Bitácora de Geney Beltrán [χe’nɛi bel’tɾan], escritor mexicano (Tamazula, Durango, 1976).
martes, enero 29, 2008
Operación Bolaño
No he tenido mucho tiempo libre los últimos tiempos (la novela avanza muy bien, y la editorial lanza sus primeros dos libros en abril), pero sí he leído parte del dossier Operación Bolaño que, ideado por Vivian Abenshushan, aparece en el número doble 149-150 de la revista Tierra Adentro. Jóvenes narradores fueron invitados a ponerle final a algunos relatos inconclusos de El secreto del mal, del autor chileno. Acabo de leer el de Berenice Vázquez a "El secreto del mal" y creo que da fe de una escritora con un temperamento literario vigoroso: en vez de hacer el pastiche de la veloz prosa bolañiana, Vázquez se destila por la morosidad y la concentración emocional. Al apropiarse con independencia de una historia ajena, Vázquez hace el mayor homenaje posible a un autor: no el dócil seguimiento de un estilo ajeno, si no el riesgo de engarzar su voz propia con el fin de proseguir el interrumpido concierto de un clásico.
martes, enero 22, 2008
Blanco Móvil, 106
Acaba de aparecer el nuevo número (106) de la revista Blanco Móvil, dirigida por Eduardo Mosches. Presenta una selección de «Jóvenes y muy jóvenes ensayistas», realizada por elgeney. La nómina incluye a: Héctor J. Ayala, Gabriela Conde, Pablo Duarte, Julián Etienne, Diego José, Valeria Luiselli, Mayra Luna, Irad Nieto, Carlos Oliva Mendoza, Enrique Padilla, Jorge Pech Casanova, Jezreel Salazar y Paola Velasco.
lunes, enero 07, 2008
...y ese editor soy yo
He podido por fin hojear el ejemplar de la revista Literal, de Sinaloa (número 22, enero-marzo 2007), en que aparece mi ensayo «Utopías de un editor», texto que me permito postear a continuación.
Utopías de un editor
Geney Beltrán Félix
Primero, definamos al «editor».
Editor es —por lo menos en estas páginas, pues no es así siempre en la realidad—el laborioso e inquieto artesano de un catálogo: es decir, hablamos de quien decide qué publica una editorial, quien fija y defiende una línea específica y reconocible. Su función es configurar, a través de ese catálogo, un canon particular de obras en que se identifique, postule y —acaso, muy ambiciosamente— dé forma a los rasgos y las pulsiones elementales de una sociedad y una época.
El editor es un protobibliotecario: pone en manos de los distribuidores, los libreros y los lectores esos libros que, pasado un tiempo, habrán de hallar su sitio necesario en las bibliotecas —no en las librerías de viejo, esos lastimosos cementerios de papel, receptáculos de los volúmenes que nadie quiere ver ni en sus estantes—, y al decir «bibliotecas» se entiende cualquier biblioteca: la pública y la personal, la universitaria y la extranjera: se trata de los títulos que habrán de expresar y moldear las inquietudes intelectuales de la siguiente generación.
El editor es, idealmente, un héroe cultural de su sociedad y su época. Idealmente: la realidad es otra, grosera casi siempre, insultante a ratos, sólo en muy pocos casos esperanzadora.
Una industria sin soberanía
La industria editorial mexicana, en no pocas instancias, no es ni lo primero, ni lo segundo, ni lo tercero. Donde es industria no es editorial, donde es editorial sólo raramente es mexicana.
Cuando es industria, produce libros como si fueran latas de conserva o pares de zapatos: en serie, obedeciendo a un patrón del best-seller, de lo que la gente (se supone) espera y compra; esta industria no tiene editores, y así no puede llamarse industria editorial: quienes deciden qué se publica son los gerentes de ventas, como bien ha señalado André Schiffrin y lo comprueba cualquiera que se acerque a las mesas de novedades de las librerías. Basados en estudios de mercadotecnia o, más corrientemente, en los prejuicios derivados de una dócil fijación a los números negros, estos gerentes apuestan (es un decir) por títulos que durarán una temporada, venderán acaso bien y dejarán su lugar muy pronto a otros libros igual de olvidables.
