Bitácora de Geney Beltrán [χe’nɛi bel’tɾan], escritor mexicano (Tamazula, Durango, 1976).
miércoles, julio 27, 2016
El cuento y sus alrededores, con Enrique Serna
Hoy a las 7 pm tendré una charla en torno al género cuentístico, con Enrique Serna, en el Centro Cultural Elena Garro, al sur de la Ciudad de México... Con esta presentación termina el ciclo El cuento y sus alrededores, que empezó a principios de junio.
jueves, julio 21, 2016
sábado, julio 16, 2016
José de la Colina contra sí mismo
El suplemento El Cultural publica hoy en sus páginas mi ensayo "José de la Colina contra sí mismo". El enlace está aquí.
sábado, junio 11, 2016
Los cadáveres de la impotencia
La Revista de la Universidad de México publica en su edición de junio un texto crítico de la escritora Cristina Rascón sobre mi novela Cualquier cadáver, Premio Bellas Artes Colima. Aquí está la liga.
viernes, junio 10, 2016
El sudor
La revista Este País publica en su número de este mes mi cuento "El sudor". Aquí está el enlace.
miércoles, junio 08, 2016
miércoles, mayo 25, 2016
Tres cadáveres de Carlos Fuentes
El sábado pasado, el suplemento El Cultural publicó mi ensayo "Tres cadáveres de Carlos Fuentes". La liga es esta.
martes, mayo 24, 2016
Los expedientes incompletos
La revista Letras Libres de mayo publica mi texto crítico sobre la novela Huesos de San Lorenzo, de Vicente Alfonso. La liga es esta.
domingo, mayo 08, 2016
La orfandad es un país extranjero
El suplemento cultural Confabulario, del periódico El Universal, publica hoy domingo mi ensayo "La orfandad es un país extranjero", sobre algunos aspectos de algunos cuentos del gran Sergio Pitol. El ensayo se puede leer en este enlace.
sábado, mayo 07, 2016
Últimas rebeldías de Elena Garro
Hoy se publica en las páginas del suplemento El Cultural, de La Razón, mi ensayo "Últimas rebeldías de Elena Garro", sobre tres novelas de la autora mexicana publicadas en 1996: Primer amor, Un corazón en un bote de basura y Un traje rojo para un duelo. Aquí está el enlace.
miércoles, abril 13, 2016
La vida horrible
Publiqué este mes, en la revista Este País, un ensayo sobre la cuentística de José Emilio Pacheco, de título "La vida horrible".
LA VIDA HORRIBLE
José
Emilio Pacheco había pasado de la cincuentena y tenía ya en su lista de obras
dos libros de cuentos cuando, en 1990, reunió entre las tapas de un nuevo
volumen una diversidad de textos narrativos escritos entre 1956 y 1984 y que se
habían publicado en revistas y suplementos aquí y allá. La sangre de Medusa y otros cuentos marginales resulta, como sería
previsible y sin que haya en ello desdoro, más una antología personal de lo
disperso, un tomo misceláneo salpicado de las muy heterogéneas inclinaciones
temáticas y técnicas del escritor entre la adolescencia y la precoz madurez. El
adjetivo “marginales” efectivamente delataría la posición de estas escritos
ante las dos recopilaciones de cuentos ya editadas por Pacheco; frente a la
selección depurada y unitaria que hay detrás de El viento distante (1963) y El
principio del placer (1972), los textos de La sangre de Medusa habrían quedado inicialmente fuera acaso no —o
no sólo— por un criterio insobornable de alta exigencia en la calidad, sino por
parecer dispares o disonantes en una visión de conjunto. ¿Eso los hace menos
parte de la obra de Pacheco? ¿Conllevan un signo de extranjería en el
territorio literario del autor?
No ciertamente. Una de las derivas más
relevantes en La sangre de Medusa luce
una fuerte estela borgesiana que se manifiesta en reescrituras, parodias y
pastiches de algunos hitos mayores de la tradición cultural de Occidente, y que
estaría emparentada con generosos ejemplos en el corpus poético del autor, así
como con la familiaridad exegética que se muestra en sus artículos literarios
de la prensa. Una instancia de este perfil de escoliasta en La sangre de Medusa es “Gulliver en el
país de los megáridos”, que se presume como un capítulo inédito de la obra
clásica de Jonathan Swift y que originalmente apareció el 22 de noviembre de
1982, en las postrimerías del gobierno del presidente José López Portillo, en
la revista Proceso.
Gulliver llega a la isla de Megaria. Su
retrato del país imaginario involucra tácitas referencias al México de los años
setenta. Con las sutiles armas del sobreentendido propias de la sátira
swiftiana, Pacheco describe a su país al hablar de Megaria: una sociedad
corrompida, con poderosos que gobiernan de forma despótica y habitantes que
pasan de la agresividad a la cortesía súbitamente, así como un entorno
aniquilado: “bosques enteros destruidos sin que se planten nuevos árboles, ríos
agonizantes que arrastran toda clase de suciedades y desperdicios, campos
fértiles transformados en basureros…” Con todo, el Gulliver de Pacheco no
dramatiza los hechos que conducen a los megáridos a esta situación tan
infortunada; más que un conflicto, el relato enumera una serie de
circunstancias que ya están dadas. La destrucción de Megaria ya ha tenido
lugar.
No es ese el único escrito de La sangre de Medusa en que Pacheco une su carácter de escoliasta a
una prospección pesimista de la realidad mexicana. En “Un visionario”, pastiche
de cariz periodístico, se habla del descubrimiento en Viterbo de grabados
desconocidos de Giambattista Piranesi: “El inventor de laberintos, hipogeos,
prisiones, murallas oníricas describe en estas imágenes de hace doscientos años
nuestro presente”. Además de los cuadros infaustos de Venecia, Roma y París,
Piranesi habría pintado escenas del México moderno, una “inmensa ruina de
fealdad y desastre”.
Es natural ver en José Emilio Pacheco a un
autor, tanto en la lírica como en la ficción, obsesionado con los recuentos de
la decadencia y la ruina, una voz que, a la manera de Jeremías, se conduele de
las calamidades y naufragios que han hundido los valores y las bellezas
pretéritas. Ese temple vincula de forma enfática a La sangre de Medusa con el resto de su obra. En ocasiones, este
ánimo se aprecia con un tenor agriamente humorístico, como en la minificción
“La lechera”, en que retoma, transgrediéndolo, el molde añejo del cuento
tradicional, para insertarlo en el contexto amenazado por la bomba atómica
durante la Guerra Fría: “La lechera hacía proyectos mientras caminaba por la
ciudad. De pronto ella, su jarra y sus ilusiones se volvieron añicos en la
explosión nuclear”.
Nacido en 1939 en la ciudad de México,
José Emilio Pacheco creció durante los años dorados del Milagro mexicano. El
joven país salido de la gesta revolucionaria con un puñado de ideales de
redención social entró desde la década de 1940 en una etapa de crecimiento
económico y estabilidad política conseguidos gracias a la sustitución de
importaciones, la represión y la cooptación, y a la que se le aparejó una
corrupción desmedida, siempre impune, en los distintos espacios del gobierno.
No deja de ser sintomático que muchos de los cuentos de Pacheco (sobre todo en El viento distante y el primer relato,
homónimo, de El principio del placer) presentan, con ese trasfondo de una
púber nación gradualmente despojada de sus sueños de igualdad y democracia, a
niños o adolescentes en su camino hacia la adultez, y que este proceso conlleve
el desengañado develamiento de la naturaleza malévola de los mayores. Estos
niños son usualmente chicos sensibles y soñadores, cuya imaginación ha sido
sostenida por historias de aventuras provenientes de la novela o del cine. La
sociedad, no obstante, a través de unos pocos sucesos definitorios les opone
facetas distinguidas por el prejuicio, la falsedad, el abuso, la hipocresía, el
robo y la codicia, que hacen añicos, y ya sin retorno, los tenues pilares de
ese reino primario de la infancia.
Lo que define a la adultez es una tara: la
corrupción moral. Los padres, los tíos, los adultos en general, son tramposos,
falaces, egoístas, en una sociedad regida por políticos que se enriquecen
insaciablemente de la noche a la mañana, lo que dibuja un vínculo acusatorio
entre la venalidad de los poderosos y la comunidad que los tolera y consiente.
En “Langerhaus” (El principio del placer), el narrador, Gerardo, cuenta cómo uno
de sus compañeros de tiempos escolares ha sido nombrado subsecretario. Durante
una cena para festejar el nuevo cargo, Morales “se muestra sencillo y cordial
con un grupo útil para sus ambiciones. Lo elogiamos sin recato como si nos
hubiéramos puesto de acuerdo”. Poco antes, Gerardo ha consignado cómo “la gente
de mi edad llega al poder como una concesión a esa juventud que se rebeló en
1968 y a la que no pertenecemos. Es decir, escala posiciones sobre los muertos
del 2 de octubre en Tlatelolco”. Aunque ya un adulto, él comparte la
perspectiva de los niños: no puede dejar de referir con crudeza y desazón el
actuar ajeno tanto como el propio cuando este se aparta de lo justo.
