Bitácora de Geney Beltrán [χe’nɛi bel’tɾan], escritor mexicano (Tamazula, Durango, 1976).
viernes, julio 23, 2010
Irad
El ensayista y crítico Irad Nieto regresa a la blogósfera. La nueva dirección de su blog Akantilado es ésta.
sábado, julio 17, 2010
Fotografías de Áurea
Áurea Salinas tomó estas fotografías de la presentación de Habla de lo que sabes el pasado viernes 2 de julio. Me acompañan mis queridos y admirados Verónica Murguía, narradora y escorpio, y David Olguín, dramaturgo y capricornio.
viernes, julio 16, 2010
jueves, julio 15, 2010
Shattertales
Edilberto Aldán publicó un texto crítico sobre Habla de lo que sabes en la revista virtual Crisol Plural: aquí el enlace. Y aquí el texto:
Shattertales
Edilberto Aldán
Shatterday. El episodio inicial de la primera temporada de la Dimensión desconocida, la de los ochentas, fue excepcional: Peter Jay Novins está sentado en un bar y decide llamar por teléfono, por descuido, un error fatal, marca su propio número, se da cuenta de inmediato y ríe del equívoco, pero antes de poder colgar, escucha que alguien le contesta, del otro lado de la línea está él mismo: Peter Jay Novins habla con Peter Jay Novins.
El capítulo se desarrolla en forma vertiginosa; a lo largo de seis días presenciamos el trastrocamiento de ese universo, de la certeza de quien cree que le juegan una broma a la dispersión de quien se queda sin nada. Una escena memorable: el protagonista mira la que fuera su ventana, llueve intensamente y, aun así, a través de la cortina de agua, se ve a sí mismo relacionándose con el mundo de una manera distinta, de la manera como quizá debió haber sido siempre. Cuando le reclama a su doppelgänger lo que le está haciendo, éste le contesta que desista y reconsidere, pues gracias a él todo ha cambiado: le llama a su madre, se ha reconciliado con su amante, es mejor persona. La tormenta arrecia y lo envuelve todo.
Pesadilla en la calle. La boca de un túnel vomita a un contador a la calle; éste surge de la estación del metro con la prisa de quien sabe que va a llegar tarde, de quien no necesita verificar la hora en el reloj para saber que haga lo que haga no estará a tiempo. Al contador “lo marea la extrañeza. Se acomoda la corbata, se toca el bigote y luego los lentes. Sus ojos busca en la esquina —tan sólo a diez pasos— el puesto de revistas. Ahí se encuentra ahora una carreta de hamburguesas”. El ahora con que se marca esa mínima diferencia en el paisaje será recordado por el lector a medida que avance en el texto y junto con el protagonista descubra que esa Ciudad en la que se desplaza no es la misma de todos los días; al contador lo desconocen en la oficina, en las calles, incluso la moneda de todos los días es distinta. Aunque la Ciudad a la que fue arrojado pareciera la misma, son los objetos, las circunstancias lo que lo rechazan, su entorno el que le otorga el carácter de ajeno, es él quien ha cambiado y, tal y como ocurre en un sueño, cree que es un sueño. Y a las pesadillas no hay otra forma de confrontarlas que mediante la espera, pero la vigilia no llega, mientras la Ciudad se cierne sobre él y se va “haciendo más pequeña, ve sus oscurecidos contornos acercándose a su cuerpo. Grita, no se escucha a sí mismo: sólo los autos abajo, una jauría de hienas hambrientas.”
Con esa historia inicia Habla de lo que sabes, de Geney Beltrán Félix, sin trampas, sin trucos, con juego abierto, desde la primera página se le avisa al lector lo que le espera si decide seguir con la lectura.
Un lugar extraño. Definiciones de cuento las hay al por mayor; la mayoría parte de mencionar que la palabra proviene del término latino que significa “cuenta”, y enseguida se indica que es una narración breve de ficción. Las innumerables posibilidades de agregar elementos a esas definiciones permiten que cada quien elabore su propia teoría del cuento, que el autor que así lo desee emplee una metáfora para tratar de aprehender eso que acaba de escribir y que todos, de alguna manera, tengan razón.
Es posible encontrar una coincidencia entre todas las definiciones: el cuento es movimiento. Tránsito que obliga a cruzar una frontera y deja en el lector una sensación de extrañeza al ser llevado del lugar donde leemos hacia otra parte, algunas veces como testigos, otras como actores. Ya después se define ese recorrido como realista, de ciencia ficción, policiaco, fantástico, de terror, etcétera. El cuento es un movimiento hacia un lugar extraño que invariablemente nos involucra, y si un cuento es bueno, será memorable, como los viajes.
Esta divagación nada sofisticada acerca de la naturaleza del cuento tiene un propósito: evadir la tentación de encasillar las historias de Habla de lo que sabes en el corsé de “cuentos fantásticos”, que sería lo más sencillo. Abordar la escritura de Geney desde la definición de Todorov y asegurar que estos textos pertenecen a lo fantástico porque los caracteriza “la perplejidad frente a un hecho increíble, la indecisión entre una explicación racional y realista, y una aceptación de lo sobrenatural”. Extender la relación con el subgénero y emparentarlo con Hawthorne para subrayar la profundidad psicológica con que logra escenificar el drama de la conciencia personal de sus creaturas frente al deseo, al miedo o el fracaso, como lo hace en “Keppel Croft”, una visión adolescente, la belleza y la excitación, que irrumpe la vida de un matrimonio; la atmósfera esquizofrénica que empuja en una sola dirección al narrador de “Los perseguidos”, o el proceso deconstructivo en el que sumerge a los personajes de “Perdonados por quién”, donde el fragmento y la metáfora se establecen como única forma de supervivencia. O bien, para hacer crecer el árbol genealógico, buscar en “La hija” de Habla de lo que sabes los reflejos del Wakefield de Hawthorne.
Las historias de este libro invitan a pensar en los mejores programas de la ya mencionada Dimensión desconocida: un cuento como “Hondonada” lo permite, donde algo parecido a lo que le ocurre a Peter Jay Novins se traslada a un aspirante a escritor que espera ser recibido por la gran vaca sagrada. Sin embargo, quedarse en la identificación del subgénero, evitaría subrayar una de las características más importantes (y disfrutables) del libro de Geney: la importancia del lenguaje, el cuidado orfebre con que este autor presenta sus historias.
Densidad. Es un lugar común quejarse de las traducciones, sobre todo en los títulos: ejemplos sobran y son legión. Los casos a la inversa son mucho menos:que la traición del original ayude a comprender y/o establecer los propósitos de una obra no es algo que se lea todos los días. Uno de esos casos afortunados serían las conferencias de Italo Calvino: Lezioni americane. Sei proposte per il prossimo millennio, que en español quedaron sólo como Seis propuestas para el próximo milenio.
Gracias a la facilidad con que se simplifican los valores propuestos por Calvino, el público aprecia por encima de otras cosas que una obra cumpla con alguno de los seis principios (levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad y consistencia). Se exalta, por ejemplo, la levedad y se le coloca como meta a alcanzar: nada como la obra que no pese, que fluya sin dificultad. Por supuesto, se comenta la cita que de Valéry hizo Calvino: “Hay que ser ligero como el pájaro, no como la pluma”.
Por oposición, se desestima cuando a una obra se le exalta por su peso, por implicar un reto al lector. Éste es ya el “próximo” milenio, y la densidad está fuera de moda. Eso es para otra época, cuando se tenía tiempo para encontrar placer en el desafío del estilo.
Sin embargo, los autores memorables, los que llevan de un sitio a otro, los que nos hacen cruzar la frontera de una manera inolvidable, se caracterizan por su densidad, por un estilo propio, donde este valor no está reñido con los otros valores propuestos por Calvino.
