miércoles, noviembre 06, 2019

La difícil nostalgia del verano


En julio de 2008 publiqué, en La Gaceta del FCE, una reseña del libro Contraverano, de Mijail Lamas. La recupero aquí ahora.


Mijail Lamas, Contraverano. Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2008.


Los poemas de Contraverano, de Mijail Lamas (Culiacán, 1979), parecen fincarse en torno de una escena: el poeta, lejos de su ciudad natal, escribe sobre su ligazón con el pasado —la infancia, la familia, esas calles en sepia— y la descubre tocada por el rechazo. Al mismo tiempo, acepta que esas raíces, en las que el calor y la violencia no dejan de emanar sus savias insistentes, lo han condicionado hasta este «Ahora, en esta ciudad templada de distancia y nubes», en que no le queda su familia sino (y sin solamente, porque es mucho) su compañera, «el cuerpo de una mujer que no puede dormir / y te espera en otro cuarto». En su negación de la tierra propia, el poeta exhibe el rostro del desarraigo que no termina de descastar sus raíces.
La naturaleza escindida de esta voz se cifra entonces en una dicotomía: el calor del verano en su ciudad pretérita contra la urbe templada que lo ha acogido. La «dictadura de la luz» contra la noche del poeta que escribe. El viejo verano que busca persistir en el contraverano de hoy. Este ir y venir del pasado al presente, de la juventud a la primera madurez, se resuelve en la mixtura de las dicciones de ambos tiempos: «algunas de aquellas palabras / me llegan mezcladas con las que aquí me encuentro / mientras muy lentamente / revuelvo mi café».
En tanto ciclo de poemas sobre la difícil nostalgia, Contraverano condensa en el motivo del calor el examen lírico de un mundo interno. Me interesa valorar esa operación introspectiva llevada a cabo por el poeta para lanzarse en la indagación del pasado. No es un poeta dedicado al «arte de vestir pulgas», como llama Domínguez Michael a cierta tendencia de la poesía mexicana contemporánea dedicada a rehuir la exploración de las pasiones y las emociones y, en cambio, a encontrar onanistas misterios en la descripción pudorosa de un par de calcetines o un salero.
Al desarrollar de manera unitaria el tema de la nostalgia cuestionada por el voluntarioso desarraigo, el poeta pone al servicio de una dicción clásica y sencilla, no sin dar pie a alguna página de experimentación —a como el tema desdobla y enriquece sus matices—, lo que podría llamarse la íntima violencia del calor. Habría que hacer notar, por supuesto, que en las ciudades de un clima hostil, como aquellas entre las que figuraría Culiacán, el verano existe para el fuereño. El nativo habría de aceptar y hasta disfrutar la ligereza que el calor propone. Para el deshabituado a esos placeres solares, sin embargo, el calor es una mano ardiente que se oprime contra los rostros, desaloja el sudor de la piel y nunca cesa. En la forma de un vaho denso, cae sobre los techos de las casas, sobre los automóviles y el asfalto; los vapores de la gasolina ascienden entre la luz brillantísima. El valle de Culiacán es cada verano una caldera de sopor. La gente rehuye el pavimento y se oculta en sus casas con el aire acondicionado, hastiada por la densidad de los meses largos. Afuera el día se incendia con ese sol lento, esa lumbre que adelgaza la sangre hasta evaporarla en un rencor furioso. Hacia finales de agosto llegan los primeros, siempre escasos, chaparrones, y las calles habrán de saturarse entonces con un agua lodosa que desaparece a las pocas horas, dando paso de nuevo a la concentración asfixiante de la canícula.
En esta vena, las imágenes del calor fungen como el motivo central en Contraverano, en tanto un signo de la decadencia y la destrucción: «Afuera el verano dejaba correr libre su corazón de rojo carnicero / y la luz marchitaba cuerpos que antes fueron exquisitos, / que antes fueron necesarios». Del afuera al adentro, de ayer a hoy, el paso adquiere un relieve intimista: «Pero esa oscuridad... / no basta para extinguir la furia del verano que te habita». Reside aquí uno de los valores principales de este libro: a partir de un paisaje totalitario de sol violento, incorpora en la experiencia visceral de la voz poética un universo de imágenes de gran y condensada fuerza expresiva: «La fiebre es el verano del cuerpo, / deja quebrado el árbol que nos mantiene en pie / y hace nacer una flor de sangre entre los labios».
En su libro anterior, Fundación de la casa, publicado con Cuaderno de Tyler Durden en un tomo de Ediciones Sin Nombre (2008), Mijail Lamas desarrolla un ciclo de poemas sobre el amor en su esfera cotidiana e íntima. Ya ahí demostraba el dominio de sus recursos técnicos. En busca de la limpidez, no desoía la justeza de una noción del ritmo muy acorde con la tradición poética mexicana: endecasílabos, octosílabos y heptasílabos engarzados con una libertad y discreción propias del Bonifaz Nuño de, por ejemplo, Los demonios y los días. En Contraverano Mijail Lamas enriquece esa sencillez expresiva con imágenes rotundas que brotan solidarias al ritmo, logrando en sus versos una amplitud de registros de las sensaciones y las emociones y una cadencia que contradice el estruendo de ese «edén subvertido que se calla / en la mutilación de la metralla», como reza el epígrafe expropiado, con la mayor pertinencia, a López Velarde, otro poeta de la provincia y la difícil nostalgia.
Con esos elementos, Mijail Lamas expresa con suma belleza una visión personalísima: el verano vuelto metáfora de una frontera definitiva, la exploración de un conflicto con el origen y de nostalgia ambivalente que condiciona y enriquece la voz del poeta, quien con este libro da cuenta de una primera madurez.