Ya sea en tercera, segunda o primera
persona, la escritura con la que se despliega esta visión ética en los cuentos
de Pacheco es una prosa limpia y cristalina, destilada a partir de una búsqueda
severa de la precisión y la contención. En “El principio del placer”, el
protagonista, Jorge, lleva un diario en que narra su vida en el puerto de Veracruz
y su enamoramiento de una chica pocos años mayor que él. Su cuaderno muestra
una sencillez confesional, sin arrebatos. Y es en este diáfano río verbal donde
se insertan las voces toscas de la madurez. El caso más agresivo es el de un
anónimo que llega a la casa familiar alertando sobre la libertina conducta del hijo, que seguiría los pasos del promiscuo
padre. Los diálogos tienen también una tonalidad contrastiva, no exenta de
crispación: “tu error fue tratar a Ana Luisa como una muchacha decente y no como
lo que es”, le dice a Jorge la novia de un ordenanza de su padre. “Te lo digo
con todas sus letras: una putita que se acuesta con viejos repugnantes para
sacarles dinero. La culpa es del borracho de su padre, un huevón al que no le
gusta trabajar, y de la madrota que vive de conseguirle clientes a tu
noviecita”. En general, la cuentística de Pacheco congrega una variedad verbal
en la que diversos depósitos sociales del lenguaje —el habla viva de la calle o
la radio, las formas a menudo mendaces del periodismo, por ejemplo— exhiben la
tensión entre la limpidez y la suciedad moral o, con mayor enrarecimiento, las
turbias danzas entre la verdad, la sospecha, la insidia y la mentira.
Así como ocurre con el protagonista de la
novela corta Las batallas en el desierto, la discrepancia entre lo ideal y lo
real conduce a los niños y adolescentes al abatimiento de la neurosis. “La vida
de todo el mundo siempre es horrible”, concluye Jorge en un punto de “El
principio del placer”. Parecería no haber asegunes para tan desconsolado
dictamen. El viento distante incluye
una colección de microrrelatos titulada “Parque de diversiones”. En una de
ellas, se habla de una estación de ferrocarril a la que llegan muchos niños.
Ellos suben al tren, se sobresaltan cuando el vagón arranca: “Luego miran con
júbilo a los bosques, la maleza, la cadena de lagos, las montañas, los túneles.
Lo único singular es que este tren nunca regresa. Y cuando lo hace los niños
son ya adultos y están llenos de miedo y resentimiento”. Aquí, en una nuez, se
encuentra condensado el conflicto dramático elemental de la prosa de ficción en
Pacheco: el paso del júbilo a la decepción que significa llegar a la adultez.
Y, quizá exagero, también está ahí la explicación de por qué el autor no
acometió después de Morirás lejos, El principio del placer y Las batallas en el desierto una empresa
narrativa de otras extensiones y pluralidad de ámbitos: el pesimismo —como el
que se ratifica en numerosos de sus textos— es tajante; no admite peros ni
matices. Esta percepción por entero fatalista de lo que entraña ser adulto
habría anulado la contingencia, la incertidumbre, la particularidad no
determinista de la novela moderna, que requiere, sabemos, de tensión,
conflicto, posibilidades contrapuestas en los destinos humanos. Pacheco,
pienso, fue congruente con esta visión sin tonalidades de una sociedad y un
país en irremisible caída hacia la podredumbre moral: ¿qué más se puede fabular
de la devastada Megaria que conoce Gulliver y de la que con tantas dificultades
logra huir? El casi total silencio de Pacheco en la ficción breve coincide con
la traición final de los ideales de la Revolución mexicana: la última franja
del siglo xx y los comienzos del xxi, las décadas terminales de la
dictablanda priista y la desilusionada transición de los gobiernos del Partido
Acción Nacional. Hasta podríamos elucubrar una suspicaz coincidencia en el
hecho de que su fallecimiento, ocurrido en enero de 2014, se haya dado poco
después de que el Partido Revolucionario Institucional regresó al poder de la
presidencia. La intuición de fondo sería: ¿para qué narrar los conflictos
humanos en un país como este si en todas las instancias nos espera la amargura
del fracaso?
Pero hay otra cosa. A diferencia de la
dañada adultez, la infancia en Pacheco supondría una mayor abundancia de tonos
y ánimos. Por lo menos, me interesa destacar el hecho de que el punto original
desde el que arranca la pauta de desilusión en estos chicos no necesariamente
tiene que ver con la pureza. Quiero decir: ellos —son varones casi siempre—
traen en la cabeza una futura existencia donde la valentía y el amor los
definiría; pero en su vivir diario pueden dejarse llevar por la trasgresión.
Jorge, en “El principio del placer”, no tiene reparos en falsear los hechos
cuando así lo requiere. Luego de pelearse con un compañero de la escuela que se
burlaba de que anduviera con una muchacha “que se acuesta con todo el mundo”,
él acepta que en su casa tuvo que
mentir: “dije que peleé porque criticaron a mi padre debido al asunto de la presa”.
No sería sabio así llegar a la conclusión
de que los niños de Pacheco son inocentes o puros. Ocurre más bien que su
imaginario está nutrido por las historias tópicas de audacia y heroísmo que las
sociedades humanas han moldeado para exaltar las mentes más impresionables y
así encubrir las propias vilezas de la comunidad; se trata de un idealismo
impuesto por el entorno, no de una inclinación natural de la especie (¿qué sería lo natural a fin de cuentas?). En “El parque hondo” (El viento distante), un niño es enviado
con el veterinario a entregar para su sacrificio a una gata moribunda, la
mascota adorada de su represiva tía. En el camino, sin embargo, acepta junto
con su amigo matar a la gata y gastar en el cine el dinero. Otro ejemplo es
Adelina, protagonista de “La reina” (del mismo libro), una adolescente enojada
debido a que su mayor rival está por ser coronada reina del carnaval de
Veracruz. La narración deja ver a una jovencita lacerada por la envidia y el
despecho, a quien delata la discordancia entre las melosas cartas que dirige al
muchacho de quien está enamorada y la violenta dicción con que habla a su
hermano. En este sentido, es más adecuado hablar no de la “pérdida de la
inocencia” sino del “descubrimiento de la propia corrupción” en los niños y
adolescentes de Pacheco. La diferencia se halla en que, por lo menos, estos
personajes no esconden hipócritamente sus taras; conocen y se dejan llevar, sin
pudor, por el resentimiento, la ira y el miedo.
Conviene no olvidar que el título de uno
de los relatos más notables de Pacheco es el ya citado “El principio del
placer”. Hay aquí, por supuesto, un filón irónico, pues la narración de Jorge
exhibe muy poco gozo por su desaliento ante lo imperfecto de la humanidad. Pero
si leemos el título literalmente veríamos la historia futura de Jorge: la
adolescencia como el inicio de la única existencia real, una en que se vive, e
incluso se conoce el placer de vivir en un mundo incierto y perverso, dominado
no por la oscuridad total de una vida “horrible” sino por el claroscuro, el
azar, el ir y venir de la dicha y el sufrimiento. Esta sería la contracara del
orbe ficcional de Pacheco, los otros libros posibles de sus personajes, “lo que
no está escrito, lo que no se dice”, como se lee en su último cuento, “La niña
de Mixcoac”.
miércoles, marzo 30, 2016
Diles que no me filmen
El próximo lunes 4, a las 6:30 pm, estaré en el Centro Cultural Elena Garro, de Educal, en la Ciudad de México, para charlar sobre una adaptación cinematográfica de Pedro Páramo.
Elena Garro, la sublevada
Ya están a la venta en México los Cuentos completos de la grandiosa escritora Elena Garro, cuyo centenario se ha de conmemorar en diciembre próximo. El sello que edita es Alfaguara. El prólogo es mío.
domingo, marzo 27, 2016
Los pasos perdidos de Salvador Elizondo
El suplemento Confabulario, del periódico El Universal, publicó hoy un mi ensayo titulado "Los pasos perdidos de Salvador Elizondo". Este es el enlace.
domingo, marzo 20, 2016
¿Y cómo se vive mejor que sublevado?
La revista Horizontal publicó hace dos días mi ensayo «¿Y cómo se vive mejor que sublevado?», sobre los temas del poder y la migración en el segundo libro de ficción breve de Elena Garro: Andamos huyendo Lola.
viernes, marzo 18, 2016
Saga del héroe nervioso
Allá por el 2007 publiqué en la revista Nexos este ensayo sobre la obra de Sergio Pitol. Lo recupero hoy en el cumpleaños de este autor mexicano.
SAGA DEL HÉROE NERVIOSO
SAGA DEL HÉROE NERVIOSO
En el principio fue el narrar. Desde el origen de la historia predomina el
relato sobre la reflexión. Primero fue Homero y después Sócrates. Y tan es así
que Dios, uno de los más antiguos narradores fantásticos, autor del Génesis
—entre otros títulos—, antecede a los primeros críticos y ensayistas: Job,
Isaías, Qohélet.