Habla de lo que sabes es una provocación: no apuesta a la ligereza ni a la rapidez, arriesga y rivaliza al lector mediante la densidad. En estos cuentos el lenguaje no es el vehículo para la historia, lo importante es el lenguaje, no la anécdota, porque la anécdota va adquiriendo peso, gravedad, en la forma en que los personajes son llevados al límite (físico, psicológico o filosófico) y confrontados con la respuesta a las preguntas que todos nos hacemos. La profundidad de los cuentos de Geney no reside, entonces, en las anécdotas, sino en el planteamiento de las preguntas: ¿quiénes son los otros?, ¿cuándo inició el fracaso?, ¿cómo descubrir la locura?, ¿en qué momento ciframos el momento del cambio irreversible?
Como si no bastara el peso de los cuestionamientos y lo fantástico de las anécdotas, hay un autor obsesionado con el detalle y la descripción. La mirada se detiene en lo superficial para exprimirlo y sumarlo a la esencia de los personajes. Así, por ejemplo, la ciudad es un pretexto, el desastre también; hablar de un terremoto es hablar de la desgracia personal, del fracaso, y la descripción de los objetos o el paisaje son parte del estado de ánimo de los personajes, no un adorno sino una compañía imprescindible.
Densidad es la palabra que mejor define el estilo de Geney Beltrán Félix, un estilo que procura todos los detalles de la puesta en escena y que, además, sabe de los tiempos del cuento. Líneas arriba me referí a que sus textos colocan a los personajes al límite —dos en especial: “Anoche soñé que volaba” y “Sara antes del fuego”.
“Sara antes del fuego” es no sólo un ejemplo de la puesta en escena de la abismación (perdón la palabreja) de sus personajes, sino que además funciona como una muestra del control que tiene Geney sobre su herramienta: sabe qué quiere y cómo escribirlo, en este caso en específico, una pequeña lección de escritura que emplea el arte de titular una historia.
“Anoche soñé que volaba” principia así:
Soñó que iba perdiendo peso y se elevaba: veía los techos grises, negros, rojos de las casas, las láminas de cartón, algunas brillantes de aluminio, los lotes baldíos con sus medias paredes despintadas, los tinacos y tendederos de ropa, y también veía las ventanas y las figuras pequeñas de la gente, los autos y camiones y microbuses, el pavimento y las banquetas irregulares, y veía muy a lo lejos los muchos edificios, sus contornos rotos por la neblina del alba, y creía ver también las residencias con sus jardines y albercas y autos de lujo y, mientras las cosas se iban alejando y perdían toda certeza o realidad diluyéndose en el esmog y la bruma, empezó a llegarle una luz amarillenta.
Reitero: hay aquí la descripción del paisaje urbano más como un estado de ánimo, como una serie de elementos que permiten elaborar el perfil psicológico de los personajes: qué piensa alguien que lo ha perdido todo porque no encuentra cómo lograr la conexión con el objeto de su deseo, de quien no encuentra otro camino para su destino que rendirse a la violencia, violencia que está ya anunciada en esa visión panorámica del primer párrafo. Si fuera necesario recomendar exaltadamente el libro de Geney Beltrán Félix, destacaría “Anoche soñé que volaba” como muestra del control que tiene en la construcción dramática de sus personajes, la capacidad de observación, el cuidado con que el autor va hilando la trama de una anécdota que con facilidad podría despeñarse en el relato hiperviolento, en el relato ramplón de una nota roja.
Ese mismo dominio se refleja en “Ese mundo de extraños”, donde el hacinamiento, la multiplicación absurda de habitantes de un departamento son el pretexto para eludir la saudade, o bien en el texto final “El cuerpo de Sicrano”, relato de abandonos, malentendidos y desencuentros que evita el desenlace melodramático con una sutil vuelta de tuerca que lleva al lector a preguntarse si no es de nosotros de quien está hablando Geney, cuál es esa historia que nadie ha querido leer y si nosotros la comprenderíamos.
Shattertales. El capítulo de Dimensión desconocida al que hice referencia se titula Shatterday, fue dirigido por Wes Craven y está basado en un cuento con el mismo título de Harlan Ellison. Al final de ese episodio, la voz del narrador afirma: “Peter Jay Novins, ambos vencedor y víctima, de la lucha por la custodia del alma de un hombre. Un hombre que se perdió y encontró a sí mismo es un desolado campo de batalla, en algún lugar en la Dimensión Desconocida”.
Habla de lo que sabes cierra con una cita de Alejandra Pizarnik: “Pero no hables de los jardines, no hables de la luna, no hables de la rosa. Habla de lo que sabes. Habla de lo que vibra en tu médula y hace luces y sombras en tu mirada, habla del dolor incesante de tus huesos, habla del vértigo, habla de tu respiración, de tu desolación, de tu traición. Es tan oscuro, tan en silencio el proceso a que me obligo. Oh habla del silencio.” En Habla de lo que sabes, con esta decena de cuentos, Geney Beltrán Félix lo consigue.
El capítulo se desarrolla en forma vertiginosa; a lo largo de seis días presenciamos el trastrocamiento de ese universo, de la certeza de quien cree que le juegan una broma a la dispersión de quien se queda sin nada. Una escena memorable: el protagonista mira la que fuera su ventana, llueve intensamente y, aun así, a través de la cortina de agua, se ve a sí mismo relacionándose con el mundo de una manera distinta, de la manera como quizá debió haber sido siempre. Cuando le reclama a su doppelgänger lo que le está haciendo, éste le contesta que desista y reconsidere, pues gracias a él todo ha cambiado: le llama a su madre, se ha reconciliado con su amante, es mejor persona. La tormenta arrecia y lo envuelve todo.
Pesadilla en la calle. La boca de un túnel vomita a un contador a la calle; éste surge de la estación del metro con la prisa de quien sabe que va a llegar tarde, de quien no necesita verificar la hora en el reloj para saber que haga lo que haga no estará a tiempo. Al contador “lo marea la extrañeza. Se acomoda la corbata, se toca el bigote y luego los lentes. Sus ojos busca en la esquina —tan sólo a diez pasos— el puesto de revistas. Ahí se encuentra ahora una carreta de hamburguesas”. El ahora con que se marca esa mínima diferencia en el paisaje será recordado por el lector a medida que avance en el texto y junto con el protagonista descubra que esa Ciudad en la que se desplaza no es la misma de todos los días; al contador lo desconocen en la oficina, en las calles, incluso la moneda de todos los días es distinta. Aunque la Ciudad a la que fue arrojado pareciera la misma, son los objetos, las circunstancias lo que lo rechazan, su entorno el que le otorga el carácter de ajeno, es él quien ha cambiado y, tal y como ocurre en un sueño, cree que es un sueño. Y a las pesadillas no hay otra forma de confrontarlas que mediante la espera, pero la vigilia no llega, mientras la Ciudad se cierne sobre él y se va “haciendo más pequeña, ve sus oscurecidos contornos acercándose a su cuerpo. Grita, no se escucha a sí mismo: sólo los autos abajo, una jauría de hienas hambrientas.”
Con esa historia inicia Habla de lo que sabes, de Geney Beltrán Félix, sin trampas, sin trucos, con juego abierto, desde la primera página se le avisa al lector lo que le espera si decide seguir con la lectura.
Un lugar extraño. Definiciones de cuento las hay al por mayor; la mayoría parte de mencionar que la palabra proviene del término latino que significa “cuenta”, y enseguida se indica que es una narración breve de ficción. Las innumerables posibilidades de agregar elementos a esas definiciones permiten que cada quien elabore su propia teoría del cuento, que el autor que así lo desee emplee una metáfora para tratar de aprehender eso que acaba de escribir y que todos, de alguna manera, tengan razón.
