Pasaron dos horas más y ese mediodía de principios de agosto el viejo Gabriel no llegó en su bicicleta, con su impermeable gris, a entregar cartas a nadie. El jueves, dos días después, otro cartero —un hombre de cuarenta y pico de años, bigote poblado y cara gorda, parecido al fontanero Mario Bros— llegó en su motocicleta y repartió en el edificio el doble o el triple de cartas que en un día normal.
María esperó al viernes. Llegó el mismo hombre desconocido. Ella salió a la verja y le habló por sobre el asfalto con un grito exigente:
—¡¿Qué pasó con el viejo?!
El hombre le contestó, ya sentado en la moto y de espaldas al edificio, listo para reiniciar su ruta:
—¿El ruco...? ¡El ruco está enfermo!
En ese instante María se sintió huérfana de súbito, huérfana en definitiva, desertada —y se imaginó a sí misma saliendo del jardín, tomar hacia la izquierda en la banqueta y caminar, sí, caminar.
¿Buscar al anciano? Ahora sí: hablarle, romper su celda mutua de silencios.
O, si no, simplemente irse.
Y perderse.