Milenios después, en la obra de Sergio Pitol
al principio fue también el relato. Él mismo ha referido la fábula de su
formación literaria. Salvo por algunos ensayos sobre literatura, las décadas de
los sesenta y setenta disciernen en su trayectoria el predominio de la ficción
con varios tomos de cuento y una novela: El tañido de una flauta.
Los ochenta fueron los más prolíficos de su narrativa. En 1981, ya casi
al doblar el medio siglo de su vida, publicó Nocturno de Bujara, una colección de cuatro relatos
excelentes después reeditada como Vals de Mefisto, a la que siguieron Juegos
florales, El desfile del amor y Domar a la divina garza. Estos
cuatro títulos habrían bastado para darle un sitio irrefutable en la literatura
mexicana. Sin embargo, el lector asiduo de Pitol tiende a considerar que su
mejor escritura está en el Tríptico Tardío, que se abrió en 1996 con El arte
de la fuga, y que conformarían también el breve y delicioso El viaje
y El mago de Viena, publicado en 2006.
El lugar común
habla de la mixtura de los géneros como el sello de esos tres libros de Pitol.
Con todo, aclárese que en varios de los títulos anteriores a El arte de la
fuga la escritura o —dicho con un cariz más amplio— la creación constituía
el tema central y aceptaba diferentes perspectivas y tratamientos. Pienso no
obstante que la virtud del Tríptico Tardío consiste en el hecho de que Pitol se
convirtió en esas páginas en el personaje principal, en el héroe nervioso y
obsesivo de sí mismo.
Sergio Pitol,
por supuesto, no ha sido el primero en mezclar géneros. No sería desmedido
afirmar que una costumbre de nuestra época consiste en aplaudir sin reserva las
obras en las que las fronteras entre los géneros literarios se han perdido o
por lo menos difuminado. No es infrecuente detectar a lectores boquiabiertos
ante libros misceláneos, en los cuales uno tropieza, muy gozosamente, con la
promiscuidad de apuntes de viaje, narraciones autobiográficas, reflexiones,
ensayos, citas, máximas, crónicas, entradas de diario, etcétera. Esos tomos
híbridos para nada podrían ser argumentados como una exclusividad de nuestros
años posmodernos. El siglo XVIII y el XIX ofrecen algunos ejemplos de prosas
hesitantes y multiformes, como el
Viaje sentimental de Sterne, Jacques el fatalista de Diderot,
Suspiria de profundis de De Quincey, el Viaje alrededor de mi cuarto de
Xavier de Maistre o los Viajes por mi tierra del lusitano Almeida
Garrett.
Este tipo de
obras son aún, sin duda, una excepción. Pues en la actualidad se siguen
escribiendo y publicando numerosas novelas que son prístina y decimonónicamente
novelas, y ensayos que son argumentaciones bien escritas, bien pensadas y ya.
Los ejemplos azarosos de libros híbridos despiertan nuestra admiración y gusto
no sólo, cuando es el caso, por su gran calidad literaria sino también porque
destacan solitariamente ante la multitud de ensayos y novelas convencionales
que, incluso si se trata, en instancias fortuitas, de obras maestras, no
concitan un tono trasgresor y sorprendido del aplauso.
Habría que ir
más allá: no sólo referir el fenómeno sino hurgar en el porqué de esta
inveterada dislocación genérica. Diríase primero: en cuanto linderos, los
géneros literarios reconfortan. Dan certidumbre, identifican retóricamente un
objetivo, un planteamiento, una oferta social de lectura. Y si los géneros
literarios —dicho laxamente— son la expresión política de una época, en la modernidad
no habría nada más político y nada más epocal que la novela, el género que
vuelve placer la introspección, seducción la crítica, alucinación la necesidad
de subversión a través de la escritura. Ha sido además la novela un género
voraz y abierto: pues habría de mencionarse que, de la misma forma como se ha
apropiado de recursos o pautas del cine o de la música, o de acercamientos del
psicoanálisis y el mito, el género de Cervantes ha dado cabida también a una
vena ensayística. Autores diversos han convertido sus novelas en foros de
discusión de temas de casi todo tipo —estéticos, sociales, filosóficos,
políticos—, desde Voltaire, en su faceta de autor de nouvelles,
Dostoievsky y Proust hasta Thomas Mann, J.M. Coetzee y Ricardo Piglia. Uno
podría muy bien preguntarse: si la novela en su trama admite argumentos y
reflexiones, ¿cuál es la necesidad del novelista de saltar de la narrativa a
los tomos de ensayo? ¿Es que realmente hay cosas que sólo el ensayo —y no la
novela— puede hacer?
Una respuesta
posible: el ensayo es también un género invasor y pantagruélico. A diferencia
del contrato de lectura propuesto por el narrador y sustentado en la suspensión
del juicio, el ensayo, aún sabiéndose o intuyéndose forma antes que idea,
precisa de una pátina de respetabilidad que ha venido obteniendo por la
presunción de la sustancia. Es decir, las ideas, en un connubio necesarísimo y
polémico con el yo. Porque desde los tiempos novicios del género, en el siglo
XVI, estas ideas —humanizadas por el yo, agente de la limitación y el charme—
han carecido de la profundidad y el hieratismo del tratado y han consistido en
argumentaciones sólo posibles.
Bien habría Pitol conocido
este fenómeno para discernir al ensayo no sólo como idea. Al dar el salto final
de la novela al Tríptico Tardío, tuvo claro que el ensayista puede construir su
argumentación a la manera como el narrador cimienta sus ficciones. Sólo que, en
vez de edificar un mundo de lógicas ficticias paralelas, el ensayista —pienso
en Calasso y en Magris— despliega su ficción argumentativa con base en
relaciones incomprobables pero verosímiles entre hechos, conceptos,
reflexiones, citas textuales, apuntes cronísticos, datos históricos o tomados
de la ciencia, el rumor, la experiencia, la estadística, o sea, cualquier tipo
de prueba que pueda ser llamada a participar en la construcción híbrida de un
argumento; esto es, de una ficción no del todo cierta pero con un aire de
convincente, ya que no de irrefutable.
Añádase la
apreciación de que estas prosas mixtas responden a una coyuntura: el escritor
no tiene manera de hablar hoy en nombre de una colectividad. Incluso, el
surgimiento a fines del siglo XX de obras como las de Sebald o Vila-Matas, de
Javier Marías o Kertész, afianza una forma literaria del síndrome de Stirner:
una época de individualidad extrema en la que únicamente queda escribir, con el
pleno ejemplo de ironía de Laurence Sterne, sobre la circunstancia mínima e
inalienable de cada autor.
De este modo,
el Museo de la novela de la Eterna de Macedonio Fernández, los Diarios
de Witold Gombrowicz, La tumba sin sosiego de Connolly, las Prosas
apátridas de Ribeyro, Simiente de Esther Seligson o La invención
de la soledad de Paul Auster, o en general varios textos inclasificables,
algunos de ellos revindicados por la novela, podrían indicarnos que estamos
ante un episodio distinto del género ensayístico en su evolución: su voracidad,
instigada por un yo expansivo, le permite invadir los linderos de la ficción o
en general apropiarse sin pudor ni desdoro de recursos de la narrativa.
Esta voracidad
sería uno de los caminos posibles al ensayista no-filósofo, al académico
imposible y tránsfuga, al disertador inexacto. La antinomia hodierna del
tratado: el ensayo como ficción. El ensayista como héroe de sí mismo. Como muy
oportunamente lo refrendan los textos de Ícaro,
la antología recién publicada por la editorial mexicana Almadía, Pitol puso frente al lector su propia
individualidad —memoria, creación, criterio— como tema de su escritura y, a la
par de prosistas anteriores y coetáneos, anuló el debate de la agrimensura
genérica. Su obra, del relato
al ensayo, da un testimonio de su existencia y sus oníricas relaciones con la
realidad, de la cual la misma literatura es un elemento medular. «Abolido el
entorno mundano que durante varias décadas circundó mi vida, desaparecidos de
mi visión los escenarios y los personajes que por años me sugirieron el elenco
que puebla mis novelas, me vi obligado a transformarme yo mismo en un personaje
casi único, lo que tuvo mucho de placentero pero también de perturbador», se
lee en El mago de Viena sobre la génesis de El arte de la fuga.
