El Geney de la Tomasa
José Ramón Enríquez
Nunca una novela es autobiográfica, aunque lo sea, porque la libre imaginación es componente esencial de toda narrativa. Así mismo, un texto cualquiera, por más alejado que esté de una historia personal lleva dentro la vida de su autor aunque éste no lo pretenda. Todo ello se comprueba en Adiós, Tomasa (Alfaguara, 2019).
No es la primera novela de Geney Beltrán Félix, nacido en Tamazula, Durango, muy cerca de Culiacán, en 1976. Ya obtuvo el Premio Bellas Artes de Narrativa en 2015. No es tampoco su primer retorno a Sinaloa, lo había hecho desde su trabajo con la obra de Inés Arredondo. Aunque nacido en Durango, forma parte de una sólida tradición sinaloense que tiene entre sus exponentes desde el Gilberto Owen que como narrador ha dejado Novela como nube, hasta una nueva generación de buenos narradores.
Más que la trágica historia de la Tomasa, adolescente en flor y destinada a marchitarse en un mundo de machos, la novela de Geney Beltrán trata de Chapotán, en Sinaloa, que con ese u otro nombre es el pueblo de la propia infancia. Y como la infancia es la única edad que se vivió de veras, el Geney la reconstruye o la inventa desde muy dentro de sí mismo y en la historia de otro niño, el Flavio, que no decía “harejías” ni era “jacalero”, en cambio, se quedaba con todo en la memoria y en las entrañas, aunque habrían de pasar años para descifrarlo.
El Flavio es el niño que se prendó de la Tomasa en cuanto la vio y a la cual va a deberle una novela. Una novela a ella y a Sinaloa y a sus giros lingüísticos y a esa brutalidad de sus usos y costumbres en mucho ingenua pero que poco a poco se ha ido pudriendo y ensangrentado como se nos ha venido pudriendo y ensangrentando todo en México, incluso a quienes fuimos niños de la Capital, los nacidos en “la región más transparente”.
Adiós, Tomasa significa el retorno en la imaginación de un narrador a su tierra, esa que estuviera completamente alejada del mundo y, hoy, ha llegado a las páginas de todos los informativos del mundo por las más tristes razones, eso que la novela llama “el Negocio” y no es otra cosa más que el flagelo del narcotráfico. Fueron narcos los secuestradores de la Tomasa y los asesinos del padre del Flavio. Los que un día lo arrancaron de la infancia para siempre y lo estrellaron, sin misericordia, contra la espantosa realidad.
Donde los hombres esconden lágrimas y afectos para no ser maricas, que es lo peor, porque lo siguiente en la escala humana es ser mujer o ser cora, etnia originaria, Sinaloa es no sólo un lugar para la ficción, al que vuelven una y otra vez espléndidos narradores como Geney Beltrán, en la tradición literaria del agridulce retorno a la memoria que le llega desde Inés Arredondo, Élmer Mendoza o Emiliano Monge, es también la analogía dolorosa de México entero y, muy probablemente, de un mundo que ve el Apocalipsis a la vuelta de la esquina.
Cuando el lector comienza a enfadarse con el autor porque pierde a su personaje se da cuenta de que no es así. Ocurre que el Flavio le ha pasado el testigo al Geney y éste comienza a romper lo que en el teatro se llama cuarta pared para ocupar su propio espacio, incluso con su apellido real. Se quita la máscara, sale de su escondite y entra a escena para ser conocido como “el Seco de los Beltrán”. Puede el Geney respirar por fin a plenitud con sus pulmones para recordar a la Tomasa, o como fuera que ella, esa Jesús en el Gólgota y coronada de espinas, se llamara. Ya puede el Geney girar como una polilla en torno a la llama viva de la Tomasa y añorarla desde esa penumbra para acechar la vida que sólo se habita en la infancia.