lunes, junio 08, 2009

La era del miedo



Apareció ayer en el suplemento El Ángel, del periódico Reforma, mi texto crítico "La era del miedo", sobre la escritura narrativa de Héctor Manjarrez, a partir de la publicación de su nueva novela, Yo te conozco (Ediciones Era-UNAM, Dirección de Literatura, 2009).
Aquí, el texto:
En el más provechoso, y a veces en un limitado sentido, el adjetivo “testimonial” sería uno muy apto para la escritura de Héctor Manjarrez (México, 1945). Si bien ha entregado también tomos de lírica y ensayo, Manjarrez ha ido reuniendo sobre todo un corpus narrativo: ya tres libros de relatos, cuatro novelas, dos nouvelles y un diario.
En el inicio de su trayectoria, leemos a un narrador adolescentemente proclive a los malabares formales y la prodigalidad léxica antes que a la precisión prosística y la justeza estructural. Los personajes, de una vida interior dominada por los sentimientos, son un pretexto para la ilustración detallista de la era nueva: la década de los sesenta, la liberación de los cuerpos. En su primer libro, Acto propiciatorio (1970), las intuiciones de la sensibilidad de Gonzalo, protagonista del relato “Dulcinea”, se ven relegadas por un devaneo, más de aprendiz aturdido que de suelto prestidigitador, por varios modos del narrar que no se consolidan en tanto posibilidad estructural acorde a su temática (devaneo sentimental que dé pie a devaneo técnico), ni dejan al personaje emerger como paradigma. En más de una página de No todos los hombres son románticos (1983) veo un desenvolvimiento parecido de redundancia técnica no supeditada a una lógica dramática siempre pertinente (citaría como ejemplo el relato de título “Amor”). Es en Ya casi no tengo rostro (1993), uno de los mayores logros de su escritura, en el que la deriva testimonial de Manjarrez encuentra su molde sublimado, casi diríase de presteza alquímica: los ires y venires del nuevo “hombre sentimental” (mexicanos en el extranjero y en México, distintas edades del cuerpo y sus emociones) hallan una expresión maestra, condensada y tensa, que da pie a realidades internas de sofocante fuerza dramática (“Fin del mundo”, sobre el purgatorio sin redención de la relación de pareja con el trasfondo de una playa en Nayarit, pertenece a la mejor cosecha del autor).
Ese Manjarrez maduro persiste en su tercera novela, El otro amor de su vida (1999), no sólo su libro más gozoso y de un humor de los más inteligentes de nuestra literatura, sino la obra que le permite afianzar la pertinencia de un narrador: esa voz en primeratercera persona, irónica y perspicaz, que retrata y discute el interior de sus personajes, sobre todo de la protagonista, paradigma de la mujer liberada de los noventa: contradictoria, arrebatada, procaz. Ni Lapsus (1971), fallido experimento de quien mastica pero no digiere los alardes técnicos de la vanguardia narrativa en el último medio siglo, ni Pasaban en silencio nuestros dioses (1987), íntima epopeya del fin de la varia libertad del cuerpo del artista —sus dos primeras novelas—, logran trascender con decisión el testimonio: la filiación del lector con el personaje depende más de un interés previo en la época antes que de un arrobamiento contundente merced a las dotes de un creador de realidades (el velorio de José Revueltas con que cierra Pasaban en silencio no termina de expresar irrevocablemente, para quienes no vivimos el desangelado fin de fiesta que fue en el plano simbólico el año 1976, esa atmósfera de término de toda una juventud). Es Manjarrez ahí más cronista que demiurgo. Y es ese dubitar entre el testimonio y la creación, resuelta con adultez, insisto, en El otro amor de su vida, la disyuntiva que, luego de dos meritorias nouvelles, se observa de entrada en Yo te conozco.
Ignoro si toda novela sustentada en la recuperación de la memoria ha de ser escrita pensando en, como posibles lectores, los coetáneos. Reconstruir una época con los nombres de marcas comerciales, programas de radio o beisbolistas famosos sugiere una tentativa virada no a erigir de nuevo, en el tiempo nuestro de la lectura, esa época anterior, sino a reiterar en la mente de quienes la vivieron los recuerdos particulares que habrían de ser comunes, en tanto cápsulas atinadas aunque, también, privativas. Ese, para mí, es el punto en que Yo te conozco se renegaría en un primer momento a afirmarse en tanto novela de la memoria a secas. Sin embargo, esa limitación se ve al final vencida: el narrador ofrece ensayísticamente no el catálogo sino el escenario del México de los años 1950; su voz acude aquí y allá a la explicación divagante en torno de la música, la sociedad, la política. Lo que, sabremos pronto, se halla en función de los protagonistas infantiles: el estudio de sus cambios, su lógica interior.
El narrador de Yo te conozco es una de las respuestas robustas de la imaginación memoriosa a la pregunta sobre la infancia: cáustico y denunciante, equilibrado y sensible, con ligero donaire de la prosa, se ve menos humorístico y, a cambio, más vertical en el examen de una emoción que deviene pasión en los personajes: el miedo. Los dos niños se ven obligados a una precoz maduración a partir de que su padre los abandona y, en una sustitución genial, descubren la presencia de un extraterrestre en la cocina de su departamento. La segunda mitad de la novela muestra a un narrador puntilloso en la exploración del ánimo de los niños, dominados por “el miedo al miedo”: “ese cocodrilo que flota como leño por las arterias de la inevitabilidad de lo cotidiano, y que aprendemos todos a solas, sin tutor alguno, a controlar y ocultar mal que bien”.
En esta virtud se ancla el valor introspectivo de Yo te conozco: ese narrador de recurrentes intervenciones nunca es —sino todo lo contrario— un obstáculo para que, más allá de la enumeración datada de marcas y atletas, esa infancia y ese México de los cincuenta —la era del miedo— afirmen la emergencia de la memoria: crear el pasado en la ficción para enjuiciarlo; enjuiciar el pasado para impedir que la nostalgia disculpe esos ritos (la ausencia del padre, la discriminación de una sociedad) que la memoria, en un ejercicio de ética narrativa tan lúcida cuanto implacable, sigue sin aceptar.