Veamos: sus viajes y estancias en
Varsovia, en Roma con las hermanas Zambrano, en la Moscú de Brezhnev, en
Barcelona a fines de los sesenta, en Praga antes de la caída del Muro; sus tics
y manías de diplomático, su oído sordo, la hipnosis y la muerte temprana de sus
padres. Sus amistades literarias, tan venturosas e iluminadoras. Sus lecturas
de Joseph Conrad, Gógol, Kusniewicz, Tsvietáieva, muchos más. Resultado:
distintos temas y géneros al servicio de una escritura multiforme y
hospitalaria. En síntesis: Pitol —nervioso, viajero, melancólico y políglota—
es no sólo el personaje emblemático de su obra sino uno de los más entrañables
de la literatura actual en lengua española.
miércoles, marzo 16, 2016
Fragmentos de una novela corta
El suplemento Confabulario, del periódico El Universal, publicó el domingo 13 un puñado de fragmentos de mi novela corta inédita No nos vamos a morir mañana. Aquí está el enlace.
domingo, febrero 28, 2016
Una respuesta
Publiqué el 17 de febrero pasado un ensayo de título "Esto es lo que (no) hay: la literatura en el México del 2016", en la revista virtual Horizontal. En el sitio web de la revista Letras Libres, el profesor y escritor Jorge Téllez hizo aparecer, el pasado día 25, un texto, "Stendhal en el parque", en que aborda algunos de los asuntos tratados por mí en aquel ensayo. Me pareció necesario escribir los siguientes comentarios:
El texto de Jorge Téllez incluye tergiversaciones y
simplificaciones de lo que yo he escrito. Él afirma que, para resolver el
problema de la ausencia de disenso en la literatura mexicana, propongo en “Esto
es lo que (no) hay” el nacimiento de un Instituto del Libro. Falso. Lo que sí
dije es que un Instituto de Libro sería el mecanismo adecuado para hacer
resurgir —no la crítica— la industria editorial mexicana. ¿Por qué la
confusión? Me temo que Téllez ve más fácil refutar a un colega caricaturizando
sus argumentos.
Lo mismo ocurre en su muy
veloz comentario de mi texto “Escribir esta historia es imposible”, sobre los
dos libros recientes de cuentos de Gabriel Wolfson, Profesores y Be y Pies.
Téllez omite sospesar mi reflexión sobre las condiciones en que se gestaría una
ficción con esas características, y las repercusiones políticas que habría de
tener; todo lo explica, en cambio, con base en un supuesto prejuicio ante el
académico que no sale al parque. Téllez se apresura: antes de juzgar, es
necesario analizar los decires ajenos. De fondo hay en este reparo suyo,
sospecho, la idea de que la creación contemporánea sólo puede ser desmenuzada
de una estricta forma, con unos lentes que, por lo que leo, él supone sólo se
entregan en la academia. Pienso en la crítica como un diálogo más amplio y más
libre, donde no se requieren doctorados sino argumentos.
El tenor principal de
la respuesta de Téllez es la reivindicación de las labores académicas. Para él,
si no lo leí con el apresuramiento que él mismo se permite, la reseña ha
desaparecido en México porque ha cedido su lugar a los estudios y monografías que
salen de los cubículos. Hay dos errores aquí. Uno es: desde hace muchas décadas
existen estudios académicos en México; convivieron, de hecho, con el periodismo
literario. Lo que sí es innegable es que, mientras la academia en México sigue
recibiendo subsidios para fomentar investigaciones como las que Téllez cita, y
muchas más, y mientras numerosos mexicanos han podido realizar su carrera y su
obra, con merecidos apoyos, en universidades de Estados Unidos, la reseña no ha
contado con la misma suerte. Que Téllez se permita la impresionista afirmación
de que en mi ensayo hay una “nostalgia” por un mundo perdido, le sirve para validar
el actual estado de cosas y no adentrarse, libre de prejuicios, en la exploración
del fenómeno. Así, evita enfrentar lo que al fin señalo en “Esto es lo que (no)
hay”: que la muerte de la reseña tiene en México causas sistémicas (el
mecenazgo y la concentración editorial) y consecuencias sociales y políticas (el
nulo diálogo en torno de los libros en la vida del ciudadano de a pie), y que
hay una relación entre una comunidad cultural que no discute públicamente sus
libros y la dificultad de nuestra sociedad para enfrentar con mayor énfasis
crítico la deriva de corrupción y violencia en que se halla el país. ¿Por qué
Téllez elude estos temas?
Jorge Téllez también se
equivoca en otro aspecto: la reseña y el paper
nunca han tenido la misma función. Es ilusorio buscar aquí una dicotomía: no es
que los reseñistas de hace cuarenta años sean los profesores de 2016; no es
que, si hay academia, no puede haber periodismo literario. Investigación y
divulgación se necesitan una a la otra. Porque lo que tenemos ahora es la
pérdida de espacios para la difusión y el diálogo libresco en la esfera
pública. De hecho, la producción académica conoce la misma suerte de mucha de
la literatura mexicana: su escasa o nula circulación fuera del ámbito propio da
lugar a que lo verdaderamente valioso de sí difícilmente alcance una
repercusión social. Esto se debe, creo, no a una conjura de escritores prejuiciosos
contra el medio universitario, sino a un problema estructural que define la
ordalía de la cultura de hoy en México, y en lo que nunca será innecesario
insistir: tanto el desastre educativo, la falta de librerías y el
desabastecimiento de las bibliotecas públicas, como la disposición de un estado
mecenas a subsidiar la creación mas no la crítica y los requerimientos de
validación universitaria —los de Conacyt en México— que desestimulan la
participación de los investigadores en labores de divulgación.
Llama la atención que
si Téllez tan económicamente despide a la reseña actual como “impresionista”,
“conservadora” o “ambas cosas”, no tenga el mismo ánimo exigente con la
producción académica. Cualquier diría, luego de leer su texto, que en ese
espacio no hay la menor mediocridad ni complacencia, y que, por citar ejemplos,
Liliana Weinberg e Ignacio Sánchez Prado, dos pensadores de lo más lúcidos, son
la norma y no, lamentablemente, las excepciones en un panorama, por lo menos en
lo que respecta al entorno mexicano, donde no están ausentes las mafias, los plagios
y el adocenamiento intelectual.
El camino que toma
Téllez es lo menos crítico que hay: la propaganda. Su operación de soltar
nombres y acomodar links de ejemplos de trabajo académico actual es un
ejercicio de relaciones públicas, pues lo lleva a obviar la exigencia de ofrecer
argumentos que sostengan sus elogios. No da más pruebas que sus dichos: la
enumeración entusiasta de investigadores y proyectos suple la revisión puntual
de cada uno, tarea que, ya entrados en esto, podría él mismo emprender
quincenalmente en su bitácora. El trabajo de Oswaldo Zavala, de Tumbona o de
Sur + saldría ganando si, más que blurbs apresurados que a muy poco
comprometen, recibieran un examen más detenido. El crítico, sea del gremio que
sea, nunca debe volverse un publicista; por más encomiables que nos parezcan, y
sean, las intenciones de una editorial independiente o un proyecto de
investigación, la mayor muestra de respeto que les debemos es, siempre, leerlos
con distancia y rigor, sin condescendientes palmaditas en la espalda.
Curiosa forma de
refutar mi ensayo la que encuentra Téllez: dándome la razón. En mi ensayo
señalo esa camaradería, ese campamento de boy scouts en que se ha convertido el
medio literario de México; Téllez me hace creer que esa misma camaradería sonriente
parece estar campeando en las parcelas de la academia por las que él transita.
lunes, febrero 22, 2016
Escribir esta historia es imposible
La revista Letras Libres publica este mes un mi texto crítico sobre dos libros de relatos de Gabriel Wolfson: Be y Pies y Profesores. El enlace está aquí.
viernes, febrero 19, 2016
miércoles, febrero 17, 2016
Esto es lo que (no) hay
La revista Horizontal publica hoy mi ensayo «Esto es lo que (no) hay», sobre la situación social de la literatura en el México del 2016. La liga es esta.
martes, febrero 16, 2016
A 80 años del estallido de la Guerra Civil, un acercamiento a lo mejor de la literatura española, en la Feria de Minería
La Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería está por empezar. Por cuarto año, la Feria organiza el ciclo Los Críticos Recomiendan, en que un grupo de especialistas de la disciplina literaria dialogan con los asistentes sobre qué leer y por qué. Este año, el tema del ciclo es la literatura de España, con motivo de los 80 años del inicio de la Guerra Civil.
Las mesas son las siguientes:
VIERNES 19 DE FEBRERO DE 17:00 A 17:45 HRS.
Mesa redonda: Qué leer sobre la Guerra Civil Española. Participan: Vicente Alfonso, Armando González Torres, Guillermo Vega Zaragoza. AUDITORIO SEIS.
DOMINGO 28 DE FEBRERO DE 17:00 A 18:30 HRS. Mesa redonda:
Grandes obras de ficción de España después de la Guerra Civil. Participan: Hugo
Enrique del Castillo, Blanca
Estela Treviño y José María
Villarías. SALÓN MANUEL
TOLSÁ.
Las mesas son las siguientes:
VIERNES 19 DE FEBRERO DE 17:00 A 17:45 HRS.
Mesa redonda: Qué leer sobre la Guerra Civil Española. Participan: Vicente Alfonso, Armando González Torres, Guillermo Vega Zaragoza. AUDITORIO SEIS.
DOMINGO 21 DE FEBRERO DE 16:00 A 17:30
HRS.
Mesa redonda: Obras
de las escritoras españolas más destacadas. Participan: Alma Delia
Miranda Aguilar, Iliana Olmedo, Ingrid Solana. SALÓN MANUEL TOLSÁ.
VIERNES 26 DE FEBRERO 17:00 A 18:30 HRS.