Cuando es editorial, es decir, cuando una editorial vende en México obras de calidad, sólo en pocos casos nos hallamos ante sellos mexicanos: Valdemar, Anagrama, El Acantilado, Siruela, Gredos, Salamandra, Castalia, Trotta, Cátedra, Pre-Textos, Hiperión son sellos editoriales españoles que han, en mayor o menor medida, penetrado el mercado mexicano presentando un catálogo —usualmente— muy sólido. Pero estas editoriales contratan, traducen e imprimen sus títulos en Barcelona, Valencia o Madrid; el mercado hispanoamericano significa un universo de compradores receptivos a un canon definido en la metrópoli. Es decir, importamos y leemos un canon fijado allende el Atlántico. No creo que las consecuencias de esta realidad sean insignificantes.
Otros sellos, como Tusquets, Mondadori, Alfaguara o Planeta, que publican varios de sus títulos en México, forman parte de empresas españolas muy fuertes que han tenido la capacidad para colocar en nuestro país filiales o subsidiarias: éstas funcionan como oficinas de intereses, que reimprimen aquí los best-sellers (Saramago, Mankell, Marías, Muñoz Molina) cuya publicación se decidió en España —lo que abarata los costos pero no necesariamente los precios—, y cuando publican un autor mexicano lo distribuyen y promueven sólo en suelo mexicano. Así, no es infrecuente observar cómo a la ciudad de México llegan autores españoles con una trayectoria muy corta, a cacarear sus títulos publicados por una editorial de la península, mientras que lo contrario —que un joven autor mexicano vaya a España a promover sus primeros libros— es más que una rareza.
Cuando es mexicana, la industria editorial enfrenta graves problemas. La dificultad para exportar los títulos es uno de ellos: el amplio mercado hispanohablante no está a disposición de las editoriales mexicanas, salvo en el caso del Fondo de Cultura Económica y, en menor grado, Siglo XXI y Sexto Piso. La distribución nacional tampoco está exenta de obstáculos: la reducción en el número de librerías atenta contra la misma supervivencia de estas casas, que cuentan con una menor fuerza financiera que los sellos españoles como para cruzar una larga, muy larga temporada de vacas flacas. Como resultado, ante la falta de compradores de libros las editoriales mexicanas tienden a vivir del erario: a través de coediciones, subsidios para la traducción, compra de libros de texto o de títulos infantiles y juveniles para las bibliotecas de aula, el cliente principal de las editoriales mexicanas es el caprichoso estado mexicano.
¿De qué independencia editorial podemos hablar entonces? Es la nuestra una industria sin soberanía.
Pero pienso que este escenario puede cambiar si se comprende de una vez por todas que el fortalecimiento del mercado editorial y librero es una prioridad no sólo de un sector sino de todo el cuerpo social. Digo esto porque el que me ocupa —estoy convencido— no es un asunto estrictamente comercial cuya regulación debe dejarse en manos del mercado. Es cierto: el editor es un empresario. Pero sus productos son bienes culturales cuya resonancia en la sociedad no es inocente, mínima ni tampoco perecedera. Por esto, crear una industria editorial mexicana es una cuestión básica de soberanía cultural: hablamos de la posibilidad de crear, en cuanto comunidad, un registro y una interpretación plurales de nuestra realidad —a través de las ideas, materia medular de todo libro—, así como una relación directa y fértil con la cultura universal. El canal es el conglomerado de editoriales, cuyos catálogos, de clásicos y contemporáneos, de autores nacionales y extranjeros, condensaría este abanico múltiple de interpretaciones y relaciones intelectuales con la tradición propia y la universal. Y esos libros, al llegar a su destino ulterior en las bibliotecas, serían centrales en la formación de una cultura humanística sólida de las siguientes generaciones de lectores. Hacia ese punto se dirige la producción de los sellos editoriales. No es poca cosa.
