En julio de 2008 publiqué, en La Gaceta del FCE, una reseña del libro Contraverano, de Mijail Lamas. La recupero aquí ahora.
Mijail Lamas, Contraverano.
Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2008.
Los poemas
de Contraverano, de Mijail Lamas (Culiacán, 1979), parecen fincarse en
torno de una escena: el poeta, lejos de su ciudad natal, escribe sobre su
ligazón con el pasado —la infancia, la familia, esas calles en sepia— y la
descubre tocada por el rechazo. Al mismo tiempo, acepta que esas raíces, en las
que el calor y la violencia no dejan de emanar sus savias insistentes, lo han
condicionado hasta este «Ahora, en esta ciudad templada de distancia y nubes»,
en que no le queda su familia sino (y sin solamente, porque es mucho) su
compañera, «el cuerpo de una mujer que no puede dormir / y te espera en otro
cuarto». En su negación de la tierra propia, el poeta exhibe el rostro del
desarraigo que no termina de descastar sus raíces.
La naturaleza escindida de
esta voz se cifra entonces en una dicotomía: el calor del verano en su ciudad
pretérita contra la urbe templada que lo ha acogido. La «dictadura de la luz»
contra la noche del poeta que escribe. El viejo verano que busca persistir en
el contraverano de hoy. Este ir y venir del pasado al presente, de la juventud
a la primera madurez, se resuelve en la mixtura de las dicciones de ambos
tiempos: «algunas de aquellas palabras / me llegan mezcladas con las que aquí
me encuentro / mientras muy lentamente / revuelvo mi café».
En tanto ciclo de poemas
sobre la difícil nostalgia, Contraverano condensa en el motivo del calor
el examen lírico de un mundo interno. Me interesa valorar esa operación
introspectiva llevada a cabo por el poeta para lanzarse en la indagación del
pasado. No es un poeta dedicado al «arte de vestir pulgas», como llama
Domínguez Michael a cierta tendencia de la poesía mexicana contemporánea
dedicada a rehuir la exploración de las pasiones y las emociones y, en cambio,
a encontrar onanistas misterios en la descripción pudorosa de un par de
calcetines o un salero.
Al desarrollar de manera
unitaria el tema de la nostalgia cuestionada por el voluntarioso desarraigo, el
poeta pone al servicio de una dicción clásica y sencilla, no sin dar pie a
alguna página de experimentación —a como el tema desdobla y enriquece sus
matices—, lo que podría llamarse la íntima violencia del calor. Habría que
hacer notar, por supuesto, que en las ciudades de un clima hostil, como
aquellas entre las que figuraría Culiacán, el verano existe para el fuereño. El
nativo habría de aceptar y hasta disfrutar la ligereza que el calor propone.
Para el deshabituado a esos placeres solares, sin embargo, el calor es una mano
ardiente que se oprime contra los rostros, desaloja el sudor de la piel y nunca
cesa. En la forma de un vaho denso, cae sobre los techos de las casas, sobre
los automóviles y el asfalto; los vapores de la gasolina ascienden entre la luz
brillantísima. El valle de Culiacán es cada verano una caldera de sopor. La
gente rehuye el pavimento y se oculta en sus casas con el aire acondicionado,
hastiada por la densidad de los meses largos. Afuera el día se incendia con ese sol lento, esa
lumbre que adelgaza la sangre hasta evaporarla en un rencor furioso. Hacia
finales de agosto llegan los primeros, siempre escasos, chaparrones, y las
calles habrán de saturarse entonces con un agua lodosa que desaparece a las
pocas horas, dando paso de nuevo a la concentración asfixiante de la canícula.
En esta vena, las imágenes
del calor fungen como el motivo central en Contraverano, en tanto un
signo de la decadencia y la destrucción: «Afuera el verano dejaba correr libre
su corazón de rojo carnicero / y la luz marchitaba cuerpos que antes fueron
exquisitos, / que antes fueron necesarios». Del afuera al adentro, de ayer a
hoy, el paso adquiere un relieve intimista: «Pero esa oscuridad... / no basta
para extinguir la furia del verano que te habita». Reside aquí uno de los
valores principales de este libro: a partir de un paisaje totalitario de sol
violento, incorpora en la experiencia visceral de la voz poética un universo de
imágenes de gran y condensada fuerza expresiva: «La fiebre es el verano del
cuerpo, / deja quebrado el árbol que nos mantiene en pie / y hace nacer una
flor de sangre entre los labios».
En su libro anterior, Fundación
de la casa, publicado con Cuaderno de Tyler Durden en un tomo de
Ediciones Sin Nombre (2008), Mijail Lamas desarrolla un ciclo de poemas sobre
el amor en su esfera cotidiana e íntima. Ya ahí demostraba el dominio de sus
recursos técnicos. En busca de la limpidez, no desoía la justeza de una noción
del ritmo muy acorde con la tradición poética mexicana: endecasílabos,
octosílabos y heptasílabos engarzados con una libertad y discreción propias del
Bonifaz Nuño de, por ejemplo, Los demonios y los días. En Contraverano
Mijail Lamas enriquece esa sencillez expresiva con imágenes rotundas que
brotan solidarias al ritmo, logrando en sus versos una amplitud de registros de
las sensaciones y las emociones y una cadencia que contradice el estruendo de
ese «edén subvertido que se calla / en la mutilación de la metralla», como reza
el epígrafe expropiado, con la mayor pertinencia, a López Velarde, otro poeta
de la provincia y la difícil nostalgia.
Con esos elementos, Mijail
Lamas expresa con suma belleza una visión personalísima: el verano vuelto
metáfora de una frontera definitiva, la exploración de un conflicto con el
origen y de nostalgia ambivalente que condiciona y enriquece la voz del poeta,
quien con este libro da cuenta de una primera madurez.