Mesa redonda: Poesía española del
siglo XX: sus libros más importantes. Participan: Juan Pablo Muñoz Covarrubias,
Fernando Fernández, Francisco
Meza Sánchez. AUDITORIO CINCO.
SÁBADO 27 DE FEBRERO DE
16:00 A 16:45 HRS. Mesa redonda: Obras notables de los autores del Exilio
Español. Participan: Lourdes Franco e Iliana Olmedo. SALÓN
EL CABALLITO.
sábado, febrero 06, 2016
El arte soy yo
Hoy se publica mi ensayo "El arte soy yo: Juan Vicente Melo y la disolución", en el suplemento El Cultural. El próximo día 9 se cumplirán 20 años de la muerte del autor de La obediencia nocturna. Aquí está el enlace.
miércoles, enero 20, 2016
La pérdida de los hijos
La poeta Karen Villeda ha escrito un texto crítico de mi novela Cualquier cadáver para la revista Nexos. El texto se puede leer aquí.
domingo, enero 10, 2016
Los rostros de la intemperie
Escribí un ensayo sobre la obra cuentística de Elena Poniatowska. Se publica hoy en el suplemento Confabulario, del periódico El Universal. El enlace está aquí mero.
lunes, diciembre 14, 2015
Sessant’anni di Pedro Páramo
Mi ensayo "No se puede contra lo que no se puede", sobre la obra de Juan Rulfo, acaba de ser traducido al italiano para el sitio Sotto il vulcano, de Edizioni Sur. Aquí está el enlace.
domingo, diciembre 13, 2015
El caos de adentro
Este martes 15 se le entregará la Medalla de Oro de Bellas Artes a la cuentista Amparo Dávila (Zacatecas, 1928). Escribí un ensayo sobre las aristas del terror psicológico que se encuentra en sus páginas. Este ensayo apareció hoy en el suplemento cultural Confabulario, del periódico El Universal. El enlace está aquí.
jueves, diciembre 03, 2015
Los días se tocaban con las puntas de los dedos
Escribí un ensayo sobre La semana de colores, el deslumbrante libro de debut de Elena Garro en la ficción breve, para la revista Este País. Tan sesudas reflexiones se pueden leer en este enlace.
domingo, noviembre 22, 2015
Sada, carrilludo
Daniel Sada, el gran autor mexicano, falleció el 18 de noviembre de 2011, hace, pues, cuatro años. Escribí un breve apunte sobre los atributos de su peculiar voz narrativa, a partir de una relectura de su cuentística, con especial interés en su extraordinario libro Registro de causantes (1992). El ensayo lo publica hoy el suplemento Confabulario, del periódico El Universal.
sábado, noviembre 14, 2015
La cuentista que vino de Eldorado
Acaban de cumplirse 50 años de la publicación de La señal, el primer y mejor libro de cuentos de la extraordinaria Inés Arredondo (1928-1989). Escribí un ensayo sobre algunos rasgos de su escritura. Apareció hoy en el suplemento El Cultural del periódico La Razón. Aquí está el enlace.
jueves, octubre 29, 2015
En Odessa, Texas
Estuve en la University of Texas-PB el martes pasado para dar una conferencia sobre narrativa mexicana y sus vínculos con la cultura estadounidense en los últimos 60 años: «The Third Generation of Americans Born in Mexico». Esta conferencia, patrocinada por el Odessa Council for the Arts and Humanities y organizada por el Departamento de Spanish y el doctor Antonio Moreno, fue en el auditorio de la J. Conrad Dunagan Library, muy cerca por cierto de bullentes pozos petrolíferos. Aquí en la foto de abajo se ve al moderador, el doctor Todd Richardson.
El corazón y el cuerpo están muy cerca
El domingo pasado, el suplemento Confabulario del periódico El Universal publicó mi ensayo «El corazón y el cuerpo están muy cerca», sobre la obra cuentística del autor mexicano Héctor Manjarrez, quien ayer cumplió 70 años de edad. El enlace está aquí.
viernes, octubre 23, 2015
Cualquier cadáver, elegido el mejor libro de narrativa publicado en México en 2014
Mi novela Cualquier cadáver, que apareció en abril de 2014, ha recibido hoy el Premio Bellas Artes Colima a la mejor obra de narrativa publicada en México el año pasado. Más información, aquí.
Para leer un fragmento de la novela, ir a este enlace.
Para ver cómo le ha ido a Cualquier cadáver con algunas voces críticas, hay que ir a esta página.
Algunas entrevistas en que hablé de esta novela se encuentran aquí, aquí también, por acá, en esta revista, aquí en video, acá también...
Para leer un fragmento de la novela, ir a este enlace.
Para ver cómo le ha ido a Cualquier cadáver con algunas voces críticas, hay que ir a esta página.
Algunas entrevistas en que hablé de esta novela se encuentran aquí, aquí también, por acá, en esta revista, aquí en video, acá también...
jueves, octubre 22, 2015
De viva voz o de puño y letra

El número octubre-noviembre de la revista Buensalvaje, en su edición mexicana, publica en su página 6 mi breve comentario de la novela De puño y letra (Cal y Arena), del talentoso escritor mexicano Luis Arturo Ramos, increíblemente poco valorado a pesar de su muy brillante trayectoria en el campo de la ficción.
De viva voz
Geney
Beltrán Félix
De puño y letra
se titula la última obra, aún inédita, de Orlando Pascacio, el más grande escritor
mexicano contemporáneo. Instalado en la cumbre del poder cultural, Pascacio
muere de un infarto. A los pocos días, el detective Bayardo Arizpe es
contratado por la viuda: el único mecanoescrito de De puño y letra está desaparecido y él debe encontrarlo. Esta es la
premisa de la nueva obra de Luis Arturo Ramos, que inicia como una novela
policial y se convierte en una inteligente reflexión sobre los vínculos de la
cultura y el poder.
Merced a un narrador omnisciente de pulso firme y
seguro, y con una prosa al mismo tiempo precisa y flexible, Ramos se concentra
en las pesquisas de Bayardo, quien así conoce y entrevista a los cercanos del
poeta. Uno de los retos es hacer creíble cómo, con el desarrollo tecnológico del siglo xxi y considerando la estatura literaria del autor, sólo
exista una copia de la obra inédita. La novela resuelve con agudeza el
anacronismo en las costumbres escriturales de Pascacio. El título del libro, De puño y letra, involucra una falsedad:
el poeta no escribe. Dicta. Su dictado es transcrito por su secretaria, amante
y confidente. La trama se desmenuza a partir de la muerte de esta mujer y la
desaparición de los casets que tienen la voz viva del autor con el contenido inalterado
de su obra.
El detective —quien es un poeta medio secreto y
traficante de libros antiguos— se mueve en la ciudad de México, entre la Zona
Rosa y la Colonia del Valle, entornos que la voz narrativa recupera vívidamente
sin apabullar con el dato cronístico. Por otro lado, la novela tiene la
sabiduría de no quedarse sólo en un ejercicio de sátira con el que ajustar
cuentas con la fauna literaria. Aunque algunos personajes son caricaturescos,
la novela nunca los pierde de vista como seres dominados por intereses,
rencores, frustraciones. Por esto la trama consigue aumentar el interés en el
devenir de los personajes.
Orlando Pascacio es una ausencia de permanente
relieve (cuando la novela empieza él ya ha muerto): no es una caricatura de
Octavio Paz sino un recurso para trazar con perspicacia un panorama sobre las
relaciones de la poesía con el poder. Una de las aristas más alarmantes de De puño y letra tiene que ver con las
presiones políticas que rigen la validación literaria: un gran escritor muerto
puede terminar elogiando, contra su voluntad, a poetas mediocres y ninguneando
a otros de valía. En un país como este el poder cultural es capaz de trastocar
el juicio crítico hasta de los mayores prohombres: ante tantas catástrofes
anunciadas en los periódicos, y ante un público desinteresado en la literatura,
alterar un manuscrito es un delito insignificante.
En una novela de corte clásico que siempre exhibe
vitalidad, Ramos desarrolla una estructura que se vuelve elocuente por lo que
apenas sugiere: las intrigas de los conspiradores. No se trata sólo de un ardid
de la ficción policial, sino de una forma narrativa que en sí comporta una
declaración política, desesperanzada: la actuación de estos “enemigos de la
literatura” siempre se quedan en las sombras, y sólo un detective imaginario
podría desenmascararlos.
Luis
Arturo Ramos, De puño y letra, Cal y
Arena, México, 2015.
domingo, septiembre 13, 2015
¿Qué vínculo podía haber entre la derrota del padre y el rencor del hijo?