Es posible encontrar una coincidencia entre todas las definiciones: el cuento es movimiento. Tránsito que obliga a cruzar una frontera y deja en el lector una sensación de extrañeza al ser llevado del lugar donde leemos hacia otra parte, algunas veces como testigos, otras como actores. Ya después se define ese recorrido como realista, de ciencia ficción, policiaco, fantástico, de terror, etcétera. El cuento es un movimiento hacia un lugar extraño que invariablemente nos involucra, y si un cuento es bueno, será memorable, como los viajes.
Esta divagación nada sofisticada acerca de la naturaleza del cuento tiene un propósito: evadir la tentación de encasillar las historias de Habla de lo que sabes en el corsé de “cuentos fantásticos”, que sería lo más sencillo. Abordar la escritura de Geney desde la definición de Todorov y asegurar que estos textos pertenecen a lo fantástico porque los caracteriza “la perplejidad frente a un hecho increíble, la indecisión entre una explicación racional y realista, y una aceptación de lo sobrenatural”. Extender la relación con el subgénero y emparentarlo con Hawthorne para subrayar la profundidad psicológica con que logra escenificar el drama de la conciencia personal de sus creaturas frente al deseo, al miedo o el fracaso, como lo hace en “Keppel Croft”, una visión adolescente, la belleza y la excitación, que irrumpe la vida de un matrimonio; la atmósfera esquizofrénica que empuja en una sola dirección al narrador de “Los perseguidos”, o el proceso deconstructivo en el que sumerge a los personajes de “Perdonados por quién”, donde el fragmento y la metáfora se establecen como única forma de supervivencia. O bien, para hacer crecer el árbol genealógico, buscar en “La hija” de Habla de lo que sabes los reflejos del Wakefield de Hawthorne.
Las historias de este libro invitan a pensar en los mejores programas de la ya mencionada Dimensión desconocida: un cuento como “Hondonada” lo permite, donde algo parecido a lo que le ocurre a Peter Jay Novins se traslada a un aspirante a escritor que espera ser recibido por la gran vaca sagrada. Sin embargo, quedarse en la identificación del subgénero, evitaría subrayar una de las características más importantes (y disfrutables) del libro de Geney: la importancia del lenguaje, el cuidado orfebre con que este autor presenta sus historias.
Densidad. Es un lugar común quejarse de las traducciones, sobre todo en los títulos: ejemplos sobran y son legión. Los casos a la inversa son mucho menos:que la traición del original ayude a comprender y/o establecer los propósitos de una obra no es algo que se lea todos los días. Uno de esos casos afortunados serían las conferencias de Italo Calvino: Lezioni americane. Sei proposte per il prossimo millennio, que en español quedaron sólo como Seis propuestas para el próximo milenio.
Gracias a la facilidad con que se simplifican los valores propuestos por Calvino, el público aprecia por encima de otras cosas que una obra cumpla con alguno de los seis principios (levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad y consistencia). Se exalta, por ejemplo, la levedad y se le coloca como meta a alcanzar: nada como la obra que no pese, que fluya sin dificultad. Por supuesto, se comenta la cita que de Valéry hizo Calvino: “Hay que ser ligero como el pájaro, no como la pluma”.
Por oposición, se desestima cuando a una obra se le exalta por su peso, por implicar un reto al lector. Éste es ya el “próximo” milenio, y la densidad está fuera de moda. Eso es para otra época, cuando se tenía tiempo para encontrar placer en el desafío del estilo.
Sin embargo, los autores memorables, los que llevan de un sitio a otro, los que nos hacen cruzar la frontera de una manera inolvidable, se caracterizan por su densidad, por un estilo propio, donde este valor no está reñido con los otros valores propuestos por Calvino.
Habla de lo que sabes es una provocación: no apuesta a la ligereza ni a la rapidez, arriesga y rivaliza al lector mediante la densidad. En estos cuentos el lenguaje no es el vehículo para la historia, lo importante es el lenguaje, no la anécdota, porque la anécdota va adquiriendo peso, gravedad, en la forma en que los personajes son llevados al límite (físico, psicológico o filosófico) y confrontados con la respuesta a las preguntas que todos nos hacemos. La profundidad de los cuentos de Geney no reside, entonces, en las anécdotas, sino en el planteamiento de las preguntas: ¿quiénes son los otros?, ¿cuándo inició el fracaso?, ¿cómo descubrir la locura?, ¿en qué momento ciframos el momento del cambio irreversible?
Como si no bastara el peso de los cuestionamientos y lo fantástico de las anécdotas, hay un autor obsesionado con el detalle y la descripción. La mirada se detiene en lo superficial para exprimirlo y sumarlo a la esencia de los personajes. Así, por ejemplo, la ciudad es un pretexto, el desastre también; hablar de un terremoto es hablar de la desgracia personal, del fracaso, y la descripción de los objetos o el paisaje son parte del estado de ánimo de los personajes, no un adorno sino una compañía imprescindible.
Densidad es la palabra que mejor define el estilo de Geney Beltrán Félix, un estilo que procura todos los detalles de la puesta en escena y que, además, sabe de los tiempos del cuento. Líneas arriba me referí a que sus textos colocan a los personajes al límite —dos en especial: “Anoche soñé que volaba” y “Sara antes del fuego”.
“Sara antes del fuego” es no sólo un ejemplo de la puesta en escena de la abismación (perdón la palabreja) de sus personajes, sino que además funciona como una muestra del control que tiene Geney sobre su herramienta: sabe qué quiere y cómo escribirlo, en este caso en específico, una pequeña lección de escritura que emplea el arte de titular una historia.
“Anoche soñé que volaba” principia así:
Soñó que iba perdiendo peso y se elevaba: veía los techos grises, negros, rojos de las casas, las láminas de cartón, algunas brillantes de aluminio, los lotes baldíos con sus medias paredes despintadas, los tinacos y tendederos de ropa, y también veía las ventanas y las figuras pequeñas de la gente, los autos y camiones y microbuses, el pavimento y las banquetas irregulares, y veía muy a lo lejos los muchos edificios, sus contornos rotos por la neblina del alba, y creía ver también las residencias con sus jardines y albercas y autos de lujo y, mientras las cosas se iban alejando y perdían toda certeza o realidad diluyéndose en el esmog y la bruma, empezó a llegarle una luz amarillenta.
Reitero: hay aquí la descripción del paisaje urbano más como un estado de ánimo, como una serie de elementos que permiten elaborar el perfil psicológico de los personajes: qué piensa alguien que lo ha perdido todo porque no encuentra cómo lograr la conexión con el objeto de su deseo, de quien no encuentra otro camino para su destino que rendirse a la violencia, violencia que está ya anunciada en esa visión panorámica del primer párrafo. Si fuera necesario recomendar exaltadamente el libro de Geney Beltrán Félix, destacaría “Anoche soñé que volaba” como muestra del control que tiene en la construcción dramática de sus personajes, la capacidad de observación, el cuidado con que el autor va hilando la trama de una anécdota que con facilidad podría despeñarse en el relato hiperviolento, en el relato ramplón de una nota roja.
Ese mismo dominio se refleja en “Ese mundo de extraños”, donde el hacinamiento, la multiplicación absurda de habitantes de un departamento son el pretexto para eludir la saudade, o bien en el texto final “El cuerpo de Sicrano”, relato de abandonos, malentendidos y desencuentros que evita el desenlace melodramático con una sutil vuelta de tuerca que lleva al lector a preguntarse si no es de nosotros de quien está hablando Geney, cuál es esa historia que nadie ha querido leer y si nosotros la comprenderíamos.
Shattertales. El capítulo de Dimensión desconocida al que hice referencia se titula Shatterday, fue dirigido por Wes Craven y está basado en un cuento con el mismo título de Harlan Ellison. Al final de ese episodio, la voz del narrador afirma: “Peter Jay Novins, ambos vencedor y víctima, de la lucha por la custodia del alma de un hombre. Un hombre que se perdió y encontró a sí mismo es un desolado campo de batalla, en algún lugar en la Dimensión Desconocida”.
