A veces se piensa que el realismo en la literatura implica un sacrificio en el lenguaje. Por ello, buena parte de los escritores mexicanos tiende a privilegiar la inmediatez de lo narrado sobre la ficcionalización de los hechos. El fondo sobre la forma es, para muchos, la única opción de retratar al México de las últimas décadas. En los casos más desafortunados la trama es pobre, dependiente de estereotipos y maniqueísmos. Incluso cuesta separar ese tipo de libros de las crónicas periodísticas de escasa factura que abundan en la prensa nacional. A pesar de este contexto, si echamos un vistazo a la literatura mexicana podremos encontrar grandes ejemplos de obras que partieron de lo inmediato, o incluso de la memoria, para abrir caminos en el lenguaje y proponer una estética que sigue dialogando con los lectores de nuestro siglo. La crónica puntual de El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán es potenciada por una prosa que crea atmósferas y, al mismo tiempo, retrata a los diversos actores que participaron en la Revolución Mexicana. El prolijo inventario histórico del Imperio de Maximiliano que ofrece Fernando del Paso en Noticias del Imperio es puesto en escena a través del monólogo alucinado de Carlota. El sueño y la imaginación, en ambos casos, no están peleados con los hechos que inspiraron la escritura.
Geney Beltrán aborda en Adiós, Tomasa la realidad a través de un tema frecuentado muchas veces: la provincia y las historias familiares que se entretejen alrededor de ella. Como matiz adicional tenemos la irrupción de la violencia y, sobre todo, el narcotráfico que ha ido cambiando la dinámica social del país. Más allá de este último elemento, el retrato de la provincia ha dado pie a un sinfín de lugares comunes. En los peores casos observamos una especie de nostalgia que convierte a los textos en meras estampas bucólicas, añoranzas de un mundo que se fue y que solo queda revisitar a través del folclor y del retrato simplón. Por otro lado, la violencia y el narcotráfico han sido expuestos, una y otra vez, en obras de diverso calibre: desde novelas interesantes que parten de lo alegórico como Trabajos del reino de Yuri Herrera hasta la última novelilla de moda que contribuye a la banalización del tema. Geney Beltrán, en este nuevo libro, se interna donde muchos han fracasado y lo hace a través de una lectura personal de la infancia que, además, sirve como una especie de biografía íntima de algunas zonas de Durango y Sinaloa, lugares que, en la segunda mitad del siglo XX, se convertirían en referentes clave del narcotráfico.
Uno de los aspectos mejor logrados en Adiós, Tomasa es la estructura. El autor apuesta, desde el inicio, por un tiempo continuo, pero fragmentado. La escritura de pequeñas escenas, acaso pasajes, es el hilo conductor en el que nos movemos. Quizás una lectura de primera intención, que no profundice demasiado, nos revelaría la historia de Tomasa, una quinceañera huérfana que habita con su tía en un pueblo de Durango, y que después irá a otro pueblo llamado Chapotán a vivir con la familia de una comadre de su tía. Es precisamente esta nueva familia –los Carrasco– la que captura la atención del autor. Por esta razón no hay, al menos en la primera mitad del libro, un hecho definitivo en el que se ancle la trama fuera de cierto velo de amenaza que se va acentuando conforme avanzan las páginas. Tomasa gravita en medio de acciones que, en apariencia, son cotidianas: la comida familiar, disputas esporádicas, juegos en los que participan Héctor y Flavio, los únicos hijos de los Carrasco. Al igual que autores inspirados por la narrativa cinematográfica como el argentino Juan José Saer, Geney Beltrán une elementos mínimos que buscan su trascendencia a través del detalle y la ambición del lenguaje: un párrafo puede detener el tiempo gracias a la exploración exhaustiva.
En Adiós, Tomasa hay una obsesión por la oralidad. Más allá de algunos regionalismos salpicados entre los diálogos, se asume que la intención del autor no es antropológica, sino poética: cada frase puesta en la boca de algún personaje busca el artificio antes que la verosimilitud. Siguiendo la estela dejada por Rulfo, Gardea y tantos otros, el autor sabe que los diálogos son oportunidades expresivas más que reconstrucciones estenográficas. Además, hay un amplio abanico en el que se despliega lo oral: la larga anécdota contada por un personaje o, por el contrario, el laconismo con el que se expresa la gente del campo. En ambos territorios el lenguaje es un vehículo que, además de transmitir información, crea una estética que, a su vez, funciona como una aproximación a la esperanza, el dolor o la desesperación. De esta manera las diferentes voces van nombrando, a través del ritmo y la retórica, la naturaleza agreste de los pueblos del norte del país, los patios de tierra o los caminos solitarios. El narrador, utilizando distintos disfraces, hace el papel de una cámara que contempla lo que ocurre dentro y fuera de los personajes.
Enfocando el análisis en la historia de Tomasa –la trama en apariencia principal– hallamos varios puntos interesantes. En primer lugar, por supuesto, está la desaparición de la joven. La violencia, por desgracia, demasiado común en nuestros tiempos, nutrida por el auge del narcotráfico, aparece con desigual fortuna en la literatura mexicana de los últimos años. A veces tenemos obras que se regodean en un amarillismo caricaturesco. También, por supuesto, abunda la plaga de obras que quieren, a toda costa, imitar las tramas que ofrecen las plataformas de streaming. Lo que se privilegia, en todo caso, es la acción, los estereotipos y las vueltas de tuerca inverosímiles. Se olvida que la literatura crea imágenes, pero que siempre va más allá del simple estímulo para internarse en la ambigüedad y la reflexión. Los casos más lamentables, quizás, son aquellas novelas que asumen una posición militante ante la violencia y sus ramificaciones que azotan a sectores cada vez más amplios de la sociedad. Su objetivo es la mera denuncia o, en el mejor de los escenarios, construir una voz que califica los desastres que presenta. Así, tenemos también historias moralizantes, escritas por autores que se asumen como portavoces de las víctimas de la violencia. En ningún momento se cuestiona el punto de vista desde el que se narra.
Geney Beltrán salva estos escollos en Adiós, Tomasa gracias a varios recursos. El más importante es, por supuesto, asumir que se está creando una ficción aunque esta tenga como sedimento una historia personal y familiar. En segundo lugar, tenemos el uso de un punto de vista confesional que, al mismo tiempo, es capaz de integrar la genealogía familiar y sus vicisitudes. Los personajes siempre se mueven en el ámbito de sus decisiones y, en ningún momento, el autor comete el desliz de utilizarlos como portavoces de sus opiniones. La trama, de esta manera, evoluciona sutilmente: pasamos de una aparente normalidad al gradual emponzoñamiento de los hechos. Adiós, Tomasa muestra cómo la violencia y el odio generado por el negocio del narco han cambiado gradualmente la dinámica social del norte del país. Más allá de la historia de Tomasa, el autor parece advertirnos que la encrucijada por la que atraviesa México, cuyo origen es impreciso, ha sido detonada en silencio. Los principales testigos de esa metamorfosis son personas como los Carrasco y tantas familias que fueron desplazadas o que, sin otra opción, se integraron a la nómina de los grupos delicuenciales. Si, como apunté más arriba, un yerro común en la literatura que aborda este fenómeno es la sentencia que califica desde el privilegio, Geney Beltrán asume que la labor de la escritura es tratar de revivir las voces de los que ya no están, rascar en la memoria para buscar la legitimidad y, una vez obtenida, enlazarla a la ficción para crear una obra que le hable a todas las personas y a todos los tiempos.