El suplemento cultural Confabulario, del periódico El Universal, publicó el domingo pasado, día 6, mi texto «Rencor del hijo, derrota del padre», en su sección Ficciones. Este texto, una mezcla de ensayo y cuento, una ficción autobiográfica y ensayística, pues, forma parte del libro Crítica y rencor que acaba de publicar la editorial Cuadrivio.
domingo, agosto 16, 2015
Crítica y rencor
La Editorial Cuadrivio acaba de publicar el libro colectivo Crítica y rencor, en que se incluye mi texto «Rencor del hijo, derrota del padre».
martes, agosto 11, 2015
Caminos que se bifurcan
Acaba de aparecer el libro Caminos que se bifurcan. Es una antología realizada por Ernestina Yépiz, en que se incluyen textos narrativos de autores del noroeste de México. Está aquí mi cuento "Sara antes del fuego", de Habla de lo que sabes. El editor es el Instituto Sinaloense de Cultura.
jueves, julio 23, 2015
Visión de víscera
Este mes se publica en la revista Letras Libres mi texto crítico "Visión de víscera", sobre el libro Fierros bajo el agua, de Guillermo Arreola. El enlace, aquí.
domingo, julio 12, 2015
Ensayistas
Ayer sábado se publicó, en el suplemento El Cultural, de La Razón, un artículo de revisión sobre el ensayo mexicano en los últimos 15 años. El enlace está aquí.
martes, julio 07, 2015
CCXXVIII
Pocas cosas unen mejor y más rápidamente a personas desconocidas entre sí que el odio a alguien fácil de odiar.
domingo, julio 05, 2015
El viaje hacia la otredad
El suplemento Confabulario, del periódico El Universal, publicó hoy mi texto crítico sobre el primer tomo de las Obras completas de Francisco Tario. Se puede leer en este enlace.
domingo, junio 28, 2015
No se puede contra lo que no se puede
Publiqué en la revista Horizontal hace pocos días mi ensayo "No se puede contra lo que no se puede", sobre la narrativa de Juan Rulfo, por los 60 años de la publicación de Pedro Páramo. El enlace está aquí.
martes, junio 09, 2015
CCXXVII
Acaso la raíz de nuestra incomprensión y perplejidad ante la política se halla en el hecho de que para los políticos gobernar a un pueblo exige tenerle un irrevocable desprecio.
miércoles, abril 29, 2015
Ver criaturas y no cosas
La revista Letras Libres de abril publica mi ensayo «Ver criaturas y no cosas», sobre la ficción breve de Fabio Morábito. El enlace está aquí.
lunes, abril 20, 2015
Los hijos no existen
Una reflexión sobre las relaciones familiares en Cien años de soledad, ayer en el suplemento Confabulario: ir a este enlace.
domingo, abril 05, 2015
Los rivales en el inframundo
Escribí un comentario sobre el libro de cuentos El apocalipsis (todo incluido), de Juan Villoro, en el suplemento cultural Confabulario del periódico El Universal. El enlace está aquí.
domingo, marzo 15, 2015
Jesús Ramón Ibarra escribe sobre Cualquier cadáver
El poeta Jesús Ramón Ibarra ha escrito un texto crítico de mi novela Cualquier cadáver para la nueva revista Aldea 21. El enlace está aquí.
Cualquier cadáver
Jesús Ramón Ibarra
¿De qué manera salvaguardar el presente mexicano, ese territorio donde laten el cinismo del poder, la fiesta permanente del crimen, el pueblo ejerciendo su derecho histórico a la dejadez o a la ilusión colectiva encarnada en caudillos, políticos mendaces o mandatarios de catálogo? ¿No ha sido la literatura reciente mexicana el mejor bastión para que esa realidad se disuelva en las posibilidades de un lenguaje transgresivo, un lenguaje que busque sus asideros discursivos en los registros cotidianos, un lenguaje que dimensione la sonoridad de sus propias búsquedas? Imposible narrar el presente con elegancia, con una dimensión clásica de la escritura, con una lírica cuyo andamiaje sea la abstracción vacía. Se trata, como pide Imre Kertesz, de registrar los últimos estertores.
Hacia finales del sexenio pasado, bajo una gestión generosa del poeta Jorge Esquinca, salió a la luz el libro colectivo País de sangre y fuego, una colección de poemas cuyo tema central era la patria diezmada, la nación disgregada entre la versión oficial y los rastros de la sangre doméstica. Fue un meritorio ejercicio que impugnaba, a través de textos de diversa factura, la estrategia fallida de Felipe Calderón contra el crimen organizado. Sin embargo, la guerra de Calderón, extendida a lo largo y ancho del país, se concentraba en tres nociones distinguibles: el aparato gubernamental, con sus abusos de poder, sus usted disculpe y sus altos niveles de corrupción; los cárteles de la droga en México, sus disputas, la aniquilación del entorno a golpe de presunción y ejecuciones, sus múltiples caras: la extorsión, el comercio ilegal, el secuestro. La sociedad civil, agazapada, apocada, sierva de un hartazgo no manifiesto que le permite aspirar, cada tres o seis años, a esa entelequia llamada cambio. Se trata de un ciclo eterno. De una gigantesca rueda trituradora cuyos alcances no tienen fin.
¿Han cambiado las cosas desde entonces? No. Al contrario, se han recrudecido. El crimen organizado es más fuerte. Los homicidios culposos duplican las cifras del sexenio de Calderón; el secuestro, los feminicidios, la violación de los derechos humanos, la relación cruenta del crimen organizado con la política no ha hecho sino perfeccionar el régimen de desconfianza y miedo en el que vivimos nomás rebasamos la puerta de nuestra casa, o entramos en ella. Así pues, esta realidad se ha vuelto más sórdida pero también más frívola. Las redes sociales no han hecho sino reestructurar, a su manera caprichosa, la desinformación, el horror colectivo, la indignación social y la intolerancia. Todos hemos hecho la revolución desde la apacible comodidad del hogar, con un like o un selfie de hastío.
Así pues, sólo una narrativa elaborada desde la entraña puede asentar sus búsquedas en esos terriorios de la incordia, la desazón, la imposibilidad de sobrevivir a las sútiles formas de barbarie que impone el entorno. Eso hace Geney Beltrán en su valiente novela Cualquier cadáver.
En primera instancia, nos ofrece un México que sirve como escenario de ejecuciones, crímenes atroces, psicosis social y un sistema político que se ampara en el ominoso poder de los medios de comunicación. Por otro lado, se despliega ante el lector la vida de Emarvi, un escritor en ciernes que trabaja para una editorial pequeña, nativo de Durango, avecindado en Culiacán desde muy chico. La captal sinaloense encarna ese bastión inexpugnable donde los criminales y su entorno navegan sin trámite, de la mano de un corrido, a los niveles de la épica sustantiva. La historia transcurre entre esta ciudad y el DF, una ciudad convulsionada por las marchas y protestas que defienden a un político popular de izquierda, llevado de la mano por los dueños del poder en México, la televisión, a la picota social, acusado de todo tipo de vejaciones. El relato de Geney nos permite ubicarlo, en el tiempo, en una suerte de escenario expandible entre la guerra calderonista y el reposicionamiento de la violencia atroz en la vida doméstica del defeño.
Emarvi, a pesar de su potencial como intelectual y creador, está al borde de un colapso debido a su incapacidad para vivir rodeado de dudas, descalabros amorosos, culpa soterrada. Es a partir del secuestro de su hijo cuando el personaje se desmadeja, emocionalmente, hasta fundirse con esas dos realidades que le ofrece ela historia: la Ciudad de México, capaz de ofrecer sus perfiles más retorcidos y siniestros, y Culiacán, la ciudad que adoptaron sus padres y donde su madre quiere llevar a buen puerto una casa nueva, luego del suicidio del jefe de la familia y la muerte de una hija. Culiacán representa la ciudad ignorante, sumida en el fango de esa vida criminal opulenta y visible, capaz de sacralizar a sus próceres narcotraficantes, de salvaguardar sus formas de conducta e imitar sus gustos musicales y estéticos. Emarvi forma parte de esta violencia y la practica. Aunque dentro de él latan ideales que suenan absurdos, en el fondo no es más que una forma de ese paisaje convulsionado que diseñan tanto las malas noticias como la esperanza.
Cualquier cadaver es una novela que concentra, en un primer plano, una escritura vigorosa, sincopada, casi balbuciente que encuentra en el registro coloquial, en la oralidad del lenguaje, en los neologismos, en la proliferación del artículo como un elemento de proximidad lingüística, las mejores armas para desplegarse. En un segundo plano encontramos una escritura reflexiva, concentrada, crítica, puntual, que nos habla de la novela desde la novela y traza su universo narrativo casi en el plano de la consciencia del o los personajes.
Se trata también de una novela conmovedora, rasgo que acaso corra por cuenta de los apuntes que va dejando Emarvi en un cuaderno, dirigidos a Adrián, su hijo, y que son la única forma de establecer un vínculo afectivo con él.
El final es trágico, porque Mexico es trágico y los protagonistas de su presente nos movemos como el coro de este gran montaje colectivo.
Cualquier cadáver
Jesús Ramón Ibarra
¿De qué manera salvaguardar el presente mexicano, ese territorio donde laten el cinismo del poder, la fiesta permanente del crimen, el pueblo ejerciendo su derecho histórico a la dejadez o a la ilusión colectiva encarnada en caudillos, políticos mendaces o mandatarios de catálogo? ¿No ha sido la literatura reciente mexicana el mejor bastión para que esa realidad se disuelva en las posibilidades de un lenguaje transgresivo, un lenguaje que busque sus asideros discursivos en los registros cotidianos, un lenguaje que dimensione la sonoridad de sus propias búsquedas? Imposible narrar el presente con elegancia, con una dimensión clásica de la escritura, con una lírica cuyo andamiaje sea la abstracción vacía. Se trata, como pide Imre Kertesz, de registrar los últimos estertores.