Habla de lo que sabes cierra con una cita de Alejandra Pizarnik: “Pero no hables de los jardines, no hables de la luna, no hables de la rosa. Habla de lo que sabes. Habla de lo que vibra en tu médula y hace luces y sombras en tu mirada, habla del dolor incesante de tus huesos, habla del vértigo, habla de tu respiración, de tu desolación, de tu traición. Es tan oscuro, tan en silencio el proceso a que me obligo. Oh habla del silencio.” En Habla de lo que sabes, con esta decena de cuentos, Geney Beltrán Félix lo consigue.
miércoles, julio 14, 2010
Habla Angélica
Angélica López Gándara publicó un texto crítico de mi libro de cuentos Habla de lo que sabes en la revista Siglo Nuevo. En su forma íntegra, esta reseña se encuentra en su blog Líneas de Expresión. Ir aquí. O leer acá:
Habla de lo que sabes
Angélica López Gándara
El libro Habla de lo que sabes, de Geney Beltrán Félix, es una imagen contemporánea plasmada en alta definición. Es la manifestación del artista que demuestra que la bajeza humana fragmenta las emociones y obnubila la conciencia, pero que puede ser útil como alimento para el arte.
Beltrán Félix nos presenta una obra de diez cuentos forrados con un retrato que avisa, para que sepamos, de lo que va a hablar. La primera visión del lector será un recordatorio a la intimidación: un cráneo descarnado, incompleto (pues le falta la mandíbula) trepanado por un clavo. Todo habrá de entrar al cerebro, aunque sea por la fuerza -grita la portada-. Así, desde el contacto externo inicia la invención de una atmósfera agresiva y en ocasiones sofocante. Igualmente, para dejar claro cuál será el manejo de su prosa, encontramos que la dedicatoria puede ser una advertencia: “Para Andrea y Osvaldo, que viven antes del futuro”, y desde allí suponemos que se trata de un escritor provocador que mueve al lector a la duda: ¿Cuándo o dónde viven? ¿Qué es lo que se encuentra antes del futuro? Tal vez el presente, pero expresarlo así sería una ocurrencia simple. En cambio el escritor prefiere la ruta de las ideas indirectas, del trayecto elaborado. Reta al espectador de sus historias creando imágenes delirantes que, sin embargo, las reconocemos como familiares, como cotidianas. Por ello se antoja contagiosa la angustia o la locura de los protagonistas.
Allí, en la ciudad o celda, deambula un contador al que le han sustituido todo y tenemos la sensación de haber visto un muerto que se quedó después de morir, porque el secuestro se ha de perpetuar más allá del último aliento. Un muerto que no puede huir porque le angustia el futuro insalvable de su hijo: “¿Es todo una trampa? Tal vez lo quieran secuestrar. Cree ver la imagen de su hijo en un crucero, lavando parabrisas a raíz de la muerte del padre asesinado al no haber tenido Ingrid dinero para el rescate. Traga saliva”. Pero la sobrevivencia a su propia muerte dura un día: “Al amanecer es ya sólo un cadáver, contraído el rostro en una mueca de fijos gestos asustados”.
“Keppel Croft” es un lugar en Canadá y es una mujer; es una “muchacha de aire detrás de la cortina”, es la imaginación necesaria para poder soportar el hastío de la rutina desgastada y exasperante de la ciudad, de su mujer y de “las aventuras anodinas de ambos”. Le sirve para soportar las calles con las fotografías de los políticos en los postes de “una ciudad que se niega a envejecer”. De manera que le es mejor –en vísperas de navidad– quedarse en casa y hacer el amor hasta que su sueño quede sepultado en la nieve, pese a que mirando a través de su ventana se imponga la frialdad de un escenario sin nieve.En su primer libro de cuentos, Beltrán Félix nos lleva a visitar los lugares más sórdidos que existen y que se sitúan dentro de la mente humana. En su cuento “Anoche soñé que volaba”, escuchamos los pensamientos de Joaquín, él, que quiso no ser el naco que es y no haber dejado la prepa por güevón y burro y desmadroso. Joaquín maldiciendo a su hermana Celia y tocándola incestuosamente y vendiéndola por una pistola. Celia en la fascinación por el retrete. Muchacha drogada que en la inconsciencia acepta el ultraje. Ultraje que desde niña recibió. Joaquín, el cajerillo del Superama, viendo a la joven rica, superflua y hermosa que despierta en él el retorno a la caverna, al primitivismo. Porque mientras repite una vez más: “Encontró todo lo que buscaba” o “gracias, vuelva pronto”, se va transformando en asesino. Y convertido en homicida experimenta, por fin, el poder de la libertad. El crimen lo libera, por lo tanto lo engrandece. Sueña que vuela porque desde arriba todo se ve pequeño.
“En un mundo de extraños” o “departamento tomado” como diríamos con el irremediablemente recuerdo de Julio Cortázar. Nada es propio, nada es privado, todo es rentado y público. Lo único propio y privado será el dolor y la salida débil de gritar groserías y maldiciones. Habla de lo que sabes narra también la historia un esquizofrénico: Porfirio, el maestro que lee una novela de Navobokov y poemas de Browning, mientras ríe cuando “alguien lo espiaba y lo hostigaba a todas horas”. Y por eso quizá, sólo quizá, su amigo lo asesina casi con ternura.
Beltrán Félix presenta cuadros de mujeres humilladas y despreciadas por el abuelo, por el padre, por el hermano, por el júnior amante ocasional, o por el marido borracho. En “Hondonada” o la fragmentación del individuo, observamos cómo la percepción del otro cambia la percepción propia. El último cuento titulado “El cuerpo de Sicrano”, es la historia de un cartero novelista que hace entregas de sus textos a la joven que espera cartas y el regalo de un corazón para que se lo trasplanten. Es precisamente en esta historia donde el manejo regresivo de la cronología, el perfil sicológico de los personajes y las voces narrativas, nos hacen pensar que estamos ante la semilla a punto de germinar de un novelista.
En este libro de cuentos Geney Beltrán Félix, como decía en un inicio, se hace presente una especial capacidad para crear atmósferas. Toda la arquitectura del libro está hecha para que lo retratado haga sentir al lector que está involucrado; que es culpable.
martes, julio 13, 2010
Muestra Nacional de la Joven Dramaturgia 2010
Contra la novedad como dogma
El número 3 de la revista La Nave, editada por Sergio Pitol y Rodolfo Mendoza Rosendo, incluye un texto crítico de Vicente Alfonso sobre mi libro de ensayos El sueño no es un refugio sino un arma. Aquí el texto:
Contra la novedad como dogma
Vicente Alfonso
Las letras de hoy nacen en una peligrosa encrucijada. El intenso ritmo con que se suceden los títulos en las mesas de novedades y la continua reducción de espacios en donde se diseccionan los volúmenes, propicia cada vez más la circulación de comentarios breves y superficiales acerca de las obras literarias. Pareciera que para hablar de un libro ya no es necesario leerlo. Para desahogar el compromiso de evaluar una obra literaria basta conocer dos o tres anécdotas del autor y desgranar un par de cuartillas con lugares comunes, como señalar el “notable estilo”, la “experimentación con el lenguaje” y la “visión iconoclasta” del autor reseñado. Si a esto se agrega un juego de palabras armado a partir del título del libro, se tiene una reseña fresca, impecable, que puede ser citada en el café, en conversaciones de aeropuerto, en comentarios de elevador, siempre con el vértigo que impone la cotidianidad. En un alarde de concreción, muchas veces el analista se concreta a emitir, en un juicio sumario, una resolución veloz: “el libro es bueno” o “el libro es malo”.