Hoy nada de esto es posible.
La utopía del catálogo
Ahora, hablemos de las utopías.
Para un editor, el catálogo es o debe ser un dogma. ¿Qué significa crear un catálogo? Editorial Sexto Piso lo ha definido con una metáfora libresca, sin duda muy clara: «La política editorial pretende ser rigurosa, lo que nos aleja de objetivos puramente comerciales, intentando, en cambio, ir tejiendo los distintos títulos que la conforman a la manera de una novela, es decir, que cada libro publicado sea un capítulo».
¿De qué manera puede un editor mexicano tener toda la libertad para dar forma a un catálogo innegociable, para escribir título a título esa novela total que sería su catálogo? ¿Cómo evitar que las coyunturas —políticas o comerciales— lo obliguen a traicionar su postulado inicial de un catálogo definido, uno que se vuelva reconocible para un cierto tipo de lectores, casi una marca registrada para una secta fiel?
La única respuesta es: con dinero. Puede tenerse un gran conocimiento, intuición, criterio y muchas lecturas, dominio de varios idiomas, una sacrificada vocación de trabajo editorial, pero sin dinero no hay independencia posible.
Una editorial exige varios años para volverse autosustentable; algunos hablan de siete, otros de diez años. Durante ese periodo inicial, se precisa de una inversión permanente para crear un catálogo, que consiste en una nómina de long-sellers, libros que cinco, diez, quince años después de su primera edición sigan siendo vigentes, sigan siendo buscados por los lectores y exijan reimpresiones: pues son éstas las que darán al editor la solvencia económica para mantener su editorial luego de ese tiempo de comienzo.
Visto así, se comprenderá por qué el editor debe definirse como un héroe cultural: se trata de un empresario con perfil de filántropo, más atento al libro como arma intelectual que como sola mercancía.
El lector visto como posibilidad
El primer lector del catálogo de una editorial es el editor mismo.
Me explico. Un editor, para decidir la publicación de un título, debe responder al siguiente razonamiento: si encuentro este libro, publicado por otra editorial, en la mesa de novedades de una librería, ¿decido o no comprarlo en ese mismo instante? Si la respuesta es sí, hay que publicar ese libro. Si la respuesta es no, ese título no es entonces el adecuado para el catálogo.
Lo que significa crear al lector a imagen y semejanza del editor. Éste debe publicar aquellos libros que el posible comprador no espera encontrar en una librería: pero que los comprará si los encuentra. Las editoriales comerciales publican lo predecible: no arriesgan. Sin embargo, esta tendencia lleva a la uniformidad de la oferta editorial. Fuera de esas expectativas dóciles, existen otras, en ciertos lectores, que no son satisfechas por los sellos predominantes.
El editor es un aventurero. Su riesgo mayor consiste en lo siguiente: el lector de una editorial de catálogo no existe hasta que no exista ese catálogo. Lo que una editorial de este tipo vende es, antes que nada, una idea de catálogo; su prestigio es su valor principal. Difícil de construir, título a título, el prestigio se puede muy fácilmente derrumbar: una mala elección puede hacer que el lector pierda su confianza. Un caso extremo: Alfaguara publica buenos y muy malos libros. ¿Cómo estar seguros, ante una nueva publicación, en qué categoría se encuentra?
Considerado una posibilidad, el lector de una editorial de catálogo es, además, integrante de una minoría dedicada a la resistencia intelectual. Podemos quejarnos todo lo que queramos de la industria del best-seller, pero ésta existe desde siempre y existirá acaso ídemmente. Una editorial de catálogo apuesta por pocos pero fieles lectores: una secta que crecerá con el tiempo. Una elite buscadora de ideas y belleza, exigente y leal.
