SAGA DEL HÉROE NERVIOSO
En el principio fue el narrar. Desde el origen de la historia predomina el
relato sobre la reflexión. Primero fue Homero y después Sócrates. Y tan es así
que Dios, uno de los más antiguos narradores fantásticos, autor del Génesis
—entre otros títulos—, antecede a los primeros críticos y ensayistas: Job,
Isaías, Qohélet.
Milenios después, en la obra de Sergio Pitol
al principio fue también el relato. Él mismo ha referido la fábula de su
formación literaria. Salvo por algunos ensayos sobre literatura, las décadas de
los sesenta y setenta disciernen en su trayectoria el predominio de la ficción
con varios tomos de cuento y una novela: El tañido de una flauta.
Los ochenta fueron los más prolíficos de su narrativa. En 1981, ya casi
al doblar el medio siglo de su vida, publicó Nocturno de Bujara, una colección de cuatro relatos
excelentes después reeditada como Vals de Mefisto, a la que siguieron Juegos
florales, El desfile del amor y Domar a la divina garza. Estos
cuatro títulos habrían bastado para darle un sitio irrefutable en la literatura
mexicana. Sin embargo, el lector asiduo de Pitol tiende a considerar que su
mejor escritura está en el Tríptico Tardío, que se abrió en 1996 con El arte
de la fuga, y que conformarían también el breve y delicioso El viaje
y El mago de Viena, publicado en 2006.
El lugar común
habla de la mixtura de los géneros como el sello de esos tres libros de Pitol.
Con todo, aclárese que en varios de los títulos anteriores a El arte de la
fuga la escritura o —dicho con un cariz más amplio— la creación constituía
el tema central y aceptaba diferentes perspectivas y tratamientos. Pienso no
obstante que la virtud del Tríptico Tardío consiste en el hecho de que Pitol se
convirtió en esas páginas en el personaje principal, en el héroe nervioso y
obsesivo de sí mismo.
Sergio Pitol,
por supuesto, no ha sido el primero en mezclar géneros. No sería desmedido
afirmar que una costumbre de nuestra época consiste en aplaudir sin reserva las
obras en las que las fronteras entre los géneros literarios se han perdido o
por lo menos difuminado. No es infrecuente detectar a lectores boquiabiertos
ante libros misceláneos, en los cuales uno tropieza, muy gozosamente, con la
promiscuidad de apuntes de viaje, narraciones autobiográficas, reflexiones,
ensayos, citas, máximas, crónicas, entradas de diario, etcétera. Esos tomos
híbridos para nada podrían ser argumentados como una exclusividad de nuestros
años posmodernos. El siglo XVIII y el XIX ofrecen algunos ejemplos de prosas
hesitantes y multiformes, como el
Viaje sentimental de Sterne, Jacques el fatalista de Diderot,
Suspiria de profundis de De Quincey, el Viaje alrededor de mi cuarto de
Xavier de Maistre o los Viajes por mi tierra del lusitano Almeida
Garrett.
Este tipo de
obras son aún, sin duda, una excepción. Pues en la actualidad se siguen
escribiendo y publicando numerosas novelas que son prístina y decimonónicamente
novelas, y ensayos que son argumentaciones bien escritas, bien pensadas y ya.
Los ejemplos azarosos de libros híbridos despiertan nuestra admiración y gusto
no sólo, cuando es el caso, por su gran calidad literaria sino también porque
destacan solitariamente ante la multitud de ensayos y novelas convencionales
que, incluso si se trata, en instancias fortuitas, de obras maestras, no
concitan un tono trasgresor y sorprendido del aplauso.
Habría que ir
más allá: no sólo referir el fenómeno sino hurgar en el porqué de esta
inveterada dislocación genérica. Diríase primero: en cuanto linderos, los
géneros literarios reconfortan. Dan certidumbre, identifican retóricamente un
objetivo, un planteamiento, una oferta social de lectura. Y si los géneros
literarios —dicho laxamente— son la expresión política de una época, en la modernidad
no habría nada más político y nada más epocal que la novela, el género que
vuelve placer la introspección, seducción la crítica, alucinación la necesidad
de subversión a través de la escritura. Ha sido además la novela un género
voraz y abierto: pues habría de mencionarse que, de la misma forma como se ha
apropiado de recursos o pautas del cine o de la música, o de acercamientos del
psicoanálisis y el mito, el género de Cervantes ha dado cabida también a una
vena ensayística. Autores diversos han convertido sus novelas en foros de
discusión de temas de casi todo tipo —estéticos, sociales, filosóficos,
políticos—, desde Voltaire, en su faceta de autor de nouvelles,
Dostoievsky y Proust hasta Thomas Mann, J.M. Coetzee y Ricardo Piglia. Uno
podría muy bien preguntarse: si la novela en su trama admite argumentos y
reflexiones, ¿cuál es la necesidad del novelista de saltar de la narrativa a
los tomos de ensayo? ¿Es que realmente hay cosas que sólo el ensayo —y no la
novela— puede hacer?
