martes, mayo 06, 2008

Días de introversión


En el número 47 de Fractal, la revista dirigida por Ilán Semo, aparece mi texto de narrativa «Días de introversión».
He aquí los primeros párrafos:

Al dejar el Parque Francisco Niebla —ese viernes de finales de febrero—, se topó de frente Marioralio con una papelería. Revisó la cartera y en el local pidió un frasco de pegamento. Después caminó a su casa. Al entrar a su cuarto levantó el colchón y tiró todas las cartas al suelo. Una a una las empezó a pegar en las paredes ya nunca más blancas de la recámara: toda la correspondencia de tantos meses habría de convertirse ahora en el diario tapiz que le recordaría sus deudas, su expectación, Omar, la niña, su padre, Beata María. Y la casera, ¿qué? ¿No diría acaso Está usted loco, señor Espósito, ésta es mi casa y por más que usted pague la renta de este cuarto no puede echarme a perder las paredes con ese cochinero, ese caudal de páginas absurdas? Pero ese pensamiento ni de lejos lo pudo inquietar. De alguna manera entendía, por lo demás, que la vida no estaba en esas cartas, sino afuera, en las calles, en las casas ajenas, en la gente como Lauro Gumersindo y Beata María, vidas rudas y lejanas que él no podría siquiera vislumbrar si seguía en su aislamiento de cartas leídas secretamente.
Esa misma noche tuvo Marioralio un sueño que habría de reiterarse una y otra vez con muy leves cambios. Estaban los tres (Lauro Gumersindo y Beata María y él) sentados a la mesa de una mañana soleada, en una sala grande de paredes blancas. Vivos y sonrientes, los tres comían y, como si nada hubiese pasado nunca en esa fastidiosa vigilia adyacente, hablaban de temas triviales e inmediatos, de ir al súper o cortarse el pelo, como si fueran ellos su amante y padre desde hacía ya tanto, y vivieran juntos y muy felices. Cambiaban cada noche en sus sueños uno o dos detalles: los temas de la charla, los lugares que ocupaban a la mesa, si acaso las prendas que vestían. Durante el día de repente —a media mañana en la Oficina, a la hora de la comida, mientras iba por la calle de regreso a su casa— recordaba Marioralio del sueño las preguntas y gestos y respuestas, y en esos momentos sentía una incómoda (por inmerecida) ola de bienaventuranza correr por su piel, justo en estos tiempos de gran soledad y desazón.
En la vigilia se dedicó pronto a buscar —como sucedió a partir del secuestro de su padre— una respuesta a su inquieta sensación de espera. Necesitaba la claridad de una señal: Haz esto, ahora. ¿Qué era esto? ¿Cuándo sería el ahora? Durante varios fines de semana se subió a los microbuses y recorrió las rutas completas de un extremo a otro de la gran Ciudad, llegaba a barrios remotos y aunque casi no hablaba con nadie en sus trayectos sí observaba los rostros de la gente, las fachadas de las casas y comercios, el pavimento, las banquetas, los perros y los autos, sin comprender bien a bien si acaso esta urbe degradada conocía no sólo una frontera geográfica —el comienzo del campo— sino, más aún, un límite a su violencia. Al atardecer o ya de noche regresaba a su cuarto cansado pero con un sentimiento de oxigenada y viva saciedad.