La otra idea que participa en esta encrucijada es casi tan vieja como la literatura misma. Se trata del debate acerca del papel que juega el escritor en la sociedad. ¿Qué es la literatura? ¿Sirve para algo? ¿Debe el escritor comprometerse con la sociedad de la que forma parte? ¿Qué significa ser un escritor comprometido? “¿Escritores comprometidos? —respingará alguien desde el otro lado de esta página— dejémosle eso a Sartre, a Camus. Los problemas hoy son otros.” Y sí, hay quienes en las últimas décadas han intentado matizar esta discusión calificándola como un discurso en desuso, digno de un sitio definido en las galerías de la historia junto a los adoquines del muro de Berlín y al cadáver de Lenin. Sin embargo, un mínimo chapuzón en el tema nos revela que, lejos de ser un contrapunto superado, el problema del papel del escritor con respecto a la sociedad vive hoy uno de sus momentos decisivos.
Decir que un libro es un gran libro es en realidad no decir mucho. ¿Cuál es la diferencia entre un buen libro y uno malo? ¿Con qué criterios puede definirse esto? ¿Por la cantidad y el acomodo de adjetivos, por el suspense que se le imprime a las historias, por las dosis de besos y balas que consigna, por el número de ejemplares que vende? Por supuesto que el uso eficaz de las herramientas literarias se traduce en obras de mejor factura, del mismo modo que una adecuada combinación de colores y formas es necesaria para ser muralista. Pero tal como el arte de la pintura no se limita a tonalidades y figuras, las letras no se encasillan al uso de la sintaxis o a construcciones verbales ingeniosas. El dominio de las técnicas es apenas una condición necesaria, pero no suficiente para lograr la mejor literatura.
Rescato unas líneas de Mario Vargas Llosa para avanzar en el problema: “La gran literatura es grande no sólo por razones estrictamente literarias, sino porque en ella el talento, el dominio del lenguaje, la sabiduría en el uso de las formas sirven para que en nosotros se produzcan cambios, no solo como individuos amantes de la belleza literaria, sino como ciudadanos, como miembros de un conglomerado social”. Si la gran literatura es aquella que sirve para que en nosotros se produzcan cambios importantes, entonces un libro será más grande en la medida que detone en los lectores la necesidad de replantear su vida y la vida de su comunidad. Visto así, entre más preguntas siembra, entre más cimientos cimbra, un libro es más grande, es más necesario, está más vivo.
Entiendo que también esto sonará caduco e idealista para quienes estén impregnados del desencanto y el escepticismo que caracteriza el temple de ánimo de las corrientes que se llaman a sí mismas “posmodernas”. Ya vimos que la razón no era el camino, dicen. Las nociones de progreso y revolución ya no operan. Convencidos de la inutilidad de una literatura que cuestiona la sociedad en la que nace, hoy proliferan quienes teclean páginas y páginas que se quedan al margen de los problemas comunes a autor y lector. Resultan de allí libros incapaces de producir la comezón necesaria para observar y cuestionar el entorno. Pero entonces las preguntas insisten, revolotean, moyotes necios en torno a nuestra oreja: por qué leemos, por qué escribimos.
Como dije antes, estas interrogantes son viejas, pero eso no quiere decir que estén resueltas. Tampoco hemos logrado respuestas definitivas a qué es la vida o cómo se formó el universo. Un libro reciente que trata sobre física cuántica contiene esta aclaración: “No te preocupes si te provoca un dolor de cabeza. Nadie entiende a la física cuántica. Lo que importa es que las ecuaciones asociadas a estas ideas tienen muchas aplicaciones prácticas, que funcionan las entiendas o no” (Gribbin John, Física Cuántica, p. 34). La ciencia también tiene sus dogmas.
Asumimos que el hecho de vivir en una época nos confiere conocimientos. Ensoberbecidos, vemos por encima del hombro a las generaciones que jamás abordaron un avión, que no sabían curar la sífilis, que no conocieron el verso libre, que escribían maniatados por la censura de la Iglesia. Pero esa sensación de que vivimos en el límite del conocimiento se desvanece cuando queremos ejercerla en el nivel individual. Dicho de otra forma, nos jactamos de la estación espacial pero tenemos dificultades para arreglar el flotador del excusado. Admitámoslo: somos herederos, disfrutamos los avances residuales que, como benéficas migajas, saltaron de la lucha de otras generaciones contra las preguntas que no podemos responder. No somos mejores que el pasado, somos en parte producto de él.
Reconozcamos que nos frustra o nos aterra sentirnos en la búsqueda de las mismas respuestas que desvelaron a esos antepasados, quizá porque intuimos que tampoco nuestra generación logrará respuestas definitivas: queremos asumirnos en otra etapa, en otro escalón, y para eso lo más simple es negar que nos interesan los enigmas. Disfrazamos el miedo de apatía. Trasladando esta postura a lo literario, José Emilio Pacheco dice que “ya no hay grandes maestros porque nadie quiere ser aprendiz”. Es cierto: ser aprendiz implica heredar, junto con las técnicas y los secretos del oficio, las dudas de los maestros y el compromiso de hacer lo necesario para resolverlas.
A una literatura impregnada de la visión posmodernista correspondería una crítica hecha bajo los mismos códigos: instalados en la abulia y el conformismo, qué caso tiene explicar qué es la literatura, qué es la vida. Pero ante tal desgano hay quienes se atreven a seguir barrenando. La prueba más reciente es El sueño no es un refugio sino un arma, libro de ensayos de Geney Beltrán Félix publicado dentro de la colección Diagonal de la Universidad Nacional Autónoma de México. Compuesto por 24 textos distribuidos en dos grandes apartados, este libro se niega a conformarse con el dogma de la novedad y se mete de lleno con las grandes preguntas: por qué leemos, por qué escribimos, por qué es necesaria la crítica aún donde no hay lectores. Sin pretender conclusiones definitivas, Geney busca qué hay detrás de las respuestas inmediatas que pueden ir desde el mero entretenimiento –leemos para saber quién apretó el gatillo en una novela policiaca– hasta lo contrario: leemos para ver las palabras volcándose sobre sí mismas, convirtiendo a la literatura en una suerte de matraz que serviría para guardar el lenguaje en estado químicamente puro, donde quedan manifiestas las potencias del lenguaje y otras pirotecnias de laboratorio.
En El sueño no es un refugio sino un arma, Geney Beltrán explica por qué hay críticos que confunden novedad con inercia y aplauden los malabares verbales en el vacío como si se tratara de hallazgos genuinos. En el tercero de los ensayos, titulado “No narrarás”, esta idea aparece expuesta velozmente: en estos días el riesgo técnico es sinónimo de innovación literaria. Parece más meritorio saltarse las trancas y destrozar las reglas de un género literario que lograr productos bien armados a partir de las reglas establecidas. A esta visión, Geney contrapone sólidos argumentos: nos recuerda que al contrario de lo que ocurre con el color y el sonido, el lenguaje no sólo no está en la naturaleza, sino que nos separa de ella. La literatura es esencialmente humana. “La materia de toda narración estrictamente poderosa es lo humano, a secas” escribe. “Nadie escribe y nada se escribe desde el limbo, nadie toma la decisión de obedecer a la urgencia particular de la escritura si no es a partir del drástico descontento ante la experiencia vital. Y si se vive en un entorno de violencia, corrupción, mentira y cinismo, y si este panorama provoca en el escritor una desazón y rabia que rayan en la repugnancia, no hay menoscabo de lo artístico en plantear la literatura como una forma de acción posible, al menos en la forma de una crítica de esa realidad”, afirma. De allí parte para echar por tierra uno de los paradigmas de la literatura actual: que necesariamente más nuevo significa mejor. La novedad no tiene por qué ser un dogma en nuestras letras, aunque hay que agregar que tampoco lo contrario es ley: una novela no será buena sólo porque está escrita con las herramientas literarias que se usaban en el siglo XIX. El error está en tomar como virtudes o como defectos lo que en realidad son características.
