El texto de Jorge Téllez incluye tergiversaciones y
simplificaciones de lo que yo he escrito. Él afirma que, para resolver el
problema de la ausencia de disenso en la literatura mexicana, propongo en “Esto
es lo que (no) hay” el nacimiento de un Instituto del Libro. Falso. Lo que sí
dije es que un Instituto de Libro sería el mecanismo adecuado para hacer
resurgir —no la crítica— la industria editorial mexicana. ¿Por qué la
confusión? Me temo que Téllez ve más fácil refutar a un colega caricaturizando
sus argumentos.
Lo mismo ocurre en su muy
veloz comentario de mi texto “Escribir esta historia es imposible”, sobre los
dos libros recientes de cuentos de Gabriel Wolfson, Profesores y Be y Pies.
Téllez omite sospesar mi reflexión sobre las condiciones en que se gestaría una
ficción con esas características, y las repercusiones políticas que habría de
tener; todo lo explica, en cambio, con base en un supuesto prejuicio ante el
académico que no sale al parque. Téllez se apresura: antes de juzgar, es
necesario analizar los decires ajenos. De fondo hay en este reparo suyo,
sospecho, la idea de que la creación contemporánea sólo puede ser desmenuzada
de una estricta forma, con unos lentes que, por lo que leo, él supone sólo se
entregan en la academia. Pienso en la crítica como un diálogo más amplio y más
libre, donde no se requieren doctorados sino argumentos.
El tenor principal de
la respuesta de Téllez es la reivindicación de las labores académicas. Para él,
si no lo leí con el apresuramiento que él mismo se permite, la reseña ha
desaparecido en México porque ha cedido su lugar a los estudios y monografías que
salen de los cubículos. Hay dos errores aquí. Uno es: desde hace muchas décadas
existen estudios académicos en México; convivieron, de hecho, con el periodismo
literario. Lo que sí es innegable es que, mientras la academia en México sigue
recibiendo subsidios para fomentar investigaciones como las que Téllez cita, y
muchas más, y mientras numerosos mexicanos han podido realizar su carrera y su
obra, con merecidos apoyos, en universidades de Estados Unidos, la reseña no ha
contado con la misma suerte. Que Téllez se permita la impresionista afirmación
de que en mi ensayo hay una “nostalgia” por un mundo perdido, le sirve para validar
el actual estado de cosas y no adentrarse, libre de prejuicios, en la exploración
del fenómeno. Así, evita enfrentar lo que al fin señalo en “Esto es lo que (no)
hay”: que la muerte de la reseña tiene en México causas sistémicas (el
mecenazgo y la concentración editorial) y consecuencias sociales y políticas (el
nulo diálogo en torno de los libros en la vida del ciudadano de a pie), y que
hay una relación entre una comunidad cultural que no discute públicamente sus
libros y la dificultad de nuestra sociedad para enfrentar con mayor énfasis
crítico la deriva de corrupción y violencia en que se halla el país. ¿Por qué
Téllez elude estos temas?
Jorge Téllez también se
equivoca en otro aspecto: la reseña y el paper
nunca han tenido la misma función. Es ilusorio buscar aquí una dicotomía: no es
que los reseñistas de hace cuarenta años sean los profesores de 2016; no es
que, si hay academia, no puede haber periodismo literario. Investigación y
divulgación se necesitan una a la otra. Porque lo que tenemos ahora es la
pérdida de espacios para la difusión y el diálogo libresco en la esfera
pública. De hecho, la producción académica conoce la misma suerte de mucha de
la literatura mexicana: su escasa o nula circulación fuera del ámbito propio da
lugar a que lo verdaderamente valioso de sí difícilmente alcance una
repercusión social. Esto se debe, creo, no a una conjura de escritores prejuiciosos
contra el medio universitario, sino a un problema estructural que define la
ordalía de la cultura de hoy en México, y en lo que nunca será innecesario
insistir: tanto el desastre educativo, la falta de librerías y el
desabastecimiento de las bibliotecas públicas, como la disposición de un estado
mecenas a subsidiar la creación mas no la crítica y los requerimientos de
validación universitaria —los de Conacyt en México— que desestimulan la
participación de los investigadores en labores de divulgación.
Llama la atención que
si Téllez tan económicamente despide a la reseña actual como “impresionista”,
“conservadora” o “ambas cosas”, no tenga el mismo ánimo exigente con la
producción académica. Cualquier diría, luego de leer su texto, que en ese
espacio no hay la menor mediocridad ni complacencia, y que, por citar ejemplos,
Liliana Weinberg e Ignacio Sánchez Prado, dos pensadores de lo más lúcidos, son
la norma y no, lamentablemente, las excepciones en un panorama, por lo menos en
lo que respecta al entorno mexicano, donde no están ausentes las mafias, los plagios
y el adocenamiento intelectual.
El camino que toma
Téllez es lo menos crítico que hay: la propaganda. Su operación de soltar
nombres y acomodar links de ejemplos de trabajo académico actual es un
ejercicio de relaciones públicas, pues lo lleva a obviar la exigencia de ofrecer
argumentos que sostengan sus elogios. No da más pruebas que sus dichos: la
enumeración entusiasta de investigadores y proyectos suple la revisión puntual
de cada uno, tarea que, ya entrados en esto, podría él mismo emprender
quincenalmente en su bitácora. El trabajo de Oswaldo Zavala, de Tumbona o de
Sur + saldría ganando si, más que blurbs apresurados que a muy poco
comprometen, recibieran un examen más detenido. El crítico, sea del gremio que
sea, nunca debe volverse un publicista; por más encomiables que nos parezcan, y
sean, las intenciones de una editorial independiente o un proyecto de
investigación, la mayor muestra de respeto que les debemos es, siempre, leerlos
con distancia y rigor, sin condescendientes palmaditas en la espalda.
Curiosa forma de
refutar mi ensayo la que encuentra Téllez: dándome la razón. En mi ensayo
señalo esa camaradería, ese campamento de boy scouts en que se ha convertido el
medio literario de México; Téllez me hace creer que esa misma camaradería sonriente
parece estar campeando en las parcelas de la academia por las que él transita.