
adolescencia. Corajuda, no fue sorda a su gente y escribió una obra perdurable.
Porque Cartucho no es sólo
«narrativa de la Revolución Mexicana». Con las historias particulares de una
treintena de soldados villistas, surge un libro de alcance universal que trata
sobre la infancia, la muerte, la crueldad y la sed de justicia. «La historia
tiene la realidad atroz de una pesadilla; la grandeza del hombre consiste en
hacer obras hermosas y durables con la substancia real de esa pesadilla»,
escribe Octavio Paz. Nellie Campobello va más allá de su tiempo y logra volver
actuales y válidas para el ánimo de esa secta de lectores de nuestra época las
desventuras de sus Dorados y su madre. Al lograrlo, al revertir la injuria de
los vencedores, Cartucho significa no
sólo un logro estético: es también una lección de bravura moral y compromiso.
Que sigue vigente. La lección de Nellie: escribir con eficacia, con
aspiraciones recias de literatura, sobre lo que nos consta y nos exige ser
contado. Narrar los «cuentos verdaderos», con rabia y a destiempo: contra el
presente, hacia el futuro. El futuro: porque la única comunidad viable de un
escritor es la que él formará en torno de sus textos.
Mucho más que un fantasma, Nellie es nuestra contemporánea por la
vitalidad de su prosa, alianza entre belleza y compromiso. No carece de lógica
esperar, entonces, que Nellie Campobello tome finalmente su lugar como uno
de... sí, ¿cómo negarlo?: como uno de «nuestros escritores», y permanezca en
definitiva en el canon literario de México.
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