Otro ensayo de este libro memorable es “La ciudad sin Racine”, que expone con tono desenfadado y ágil las condiciones de lo que Geney llama “bastardía intelectual”. Se trata de un mal que muchos hemos padecido. El autor relata cómo su hambre de lector tuvo que sortear los problemas de vivir en una ciudad del norte mexicano en donde los libros no son prioridad: “un grave problema radica en el hecho de que los temarios de las escuelas imponen una trasmisión de datos concernientes a la literatura, no las herramientas cognoscitivas que permitan su aprehensión crítica y su disfrute intelectual. Datos, sólo datos: fechas, nombres y títulos…”. Otra vez el dogma. Nos dicen qué es importante, pero omiten decirnos por qué.
Difiero con muchas ideas entre las que Geney propone en su libro. Comenta por ejemplo que hay escribidores capaces de redactar novelas que lo mismo hablen de ferrocarrileros que del Imperio de Maximiliano, sobre un dictador dominicano o un pintor francés; me parece que está confundiendo el tema con la anécdota. Pero tal como las fórmulas científicas suelen incluir su propia comprobación, El sueño no es un refugio sino un arma aboga por el derecho a equivocarse en un ensayo titulado “Derechos y contradicciones del crítico”. Más que un disclaimer, ese ensayo me parece la clave bajo la cual el libro debe ser leído: “No creo que un crítico deba ser irrefutable para tener valía (…) Iluso sería creer que el crítico es esa figura con cuyas ideas habremos de estar de acuerdo en toda ocasión”.
Geney baja a los críticos del pedestal y propone replantear la función de éstos como maestros de lectura. Eso implicaría en primer lugar que la crítica y las reseñas no se escribiesen para los autores –como usualmente ocurre en este país– sino para los lectores, aún cuando éstos existan sólo en el terreno de la hipótesis.
Pienso en las afirmaciones de Walter Benjamin, que en 1934 planteaba la necesidad de que los artistas, en especial los literatos, reflexionaran acerca del papel que juegan los creadores en la sociedad. “Un autor que no enseña nada a los escritores, no enseña a nadie”, escribió Benjamin en El autor como productor. En ese sentido, El sueño no es un refugio sino un arma es un magnífico libro, lleno de reflexiones útiles no sólo para escritores, sino para creadores y lectores en general, pues aunque esencialmente se trata de un volumen literario, en realidad son pocas las esferas de la vida que no pasan por las neuronas de este joven que combina con habilidad las labores del narrador, del ensayista y del editor. (Además de estos ensayos, Geney ha publicado el libro de cuentos Habla de lo que sabes, publicado por Jus, y es fundador de Páramo Ediciones). Hay en este libro muchas resonancias bíblicas además del “No narrarás” que parafrasea el quinto mandamiento católico. Esto no es simple pirotecnia ni rimbombancia hueca. Geney parece recordarnos el papel fundamental de la palabra escrita en la cultura, evocando libros sagrados como El Corán, La Biblia.
Afirmé al inicio de este texto que la literatura de hoy nace en un cruce peligroso, en un momento arduo. La tentación del juicio fácil conjugada con el desuso del debate acerca de la tarea del escritor propicia que olvidemos que la mejor manera responder a la aparición de un libro es enfrascándonos por propia voluntad en las ideas que contiene, discutiendo con éstas, negándolas o dejando que detonen cambios importantes en nuestras vidas. Sirva esta reseña como invitación a que cada quien realice su lectura de este libro, no como el atropellado resumen que nos pedían los maestros en la escuela para comprobar que repasamos la lección.
La otra idea que participa en esta encrucijada es casi tan vieja como la literatura misma. Se trata del debate acerca del papel que juega el escritor en la sociedad. ¿Qué es la literatura? ¿Sirve para algo? ¿Debe el escritor comprometerse con la sociedad de la que forma parte? ¿Qué significa ser un escritor comprometido? “¿Escritores comprometidos? —respingará alguien desde el otro lado de esta página— dejémosle eso a Sartre, a Camus. Los problemas hoy son otros.” Y sí, hay quienes en las últimas décadas han intentado matizar esta discusión calificándola como un discurso en desuso, digno de un sitio definido en las galerías de la historia junto a los adoquines del muro de Berlín y al cadáver de Lenin. Sin embargo, un mínimo chapuzón en el tema nos revela que, lejos de ser un contrapunto superado, el problema del papel del escritor con respecto a la sociedad vive hoy uno de sus momentos decisivos.
Decir que un libro es un gran libro es en realidad no decir mucho. ¿Cuál es la diferencia entre un buen libro y uno malo? ¿Con qué criterios puede definirse esto? ¿Por la cantidad y el acomodo de adjetivos, por el suspense que se le imprime a las historias, por las dosis de besos y balas que consigna, por el número de ejemplares que vende? Por supuesto que el uso eficaz de las herramientas literarias se traduce en obras de mejor factura, del mismo modo que una adecuada combinación de colores y formas es necesaria para ser muralista. Pero tal como el arte de la pintura no se limita a tonalidades y figuras, las letras no se encasillan al uso de la sintaxis o a construcciones verbales ingeniosas. El dominio de las técnicas es apenas una condición necesaria, pero no suficiente para lograr la mejor literatura.
Rescato unas líneas de Mario Vargas Llosa para avanzar en el problema: “La gran literatura es grande no sólo por razones estrictamente literarias, sino porque en ella el talento, el dominio del lenguaje, la sabiduría en el uso de las formas sirven para que en nosotros se produzcan cambios, no solo como individuos amantes de la belleza literaria, sino como ciudadanos, como miembros de un conglomerado social”. Si la gran literatura es aquella que sirve para que en nosotros se produzcan cambios importantes, entonces un libro será más grande en la medida que detone en los lectores la necesidad de replantear su vida y la vida de su comunidad. Visto así, entre más preguntas siembra, entre más cimientos cimbra, un libro es más grande, es más necesario, está más vivo.
Entiendo que también esto sonará caduco e idealista para quienes estén impregnados del desencanto y el escepticismo que caracteriza el temple de ánimo de las corrientes que se llaman a sí mismas “posmodernas”. Ya vimos que la razón no era el camino, dicen. Las nociones de progreso y revolución ya no operan. Convencidos de la inutilidad de una literatura que cuestiona la sociedad en la que nace, hoy proliferan quienes teclean páginas y páginas que se quedan al margen de los problemas comunes a autor y lector. Resultan de allí libros incapaces de producir la comezón necesaria para observar y cuestionar el entorno. Pero entonces las preguntas insisten, revolotean, moyotes necios en torno a nuestra oreja: por qué leemos, por qué escribimos.
Como dije antes, estas interrogantes son viejas, pero eso no quiere decir que estén resueltas. Tampoco hemos logrado respuestas definitivas a qué es la vida o cómo se formó el universo. Un libro reciente que trata sobre física cuántica contiene esta aclaración: “No te preocupes si te provoca un dolor de cabeza. Nadie entiende a la física cuántica. Lo que importa es que las ecuaciones asociadas a estas ideas tienen muchas aplicaciones prácticas, que funcionan las entiendas o no” (Gribbin John, Física Cuántica, p. 34). La ciencia también tiene sus dogmas.
Asumimos que el hecho de vivir en una época nos confiere conocimientos. Ensoberbecidos, vemos por encima del hombro a las generaciones que jamás abordaron un avión, que no sabían curar la sífilis, que no conocieron el verso libre, que escribían maniatados por la censura de la Iglesia. Pero esa sensación de que vivimos en el límite del conocimiento se desvanece cuando queremos ejercerla en el nivel individual. Dicho de otra forma, nos jactamos de la estación espacial pero tenemos dificultades para arreglar el flotador del excusado. Admitámoslo: somos herederos, disfrutamos los avances residuales que, como benéficas migajas, saltaron de la lucha de otras generaciones contra las preguntas que no podemos responder. No somos mejores que el pasado, somos en parte producto de él.