Hacia finales del sexenio pasado, bajo una gestión generosa del poeta Jorge Esquinca, salió a la luz el libro colectivo País de sangre y fuego, una colección de poemas cuyo tema central era la patria diezmada, la nación disgregada entre la versión oficial y los rastros de la sangre doméstica. Fue un meritorio ejercicio que impugnaba, a través de textos de diversa factura, la estrategia fallida de Felipe Calderón contra el crimen organizado. Sin embargo, la guerra de Calderón, extendida a lo largo y ancho del país, se concentraba en tres nociones distinguibles: el aparato gubernamental, con sus abusos de poder, sus usted disculpe y sus altos niveles de corrupción; los cárteles de la droga en México, sus disputas, la aniquilación del entorno a golpe de presunción y ejecuciones, sus múltiples caras: la extorsión, el comercio ilegal, el secuestro. La sociedad civil, agazapada, apocada, sierva de un hartazgo no manifiesto que le permite aspirar, cada tres o seis años, a esa entelequia llamada cambio. Se trata de un ciclo eterno. De una gigantesca rueda trituradora cuyos alcances no tienen fin.
¿Han cambiado las cosas desde entonces? No. Al contrario, se han recrudecido. El crimen organizado es más fuerte. Los homicidios culposos duplican las cifras del sexenio de Calderón; el secuestro, los feminicidios, la violación de los derechos humanos, la relación cruenta del crimen organizado con la política no ha hecho sino perfeccionar el régimen de desconfianza y miedo en el que vivimos nomás rebasamos la puerta de nuestra casa, o entramos en ella. Así pues, esta realidad se ha vuelto más sórdida pero también más frívola. Las redes sociales no han hecho sino reestructurar, a su manera caprichosa, la desinformación, el horror colectivo, la indignación social y la intolerancia. Todos hemos hecho la revolución desde la apacible comodidad del hogar, con un like o un selfie de hastío.
Así pues, sólo una narrativa elaborada desde la entraña puede asentar sus búsquedas en esos terriorios de la incordia, la desazón, la imposibilidad de sobrevivir a las sútiles formas de barbarie que impone el entorno. Eso hace Geney Beltrán en su valiente novela Cualquier cadáver.
En primera instancia, nos ofrece un México que sirve como escenario de ejecuciones, crímenes atroces, psicosis social y un sistema político que se ampara en el ominoso poder de los medios de comunicación. Por otro lado, se despliega ante el lector la vida de Emarvi, un escritor en ciernes que trabaja para una editorial pequeña, nativo de Durango, avecindado en Culiacán desde muy chico. La captal sinaloense encarna ese bastión inexpugnable donde los criminales y su entorno navegan sin trámite, de la mano de un corrido, a los niveles de la épica sustantiva. La historia transcurre entre esta ciudad y el DF, una ciudad convulsionada por las marchas y protestas que defienden a un político popular de izquierda, llevado de la mano por los dueños del poder en México, la televisión, a la picota social, acusado de todo tipo de vejaciones. El relato de Geney nos permite ubicarlo, en el tiempo, en una suerte de escenario expandible entre la guerra calderonista y el reposicionamiento de la violencia atroz en la vida doméstica del defeño.
Emarvi, a pesar de su potencial como intelectual y creador, está al borde de un colapso debido a su incapacidad para vivir rodeado de dudas, descalabros amorosos, culpa soterrada. Es a partir del secuestro de su hijo cuando el personaje se desmadeja, emocionalmente, hasta fundirse con esas dos realidades que le ofrece ela historia: la Ciudad de México, capaz de ofrecer sus perfiles más retorcidos y siniestros, y Culiacán, la ciudad que adoptaron sus padres y donde su madre quiere llevar a buen puerto una casa nueva, luego del suicidio del jefe de la familia y la muerte de una hija. Culiacán representa la ciudad ignorante, sumida en el fango de esa vida criminal opulenta y visible, capaz de sacralizar a sus próceres narcotraficantes, de salvaguardar sus formas de conducta e imitar sus gustos musicales y estéticos. Emarvi forma parte de esta violencia y la practica. Aunque dentro de él latan ideales que suenan absurdos, en el fondo no es más que una forma de ese paisaje convulsionado que diseñan tanto las malas noticias como la esperanza.
Cualquier cadaver es una novela que concentra, en un primer plano, una escritura vigorosa, sincopada, casi balbuciente que encuentra en el registro coloquial, en la oralidad del lenguaje, en los neologismos, en la proliferación del artículo como un elemento de proximidad lingüística, las mejores armas para desplegarse. En un segundo plano encontramos una escritura reflexiva, concentrada, crítica, puntual, que nos habla de la novela desde la novela y traza su universo narrativo casi en el plano de la consciencia del o los personajes.
Se trata también de una novela conmovedora, rasgo que acaso corra por cuenta de los apuntes que va dejando Emarvi en un cuaderno, dirigidos a Adrián, su hijo, y que son la única forma de establecer un vínculo afectivo con él.
El final es trágico, porque Mexico es trágico y los protagonistas de su presente nos movemos como el coro de este gran montaje colectivo.
miércoles, marzo 11, 2015
La violencia interior
CCXXVI
La lógica del poder exige hacer creer al ciudadano que el único modo de transformar el poder es insertándose en sus estructuras, aceptando sus condiciones. Es decir: renunciando a transformarlo.
martes, marzo 10, 2015
CCXXV
El poder se afirma mediante los rituales. Y ahora su aspiración es lograr que también nuestra inconformidad tenga la naturaleza simuladora —e intrascendente— de un ritual.
domingo, marzo 08, 2015
Días de bilis negra
Publica hoy el suplemento cultural Confabulario, del periódico El Universal, un texto crítico del admirado Eduardo Antonio Parra sobre mi novela Cualquier cadáver, "una novela madura, ambiciosa, que se define a sí misma y cumple con su intención de llenar de angustia e inquietud a sus lectores. Una apuesta de Geney Beltrán Félix por el realismo brutal como estrategia para reflejar el caos de nuestro tiempo. Un paseo por el infierno muy difícil de olvidar", concluye Parra. También se publica una entrevista que me hizo Gerardo Antonio Martínez sobre algunos aspectos del libro.
viernes, marzo 06, 2015
El coraje de un fantasma
En 2007 publiqué en la revista Cuaderno Salmón un ensayo sobre la escritora mexicana Nellie Campobello, la autora de Cartucho. Ese texto está incluido en mi libro El sueño no es un refugio sino un arma. Lo rescato ahora por el mero gusto de releer a Nellie.
EL CORAJE DE UN
FANTASMA
Nellie Campobello
es un fantasma. Literalmente.
Me cuenta
su sobrino Carlos: veinte años después de su muerte, una Nellie invisible
vuelve del Más Allá y hace perdidizos expedientes, reúne a personas distantes
merced a un azar sospechoso, se obstina en que el número 7 presida siempre las
cosas que la atañen —números de oficios, de contratos, de teléfono— y trabaja,
paso a paso, contra el olvido que sufre y la brutalidad que la llevó a la
muerte.
Nacida en la norteña Villa Ocampo, en Durango, en al parecer 1900,
Nellie murió en circunstancias espantosas hacia agosto de 1986. Conocidos suyos
se aprovecharon de su confianza y la secuestraron. Para entonces, muchos de sus
amigos y parientes habían muerto. Era una figura destacada de la danza; además,
poseía una muy rica colección de arte mexicano. Las versiones señalan que sus
captores la mantuvieron alcoholizada y drogada, que la hicieron sufrir de
hambre y violencias para que firmara documentos con los cuales entregaba sus
bienes. Su muerte no vino a ser conocida y confirmada sino hasta 1999. Aún no
se ha castigado a sus secuestradores y asesinos: tampoco han logrado
recuperarse sus propiedades.
Pero veinte años después de su muerte, Nellie regresa, también, a la
literatura. En 2007 el Fondo de Cultura Económica publica su Obra reunida: Cartucho, su libro mayor (1931), Las manos de Mamá (1937), los Apuntes
sobre la vida smilitar de Francisco Villa (1940), sus poemas y el ensayo
autobiográfico que sirvió de prólogo a la edición de Mis libros, de 1960.
Nellie regresa a las letras mexicanas, pero habría que decir, en
honor a la exactitud, que escasamente ha estado antes. Nellie es un fantasma en
nuestra literatura. Se le ha leído poco debido a que sus apariciones han sido
infrecuentes: apenas se le ha publicado. Cartucho,
por ejemplo, ha conocido sólo seis ediciones en 75 años. Tan es así que la
recopilación canónica de la cultura nacional del siglo XX, Lecturas Mexicanas,
no lo incluye —y da pena decirlo— en ninguna de sus cuatro series. Tampoco
figura en la nómina de clásicos hispanoamericanos de la colección Archivos.