Medio millón de dólares para la Editorial Utopía
Llegado a este punto, paso a la verdadera finalidad: pedir medio millón de dólares para fundar una editorial. Si entre los lectores de Literal existe uno a quien le sobre ese dinero, y sin el menor compromiso acepte financiar el proyecto de una editorial de catálogo, debe creer que estaría contribuyendo a la creación de un sello canónico. Todos los detalles los tengo resueltos: publicar entre 15 y 20 títulos al año (no más), una selección de obras clásicas y de grandes autores del siglo XX —europeos, iberoamericanos, mexicanos, norteamericanos— poco conocidas, ediciones baratas en rústica, nuevas traducciones realizadas por duchos escritores mexicanos, una distribución eficiente en España y Sudamérica, y al paso de diez años: una editorial prestigiada, con un catálogo selecto y, sobre todo, autosustentable. No será una empresa boyante, no convocará a premios internacionales de novela con montos altísimos de premiación, no será utilizada como un trampolín para el poder o los reconocimientos en el medio cultural. Tengo todo resuelto en la cabeza: pero no tengo el dinero. Así, esa editorial es, como todo lo que he planteado en estas páginas, sólo una posibilidad. Con medio millón de dólares esa Editorial Utopía tendría otro nombre, y sería uno muy real.
Editor es —por lo menos en estas páginas, pues no es así siempre en la realidad—el laborioso e inquieto artesano de un catálogo: es decir, hablamos de quien decide qué publica una editorial, quien fija y defiende una línea específica y reconocible. Su función es configurar, a través de ese catálogo, un canon particular de obras en que se identifique, postule y —acaso, muy ambiciosamente— dé forma a los rasgos y las pulsiones elementales de una sociedad y una época.
El editor es un protobibliotecario: pone en manos de los distribuidores, los libreros y los lectores esos libros que, pasado un tiempo, habrán de hallar su sitio necesario en las bibliotecas —no en las librerías de viejo, esos lastimosos cementerios de papel, receptáculos de los volúmenes que nadie quiere ver ni en sus estantes—, y al decir «bibliotecas» se entiende cualquier biblioteca: la pública y la personal, la universitaria y la extranjera: se trata de los títulos que habrán de expresar y moldear las inquietudes intelectuales de la siguiente generación.
El editor es, idealmente, un héroe cultural de su sociedad y su época. Idealmente: la realidad es otra, grosera casi siempre, insultante a ratos, sólo en muy pocos casos esperanzadora.
Una industria sin soberanía
La industria editorial mexicana, en no pocas instancias, no es ni lo primero, ni lo segundo, ni lo tercero. Donde es industria no es editorial, donde es editorial sólo raramente es mexicana.
Cuando es industria, produce libros como si fueran latas de conserva o pares de zapatos: en serie, obedeciendo a un patrón del best-seller, de lo que la gente (se supone) espera y compra; esta industria no tiene editores, y así no puede llamarse industria editorial: quienes deciden qué se publica son los gerentes de ventas, como bien ha señalado André Schiffrin y lo comprueba cualquiera que se acerque a las mesas de novedades de las librerías. Basados en estudios de mercadotecnia o, más corrientemente, en los prejuicios derivados de una dócil fijación a los números negros, estos gerentes apuestan (es un decir) por títulos que durarán una temporada, venderán acaso bien y dejarán su lugar muy pronto a otros libros igual de olvidables.
Cuando es editorial, es decir, cuando una editorial vende en México obras de calidad, sólo en pocos casos nos hallamos ante sellos mexicanos: Valdemar, Anagrama, El Acantilado, Siruela, Gredos, Salamandra, Castalia, Trotta, Cátedra, Pre-Textos, Hiperión son sellos editoriales españoles que han, en mayor o menor medida, penetrado el mercado mexicano presentando un catálogo —usualmente— muy sólido. Pero estas editoriales contratan, traducen e imprimen sus títulos en Barcelona, Valencia o Madrid; el mercado hispanoamericano significa un universo de compradores receptivos a un canon definido en la metrópoli. Es decir, importamos y leemos un canon fijado allende el Atlántico. No creo que las consecuencias de esta realidad sean insignificantes.