Reconozcamos que nos frustra o nos aterra sentirnos en la búsqueda de las mismas respuestas que desvelaron a esos antepasados, quizá porque intuimos que tampoco nuestra generación logrará respuestas definitivas: queremos asumirnos en otra etapa, en otro escalón, y para eso lo más simple es negar que nos interesan los enigmas. Disfrazamos el miedo de apatía. Trasladando esta postura a lo literario, José Emilio Pacheco dice que “ya no hay grandes maestros porque nadie quiere ser aprendiz”. Es cierto: ser aprendiz implica heredar, junto con las técnicas y los secretos del oficio, las dudas de los maestros y el compromiso de hacer lo necesario para resolverlas.
A una literatura impregnada de la visión posmodernista correspondería una crítica hecha bajo los mismos códigos: instalados en la abulia y el conformismo, qué caso tiene explicar qué es la literatura, qué es la vida. Pero ante tal desgano hay quienes se atreven a seguir barrenando. La prueba más reciente es El sueño no es un refugio sino un arma, libro de ensayos de Geney Beltrán Félix publicado dentro de la colección Diagonal de la Universidad Nacional Autónoma de México. Compuesto por 24 textos distribuidos en dos grandes apartados, este libro se niega a conformarse con el dogma de la novedad y se mete de lleno con las grandes preguntas: por qué leemos, por qué escribimos, por qué es necesaria la crítica aún donde no hay lectores. Sin pretender conclusiones definitivas, Geney busca qué hay detrás de las respuestas inmediatas que pueden ir desde el mero entretenimiento –leemos para saber quién apretó el gatillo en una novela policiaca– hasta lo contrario: leemos para ver las palabras volcándose sobre sí mismas, convirtiendo a la literatura en una suerte de matraz que serviría para guardar el lenguaje en estado químicamente puro, donde quedan manifiestas las potencias del lenguaje y otras pirotecnias de laboratorio.
En El sueño no es un refugio sino un arma, Geney Beltrán explica por qué hay críticos que confunden novedad con inercia y aplauden los malabares verbales en el vacío como si se tratara de hallazgos genuinos. En el tercero de los ensayos, titulado “No narrarás”, esta idea aparece expuesta velozmente: en estos días el riesgo técnico es sinónimo de innovación literaria. Parece más meritorio saltarse las trancas y destrozar las reglas de un género literario que lograr productos bien armados a partir de las reglas establecidas. A esta visión, Geney contrapone sólidos argumentos: nos recuerda que al contrario de lo que ocurre con el color y el sonido, el lenguaje no sólo no está en la naturaleza, sino que nos separa de ella. La literatura es esencialmente humana. “La materia de toda narración estrictamente poderosa es lo humano, a secas” escribe. “Nadie escribe y nada se escribe desde el limbo, nadie toma la decisión de obedecer a la urgencia particular de la escritura si no es a partir del drástico descontento ante la experiencia vital. Y si se vive en un entorno de violencia, corrupción, mentira y cinismo, y si este panorama provoca en el escritor una desazón y rabia que rayan en la repugnancia, no hay menoscabo de lo artístico en plantear la literatura como una forma de acción posible, al menos en la forma de una crítica de esa realidad”, afirma. De allí parte para echar por tierra uno de los paradigmas de la literatura actual: que necesariamente más nuevo significa mejor. La novedad no tiene por qué ser un dogma en nuestras letras, aunque hay que agregar que tampoco lo contrario es ley: una novela no será buena sólo porque está escrita con las herramientas literarias que se usaban en el siglo XIX. El error está en tomar como virtudes o como defectos lo que en realidad son características.
Otro ensayo de este libro memorable es “La ciudad sin Racine”, que expone con tono desenfadado y ágil las condiciones de lo que Geney llama “bastardía intelectual”. Se trata de un mal que muchos hemos padecido. El autor relata cómo su hambre de lector tuvo que sortear los problemas de vivir en una ciudad del norte mexicano en donde los libros no son prioridad: “un grave problema radica en el hecho de que los temarios de las escuelas imponen una trasmisión de datos concernientes a la literatura, no las herramientas cognoscitivas que permitan su aprehensión crítica y su disfrute intelectual. Datos, sólo datos: fechas, nombres y títulos…”. Otra vez el dogma. Nos dicen qué es importante, pero omiten decirnos por qué.
Difiero con muchas ideas entre las que Geney propone en su libro. Comenta por ejemplo que hay escribidores capaces de redactar novelas que lo mismo hablen de ferrocarrileros que del Imperio de Maximiliano, sobre un dictador dominicano o un pintor francés; me parece que está confundiendo el tema con la anécdota. Pero tal como las fórmulas científicas suelen incluir su propia comprobación, El sueño no es un refugio sino un arma aboga por el derecho a equivocarse en un ensayo titulado “Derechos y contradicciones del crítico”. Más que un disclaimer, ese ensayo me parece la clave bajo la cual el libro debe ser leído: “No creo que un crítico deba ser irrefutable para tener valía (…) Iluso sería creer que el crítico es esa figura con cuyas ideas habremos de estar de acuerdo en toda ocasión”.
Geney baja a los críticos del pedestal y propone replantear la función de éstos como maestros de lectura. Eso implicaría en primer lugar que la crítica y las reseñas no se escribiesen para los autores –como usualmente ocurre en este país– sino para los lectores, aún cuando éstos existan sólo en el terreno de la hipótesis.
Pienso en las afirmaciones de Walter Benjamin, que en 1934 planteaba la necesidad de que los artistas, en especial los literatos, reflexionaran acerca del papel que juegan los creadores en la sociedad. “Un autor que no enseña nada a los escritores, no enseña a nadie”, escribió Benjamin en El autor como productor. En ese sentido, El sueño no es un refugio sino un arma es un magnífico libro, lleno de reflexiones útiles no sólo para escritores, sino para creadores y lectores en general, pues aunque esencialmente se trata de un volumen literario, en realidad son pocas las esferas de la vida que no pasan por las neuronas de este joven que combina con habilidad las labores del narrador, del ensayista y del editor. (Además de estos ensayos, Geney ha publicado el libro de cuentos Habla de lo que sabes, publicado por Jus, y es fundador de Páramo Ediciones). Hay en este libro muchas resonancias bíblicas además del “No narrarás” que parafrasea el quinto mandamiento católico. Esto no es simple pirotecnia ni rimbombancia hueca. Geney parece recordarnos el papel fundamental de la palabra escrita en la cultura, evocando libros sagrados como El Corán, La Biblia.
Afirmé al inicio de este texto que la literatura de hoy nace en un cruce peligroso, en un momento arduo. La tentación del juicio fácil conjugada con el desuso del debate acerca de la tarea del escritor propicia que olvidemos que la mejor manera responder a la aparición de un libro es enfrascándonos por propia voluntad en las ideas que contiene, discutiendo con éstas, negándolas o dejando que detonen cambios importantes en nuestras vidas. Sirva esta reseña como invitación a que cada quien realice su lectura de este libro, no como el atropellado resumen que nos pedían los maestros en la escuela para comprobar que repasamos la lección.
viernes, julio 09, 2010
Habla con la tripulación
Hace poco menos de dos meses sostuve una conversación con Javier Moro y Moon Rider, sobre mi libro Habla de lo que sabes, para el programa Tripulación nocturna, de Radio Efímera. El podcast se puede ahora descargar en esta dirección.