Una respuesta
posible: el ensayo es también un género invasor y pantagruélico. A diferencia
del contrato de lectura propuesto por el narrador y sustentado en la suspensión
del juicio, el ensayo, aún sabiéndose o intuyéndose forma antes que idea,
precisa de una pátina de respetabilidad que ha venido obteniendo por la
presunción de la sustancia. Es decir, las ideas, en un connubio necesarísimo y
polémico con el yo. Porque desde los tiempos novicios del género, en el siglo
XVI, estas ideas —humanizadas por el yo, agente de la limitación y el charme—
han carecido de la profundidad y el hieratismo del tratado y han consistido en
argumentaciones sólo posibles.
Bien habría Pitol conocido
este fenómeno para discernir al ensayo no sólo como idea. Al dar el salto final
de la novela al Tríptico Tardío, tuvo claro que el ensayista puede construir su
argumentación a la manera como el narrador cimienta sus ficciones. Sólo que, en
vez de edificar un mundo de lógicas ficticias paralelas, el ensayista —pienso
en Calasso y en Magris— despliega su ficción argumentativa con base en
relaciones incomprobables pero verosímiles entre hechos, conceptos,
reflexiones, citas textuales, apuntes cronísticos, datos históricos o tomados
de la ciencia, el rumor, la experiencia, la estadística, o sea, cualquier tipo
de prueba que pueda ser llamada a participar en la construcción híbrida de un
argumento; esto es, de una ficción no del todo cierta pero con un aire de
convincente, ya que no de irrefutable.
Añádase la
apreciación de que estas prosas mixtas responden a una coyuntura: el escritor
no tiene manera de hablar hoy en nombre de una colectividad. Incluso, el
surgimiento a fines del siglo XX de obras como las de Sebald o Vila-Matas, de
Javier Marías o Kertész, afianza una forma literaria del síndrome de Stirner:
una época de individualidad extrema en la que únicamente queda escribir, con el
pleno ejemplo de ironía de Laurence Sterne, sobre la circunstancia mínima e
inalienable de cada autor.
De este modo,
el Museo de la novela de la Eterna de Macedonio Fernández, los Diarios
de Witold Gombrowicz, La tumba sin sosiego de Connolly, las Prosas
apátridas de Ribeyro, Simiente de Esther Seligson o La invención
de la soledad de Paul Auster, o en general varios textos inclasificables,
algunos de ellos revindicados por la novela, podrían indicarnos que estamos
ante un episodio distinto del género ensayístico en su evolución: su voracidad,
instigada por un yo expansivo, le permite invadir los linderos de la ficción o
en general apropiarse sin pudor ni desdoro de recursos de la narrativa.
Esta voracidad
sería uno de los caminos posibles al ensayista no-filósofo, al académico
imposible y tránsfuga, al disertador inexacto. La antinomia hodierna del
tratado: el ensayo como ficción. El ensayista como héroe de sí mismo. Como muy
oportunamente lo refrendan los textos de Ícaro,
la antología recién publicada por la editorial mexicana Almadía, Pitol puso frente al lector su propia
individualidad —memoria, creación, criterio— como tema de su escritura y, a la
par de prosistas anteriores y coetáneos, anuló el debate de la agrimensura
genérica. Su obra, del relato
al ensayo, da un testimonio de su existencia y sus oníricas relaciones con la
realidad, de la cual la misma literatura es un elemento medular. «Abolido el
entorno mundano que durante varias décadas circundó mi vida, desaparecidos de
mi visión los escenarios y los personajes que por años me sugirieron el elenco
que puebla mis novelas, me vi obligado a transformarme yo mismo en un personaje
casi único, lo que tuvo mucho de placentero pero también de perturbador», se
lee en El mago de Viena sobre la génesis de El arte de la fuga.
Veamos: sus viajes y estancias en
Varsovia, en Roma con las hermanas Zambrano, en la Moscú de Brezhnev, en
Barcelona a fines de los sesenta, en Praga antes de la caída del Muro; sus tics
y manías de diplomático, su oído sordo, la hipnosis y la muerte temprana de sus
padres. Sus amistades literarias, tan venturosas e iluminadoras. Sus lecturas
de Joseph Conrad, Gógol, Kusniewicz, Tsvietáieva, muchos más. Resultado:
distintos temas y géneros al servicio de una escritura multiforme y
hospitalaria. En síntesis: Pitol —nervioso, viajero, melancólico y políglota—
es no sólo el personaje emblemático de su obra sino uno de los más entrañables
de la literatura actual en lengua española.