En el mismo dossier macedoniano publicado el domingo pasado en La Jornada Semanal, apareció mi ensayo «Macedonio Fernández o la escritura contra el miedo». A continuación dejo aquí los primeros párrafos.
Uno de los aspectos más intrigantes en la figura del argentino Macedonio Fernández (1874-1952) consiste en lo que se podría llamar su condición de escritor renegado, antiescritor o escritor contra sí mismo. La suya es una situación paradójica: legó una obra valiosa, compleja y polifacética a pesar de su nulo interés, en vida, por construirse un nombre dentro del canon literario nacional o hispánico –y ya no digamos universal–. A diferencia de su discípulo Jorge Luis Borges o de Octavio Paz, que llegaron a hacer de su nombre casi casi una marca registrada, Macedonio Fernández fue muy descuidado, por decirlo con un eufemismo, en lo que concierne a la publicación y difusión de su obra.
La desidia editorial de Macedonio provoca el extrañamiento debido a que llega a parecer una irresponsabilidad de parte suya. Digamos: un escritor con la originalidad, tajante claridad e independencia de sus ideas filosóficas y estéticas, con su humor ilógico y sorprendente, su obsesión por el género de la novela y sus profusos 78 años de existencia, podría haber puesto un mayor empeño en domeñar su a ratos afásico estilo y, sobre todo, en promover y vigilar la publicación de sus textos. ¿Qué necesidad había de que el mundo esperase a 1967, 15 años después de su muerte, para conocer la primera edición de Museo de la novela de la Eterna, su obra mayor, la summa de sus inquietudes intelectuales, búsquedas estéticas y temas reiterados? ¿Qué habría pasado si su hijo, Adolfo de Obieta, se hubiese negado a hacerla de Max Brod porteño?
Sabemos que la indiferencia y el escaso reconocimiento amargaron los años de madurez de, por ejemplo, Felisberto Hernández y Luis Cernuda. El prólogo del Persiles revela a un Cervantes no del todo conforme con la imagen de escritor segundón que de sí tenía su época, él que sabía lo que había escrito. Herman Melville e Italo Svevo dejaron el oficio, el uno para siempre y el otro por muchos años, debido al rechazo de los lectores de su tiempo. En el personaje Karmazinov de Los demonios, Dostoievski hace una parodia despiadada de Ivan Turguénev, a quien envidiaba, entre otras muchas cosas, por su éxito de lectores. Incluso Thomas Mann, escritor de precoz fama, llegó a reflexionar en un momento sobre las diferencias que existían entre las obras de los autores que obtienen y en las de los que no obtienen el reconocimiento a lo largo de su vida. Se trata, pues, de un aspecto de no escasa importancia.
En el caso de nuestro raro escritor argentino, como señala Enrique Flores en la primera página de su libro Los tigres del miedo, «esa aparente indiferencia... pesó, sin duda, en el destino ulterior de su obra». Aunque también es cierto otra cosa: los ejemplos de Franz Kafka y Fernando Pessoa, contemporáneos de Macedonio Fernández, enseñan que las obras literarias fundamentales más temprano que tarde llegan a ocupar su sitio canónico en el panorama de la cultura universal, por encima del desinterés de su autor por entregar sus textos en la mejor condición a los lectores probables. Aun así, hemos de aceptar que en el devenir póstumo de los escritos de Macedonio ha imperado una justicia paradójica: su obra ha recibido los elogios y los estudios que, dada la complejidad diríase aristocrática –si no es que autista– de su obra, podrían esperarse. No es un Borges, pues, no es un autor –ni lo será nunca, me aventuro a decirlo sin gran riesgo– central en el canon. Pero su obra presenta elementos de interés y actualidad para la reflexión y la creación literaria. Se trata de un «escritor para escritores»... y gente de esa ralea. Entre ellos, ensayistas de la lucidez y rigor de Enrique Flores.