Mijail Lamas: taller de poesía en la ciudad de México
TALLER DE ALQUIMIA POÉTICA
Impartido por: Mijail Lamas
Sábados de 10 a 12 hrs.
Costo: 400
OBJETIVOS:
Este taller busca transmitir a los asistentes las herramientas teóricas para la comprensión y crítica de la poesía, así como el conocimiento y la comprensión de los instrumentos de la preceptiva poética que detonen la escritura de los asistentes.
DESCRIPCIÓN:
Cada sesión del taller desarrolla temas y elementos teóricos que a su vez proponen actividades prácticas de la alquimia de la escritura poética, de tal manera que se articule en cada sesión el conocimiento profundo de la materia. Algunos de los temas a desarrollar son el lenguaje figurado, las vanguardias, la experimentación, así como algunas formas métricas y estróficas de la lírica culta y popular que a su vez deberán practicarse, utilizando ejemplos reconocidos de la tradición poética en lengua española. En la segunda parte de la sesión se realizarán ejercicios de escritura poética y se discutirán los trabajos que los asistentes aporten.
PRIMERA PARTE
-La poesía en la vida diaria
-El lenguaje figurado (elementos de retórica y poética).
a) Figuras de palabra
b) Figuras de pensamiento
-El verso, la rima y el ritmo:
a) El octosílabo y sus formas estróficas
b) El heptasílabo y el alejandrino castellano.
c) El endecasílabo y sus formas estróficas
d) Otras estructuras rítmicas (versificación paralelística y pies métricos)
f) La silva castellana y el verso libre.
SEGUNDA PARTE
-Las vanguardias latinoamericanas
a) Antecedentes, poéticas y manifiestos (Futurismo, Dadaísmo, Surrealismo, etc.)
b) El Estridentismo y el grupo de Contemporáneos
c) La poesía de Paz, Vallejo y Girondo.
d) Concretismo y Neobarroco
-Elementos de poesía experimental
-Poéticas
INFORMES Y REGISTRO en Donceles 66, Centro Histórico, México, D.F., cerca de Metro Allende y Metro Zocalo. Tel. (55) 9150 14 65, ljerkov@jus.com.mx, preguntar por Laura Jerkov.
Impartido por: Mijail Lamas
Sábados de 10 a 12 hrs.
Costo: 400
OBJETIVOS:
Este taller busca transmitir a los asistentes las herramientas teóricas para la comprensión y crítica de la poesía, así como el conocimiento y la comprensión de los instrumentos de la preceptiva poética que detonen la escritura de los asistentes.
DESCRIPCIÓN:
Cada sesión del taller desarrolla temas y elementos teóricos que a su vez proponen actividades prácticas de la alquimia de la escritura poética, de tal manera que se articule en cada sesión el conocimiento profundo de la materia. Algunos de los temas a desarrollar son el lenguaje figurado, las vanguardias, la experimentación, así como algunas formas métricas y estróficas de la lírica culta y popular que a su vez deberán practicarse, utilizando ejemplos reconocidos de la tradición poética en lengua española. En la segunda parte de la sesión se realizarán ejercicios de escritura poética y se discutirán los trabajos que los asistentes aporten.
PRIMERA PARTE
-La poesía en la vida diaria
-El lenguaje figurado (elementos de retórica y poética).
a) Figuras de palabra
b) Figuras de pensamiento
-El verso, la rima y el ritmo:
a) El octosílabo y sus formas estróficas
b) El heptasílabo y el alejandrino castellano.
c) El endecasílabo y sus formas estróficas
d) Otras estructuras rítmicas (versificación paralelística y pies métricos)
f) La silva castellana y el verso libre.
SEGUNDA PARTE
-Las vanguardias latinoamericanas
a) Antecedentes, poéticas y manifiestos (Futurismo, Dadaísmo, Surrealismo, etc.)
b) El Estridentismo y el grupo de Contemporáneos
c) La poesía de Paz, Vallejo y Girondo.
d) Concretismo y Neobarroco
-Elementos de poesía experimental
-Poéticas
INFORMES Y REGISTRO en Donceles 66, Centro Histórico, México, D.F., cerca de Metro Allende y Metro Zocalo. Tel. (55) 9150 14 65, ljerkov@jus.com.mx, preguntar por Laura Jerkov.
jueves, julio 08, 2010
Los magisterios
El número de julio de la Revista de la Universidad de México incluye mi texto crítico «Los magisterios», sobre el libro La guerra fue breve, de Gabriel Bernal Granados. Esta edición incluye también el ensayo «Paredón», de Nadia Villafuerte, así como materiales en torno a Carlos Monsiváis, José Saramago, Bolívar Echeverría y Gabriel Vargas.
miércoles, julio 07, 2010
Tierra Adentro, 164
El número 164 de la revista Tierra Adentro incluye, en su sección Fraguas, de crítica literaria, el texto "Conjuras y conjuraciones del ensayo joven mexicano", de Ignacio M. Sánchez Prado, sobre los libros El complejo Fitzgerald, de José Mariano Leyva, Inmanencia viral, de Fausto Alzati Fernández (Tierra Adentro), Contra la vida activa, de Rafael Lemus (Tumbona), y La increíble hazaña de ser mexicano, de Heriberto Yépez (Temas de Hoy).
También, Lucía Leonor Enríquez escribe sobre el tomo II, Teatro, de las obras reunidas (FCE) de Elena Garro. Jorge Solís Arenazas comenta Muerte en la rúa Augusta, de Tedi López Mills (Almadía), y Autobiografía de Rojo, de Anne Carson, en la versión de la misma Tedi (Cálamus). Francisco Meza analiza La isla de las breves ausencias, de Francisco Hernández (Almadía). Jorge Mendoza Romero hace una revisión de Cielo del perezoso, de Daniel Téllez (Bonobos), y Mijail Lamas escribe sobre Anábasis, de Saint-John Perse, en la traducción de José Luis Rivas (Ediciones Era).
En la sección Estantería se incluye breves notas sobre Los geniecillos dominicales, de Julio Ramón Ribeyro (por Romeo Tello A.), La bestia del corazón, de Herta Müller (por Berenice Vázquez), Cuentos (casi) completos, de Calvert Casey (por elgeney), Porno, de Marcos Bertorello, Cartas de un joven escritor, de Juan Carlos Onetti (por Atahualpa Espinosa) y Crónicas y ensayos. Nueva York y París, 1909-1911, de Marius de Zayas (por Mauricio Salvador).
También, Lucía Leonor Enríquez escribe sobre el tomo II, Teatro, de las obras reunidas (FCE) de Elena Garro. Jorge Solís Arenazas comenta Muerte en la rúa Augusta, de Tedi López Mills (Almadía), y Autobiografía de Rojo, de Anne Carson, en la versión de la misma Tedi (Cálamus). Francisco Meza analiza La isla de las breves ausencias, de Francisco Hernández (Almadía). Jorge Mendoza Romero hace una revisión de Cielo del perezoso, de Daniel Téllez (Bonobos), y Mijail Lamas escribe sobre Anábasis, de Saint-John Perse, en la traducción de José Luis Rivas (Ediciones Era).
En la sección Estantería se incluye breves notas sobre Los geniecillos dominicales, de Julio Ramón Ribeyro (por Romeo Tello A.), La bestia del corazón, de Herta Müller (por Berenice Vázquez), Cuentos (casi) completos, de Calvert Casey (por elgeney), Porno, de Marcos Bertorello, Cartas de un joven escritor, de Juan Carlos Onetti (por Atahualpa Espinosa) y Crónicas y ensayos. Nueva York y París, 1909-1911, de Marius de Zayas (por Mauricio Salvador).
viernes, julio 02, 2010
Guardagujas
Ayer jueves se publicó mi texto narrativo «Víscera» en el suplemento mensual Guardagujas, que dirige Edilberto Aldán y se publica en el periódico La Jornada Aguascalientes.
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