Otros sellos, como Tusquets, Mondadori, Alfaguara o Planeta, que publican varios de sus títulos en México, forman parte de empresas españolas muy fuertes que han tenido la capacidad para colocar en nuestro país filiales o subsidiarias: éstas funcionan como oficinas de intereses, que reimprimen aquí los best-sellers (Saramago, Mankell, Marías, Muñoz Molina) cuya publicación se decidió en España —lo que abarata los costos pero no necesariamente los precios—, y cuando publican un autor mexicano lo distribuyen y promueven sólo en suelo mexicano. Así, no es infrecuente observar cómo a la ciudad de México llegan autores españoles con una trayectoria muy corta, a cacarear sus títulos publicados por una editorial de la península, mientras que lo contrario —que un joven autor mexicano vaya a España a promover sus primeros libros— es más que una rareza.
Cuando es mexicana, la industria editorial enfrenta graves problemas. La dificultad para exportar los títulos es uno de ellos: el amplio mercado hispanohablante no está a disposición de las editoriales mexicanas, salvo en el caso del Fondo de Cultura Económica y, en menor grado, Siglo XXI y Sexto Piso. La distribución nacional tampoco está exenta de obstáculos: la reducción en el número de librerías atenta contra la misma supervivencia de estas casas, que cuentan con una menor fuerza financiera que los sellos españoles como para cruzar una larga, muy larga temporada de vacas flacas. Como resultado, ante la falta de compradores de libros las editoriales mexicanas tienden a vivir del erario: a través de coediciones, subsidios para la traducción, compra de libros de texto o de títulos infantiles y juveniles para las bibliotecas de aula, el cliente principal de las editoriales mexicanas es el caprichoso estado mexicano.
¿De qué independencia editorial podemos hablar entonces? Es la nuestra una industria sin soberanía.
Pero pienso que este escenario puede cambiar si se comprende de una vez por todas que el fortalecimiento del mercado editorial y librero es una prioridad no sólo de un sector sino de todo el cuerpo social. Digo esto porque el que me ocupa —estoy convencido— no es un asunto estrictamente comercial cuya regulación debe dejarse en manos del mercado. Es cierto: el editor es un empresario. Pero sus productos son bienes culturales cuya resonancia en la sociedad no es inocente, mínima ni tampoco perecedera. Por esto, crear una industria editorial mexicana es una cuestión básica de soberanía cultural: hablamos de la posibilidad de crear, en cuanto comunidad, un registro y una interpretación plurales de nuestra realidad —a través de las ideas, materia medular de todo libro—, así como una relación directa y fértil con la cultura universal. El canal es el conglomerado de editoriales, cuyos catálogos, de clásicos y contemporáneos, de autores nacionales y extranjeros, condensaría este abanico múltiple de interpretaciones y relaciones intelectuales con la tradición propia y la universal. Y esos libros, al llegar a su destino ulterior en las bibliotecas, serían centrales en la formación de una cultura humanística sólida de las siguientes generaciones de lectores. Hacia ese punto se dirige la producción de los sellos editoriales. No es poca cosa.
Hoy nada de esto es posible.
La utopía del catálogo
Ahora, hablemos de las utopías.
Para un editor, el catálogo es o debe ser un dogma. ¿Qué significa crear un catálogo? Editorial Sexto Piso lo ha definido con una metáfora libresca, sin duda muy clara: «La política editorial pretende ser rigurosa, lo que nos aleja de objetivos puramente comerciales, intentando, en cambio, ir tejiendo los distintos títulos que la conforman a la manera de una novela, es decir, que cada libro publicado sea un capítulo».
¿De qué manera puede un editor mexicano tener toda la libertad para dar forma a un catálogo innegociable, para escribir título a título esa novela total que sería su catálogo? ¿Cómo evitar que las coyunturas —políticas o comerciales— lo obliguen a traicionar su postulado inicial de un catálogo definido, uno que se vuelva reconocible para un cierto tipo de lectores, casi una marca registrada para una secta fiel?
