Por primera vez en mi vida me dedico de tiempo completo a escribir. Acostumbrado a trabajos de oficina y horarios de 9 a 6, he escrito lo que he escrito en las noches, los fines de semana, robándole horas al sueño y fuerzas al cansancio. Eso duró más de siete años, desde que terminé la carrera, regresé de Canadá y terminé mi tesis. Del 99 al 2006. La década de los 20 se me fue, pues, en escritorios y con empleos de Gutierritos. Aprendí mucho. Sobre todo, que la frustración es necesaria para el escritor. Frustrarse por no tener tiempo suficiente para escribir engendra la paciencia, pone a prueba la vocación, acelera el arraigo con los temas privados. Quien tiene poco tiempo libre para escribir, escribe entonces sólo de lo necesario, de lo más personal, le da vida sólo a lo impostergable que exige salida en forma de palabras de dentro de sí. Se concentra en su mundo interior, busca destilar solamente lo más inalienable de su expresión. Escribe como si eso que está escribiendo fuera lo último que habrá de escribir en su vida.
Escribe de lo que le consta y le exige brutalmente ser escrito. Y se vuelve fiel ya para siempre a esa intuición o necesidad.
Eso hice y eso aprendí en mis años de oficinista.