La única respuesta es: con dinero. Puede tenerse un gran conocimiento, intuición, criterio y muchas lecturas, dominio de varios idiomas, una sacrificada vocación de trabajo editorial, pero sin dinero no hay independencia posible.
Una editorial exige varios años para volverse autosustentable; algunos hablan de siete, otros de diez años. Durante ese periodo inicial, se precisa de una inversión permanente para crear un catálogo, que consiste en una nómina de long-sellers, libros que cinco, diez, quince años después de su primera edición sigan siendo vigentes, sigan siendo buscados por los lectores y exijan reimpresiones: pues son éstas las que darán al editor la solvencia económica para mantener su editorial luego de ese tiempo de comienzo.
Visto así, se comprenderá por qué el editor debe definirse como un héroe cultural: se trata de un empresario con perfil de filántropo, más atento al libro como arma intelectual que como sola mercancía.
El lector visto como posibilidad
El primer lector del catálogo de una editorial es el editor mismo.
Me explico. Un editor, para decidir la publicación de un título, debe responder al siguiente razonamiento: si encuentro este libro, publicado por otra editorial, en la mesa de novedades de una librería, ¿decido o no comprarlo en ese mismo instante? Si la respuesta es sí, hay que publicar ese libro. Si la respuesta es no, ese título no es entonces el adecuado para el catálogo.
Lo que significa crear al lector a imagen y semejanza del editor. Éste debe publicar aquellos libros que el posible comprador no espera encontrar en una librería: pero que los comprará si los encuentra. Las editoriales comerciales publican lo predecible: no arriesgan. Sin embargo, esta tendencia lleva a la uniformidad de la oferta editorial. Fuera de esas expectativas dóciles, existen otras, en ciertos lectores, que no son satisfechas por los sellos predominantes.
El editor es un aventurero. Su riesgo mayor consiste en lo siguiente: el lector de una editorial de catálogo no existe hasta que no exista ese catálogo. Lo que una editorial de este tipo vende es, antes que nada, una idea de catálogo; su prestigio es su valor principal. Difícil de construir, título a título, el prestigio se puede muy fácilmente derrumbar: una mala elección puede hacer que el lector pierda su confianza. Un caso extremo: Alfaguara publica buenos y muy malos libros. ¿Cómo estar seguros, ante una nueva publicación, en qué categoría se encuentra?
Considerado una posibilidad, el lector de una editorial de catálogo es, además, integrante de una minoría dedicada a la resistencia intelectual. Podemos quejarnos todo lo que queramos de la industria del best-seller, pero ésta existe desde siempre y existirá acaso ídemmente. Una editorial de catálogo apuesta por pocos pero fieles lectores: una secta que crecerá con el tiempo. Una elite buscadora de ideas y belleza, exigente y leal.
Medio millón de dólares para la Editorial Utopía
Llegado a este punto, paso a la verdadera finalidad: pedir medio millón de dólares para fundar una editorial. Si entre los lectores de Literal existe uno a quien le sobre ese dinero, y sin el menor compromiso acepte financiar el proyecto de una editorial de catálogo, debe creer que estaría contribuyendo a la creación de un sello canónico. Todos los detalles los tengo resueltos: publicar entre 15 y 20 títulos al año (no más), una selección de obras clásicas y de grandes autores del siglo XX —europeos, iberoamericanos, mexicanos, norteamericanos— poco conocidas, ediciones baratas en rústica, nuevas traducciones realizadas por duchos escritores mexicanos, una distribución eficiente en España y Sudamérica, y al paso de diez años: una editorial prestigiada, con un catálogo selecto y, sobre todo, autosustentable. No será una empresa boyante, no convocará a premios internacionales de novela con montos altísimos de premiación, no será utilizada como un trampolín para el poder o los reconocimientos en el medio cultural. Tengo todo resuelto en la cabeza: pero no tengo el dinero. Así, esa editorial es, como todo lo que he planteado en estas páginas, sólo una posibilidad. Con medio millón de dólares esa Editorial Utopía tendría otro nombre, y sería uno muy real.
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