Ella misma, acaso, contribuyó a su presencia mínima: cedió el
terreno muy pronto. Y lo digo porque, si bien hay testimonios de una continuada
escritura, ante la recepción pobre de sus dos tomos de narrativa Nellie —luego
de la reunión de su obra en Mis libros— ya nunca publicó otro título. No
insistió más: y el prólogo a ese volumen de 1960 constituiría no sólo una
recapitulación de su escritura sino también, asumo, la última llamada a la
crítica y los lectores. Una llamada, no obstante, que se quedó sin respuesta.
Aunque, con todo, demos lugar a un matiz: hubo ciertas voces
—digamos: Martín Luis Guzmán, Ermilo Abreu Gómez, Antonio Castro Leal, Emmanuel
Carballo— que aplaudieron la dignidad de sus textos, pero esos dictámenes no
lograron contravenir finalmente el ayuno editorial.
Ahora, se supone que los buenos libros se defienden solos. ¿Qué
sucedió en este caso? ¿Por qué no ingresó la obra de Nellie Campobello al canon
reconocido de nuestra literatura? Fernando Tola de Habich habla de ninguneo.
Especulo, preciso: a la misoginia —lugar común en la conducta de los
escritores— se habría aliado el desinterés del crítico a siquiera hojear la
obra de una bailarina célebre que hacía sus pininos, previsiblemente fallidos,
en el terreno de las letras, pues el sólo-escritor tiende a desconfiar de la
múltiple ambición de un artista del Renacimiento. Quizá, también, el hecho de
haber publicado tan poco y luego nada: al abdicar a la constancia en los
estantes de las librerías con nuevos títulos, la misma Nellie pudo haber
colaborado a que el crítico o el estudioso, sin leerlos, catalogase Cartucho y Las manos de Mamá como pecados de juventud a los que se habrá de
compadecer con el olvido.
Pero el tiempo pasa: nuevas generaciones, otras circunstancias
exigen periódicamente una redefinición del canon. Y hoy, de mayor pertinencia
que discernir por qué la obra de Nellie no interesó en su momento (situación,
entiendo, ya no corregible), es volver a sus páginas y examinar la validez de
su lectura en los inicios negros de este milenio. ¿Cuál es el lugar de Nellie
y, sobre todo, de Cartucho, su obra
principal, en la literatura mexicana?
Advocación furiosa del fantasma
La pasión de
Nellie fue la danza, cierto; pero hablo de una Nellie de la furia en las letras
mexicanas por sus motivaciones vueltas realidad en sus textos: «Mis libros los
he escrito para contestar ofensas o para pagar deudas», le dijo, brusca, a
Emmanuel Carballo en la entrevista recogida en Protagonistas de la literatura mexicana. Parecería, entonces, como si ella no hubiese escrito por una
suerte de vocación integral, no como respuesta a un llamado expresivo íntimo y
genético, equivalente al del grafómano para quien la escritura es una adicción
compulsiva, o a la del dostoievskiano caído en el dominio expiatorio de la
introspección a través de la palabra —no, nada de eso; hablaríamos antes bien
de una Nellie obediente a su visceralidad panfletaria contra ciertos hechos de
la realidad.
Su aparición en la narrativa, con Cartucho, habla de coraje. Coraje entendido como ira y también como
valor: hablemos de Historia. El asesinato de Francisco Villa en 1922 no puso
fin a la campaña denostadora de su lucha; al contrario, el triunfo del ejército
constitucionalista y el establecimiento del régimen de los presidentes Álvaro
Obregón y Plutarco Elías Calles en esa década dieron la pauta para que los
villistas siguieran siendo exhibidos en periódicos y libros como bandidos
salvajes.
Pero frente a la Historia de los vencedores, Nellie tenía su verdad.
Cartucho relata historias de soldados villistas —fusilamientos, huidas,
balaceras: muertes, siempre trágicas— y los presenta como seres humanos, con
luces y sombras: valientes, idealistas, tímidos o angustiados, pero también,
algunos, sanguinarios y mezquinos. Todos ellos tienen nombre y apellido, al
menos un apodo: los hay generales, como el mismo Villa, Tomás Urbina, Rodolfo
Fierro, Felipe Ángeles, y otros son muy jóvenes: Pablo López, El Kirilí,
Cartucho, José Rodríguez, cuyo papel en la lucha sólo se halla consignado en
las páginas de este libro. De ellos se sabe poco: la «biografía» en cada caso
llena página y media, a veces dos. El episodio medular es, casi siempre, su
muerte.
Colérica, Nellie explicita hacia el final del relato «Nacha
Ceniceros» el sustrato panfletario de su prosa: «La red de mentiras que contra
el general Villa difundieron los simuladores, los grupos de la calumnia
organizada, los creadores de la leyenda negra, irá cayendo como tendrán que
caer las estatuas de bronce que se han levantado con los dineros avanzados».
Valiente, Nellie no ignoraba que su escritura enfurecida habría de ser vista
con repulsa por los enemigos póstumos de Villa. La respuesta fue, entendemos,
de indiferencia.
Recapitulo.
Nellie habría escuchado de sus amigos villistas y de su madre las
palabras aún no escritas de Edmond Jabès en Le
Livre des questions: «Que ta mémoire soit ma maison». Que tu memoria sea mi
casa, que mi casa esté en tu memoria. Nellie habría obedecido: obedeció, y
escribió primero Cartucho, después Las manos de Mamá, como recintos
perennes —el segundo, acaso, un tanto cursi— para sus Dorados y su madre.
...Aunque, claro,
la motivación confesada —ese propósito de vengar las injurias— sería por entero
fútil y olvidable de no haberse visto trasmutada en una expresión vigorosa.
Y no. No es olvidable ni fútil: en las páginas de Nellie el panfleto
se volvió literatura.
Una escritura en el destiempo
Nellie Campobello escribe minificción
sobre villistas desde la mirada de una niña, en el momento en que impera la
novela naturalista, de connotaciones épicas y óptica masculina, sobre el
movimiento revolucionario expoliado por los mismos enemigos de Villa.
A destiempo, Nellie escribe relatos breves que no podrían ser leídos
por los escritores nacionalistas de esos años como la expresión de los impulsos
de la raza en la Revolución. Sencillos, con un hálito de narración oral, no
sólo aparentarían una escasa ambición literaria (¡los contaba la voz de una
niña!): también, el panfleto habría saltado bruscamente ante la percepción de
sus contemporáneos.
Y peor todavía: al tratarse de retratos fugaces y no de una novela
total, la visión de la lucha armada es en Cartucho fragmentaria,
casuística, azarosa. Nellie no postula una interpretación ulterior, una mística
trascendental del movimiento como un todo, como una fuerza de la Historia. Hay
sólo un por qué, no El Para Qué: los villistas en Parral, Chihuahua —donde
vivió Nellie su infancia y su adolescencia— peleaban porque estaban hartos de
las injusticias del gobierno de los ricos. Punto.
Rehusándose a filosofar sobre La Revolución, Nellie narró de las
mujeres y los hombres en la pelea, entre las balas. Al hacerlo, obedecía al
dictado de la ficción y no de la metafísica, la historia ni la sociología. «La
literatura difunde lo individual, lo particular, las cosas, los colores, los
sentidos y lo sensible contra el falso universal que uniformiza y nivela los
hombres y contra las abstracciones que los esterilizan», postula Claudio Magris
en Utopia e disincanto, con esa dúctil
magia suya para darle seductora expresión a un, ciertamente, lugar común de la
cultura literaria.
Pero no es sólo la sencillez de una mirada directa y fresca de niña
que narra historias particulares. A Nellie, como a todo gran narrador oral, le
concierne un dogma: la eficacia. «Y esta visión objetiva, natural, impávida, ha
pasado a un estilo breve, ceñido, pintoresco, en cuyas frases cortas y a veces
lapidarias hay sentido reconcentrado, concisión popular y emoción
cristalizada», afirma Antonio Castro Leal de Cartucho. ¿Cómo le hizo Nellie? ¿De dónde le vino esta sabiduría
narrativa?
En su estudio Nellie
Campobello: Eros y violencia, Blanca Rodríguez señala una lista de lecturas
probables de la adolescente y joven Nellie: la Biblia protestante, Los tres mosqueteros, Las mil y una noches, Heriberto Frías.
Es decir: netos, estrictos fabuladores. Observa Rodríguez además en la de Cartucho «una prosa vigorosa y ceñida en
su escritura original, gestada en el
lenguaje de la conversación». Éste es el punto: si bien se murmura un
pulimento estilístico de Martín Luis Guzmán, su editor y amigo, la efectividad
literaria del libro se cimienta en su estrategia de narrativa oral. En busca de
naturalidad, Nellie recurrió a las dotes discernibles en una contadora de historias,
la narradora comunitaria que salvaguarda los secretos necesarios de su tribu.
Los relatos, según acusa su estructura, se sustentan en testimonios:
algún personaje presenció una balacera, una emboscada, un fusilamiento, y en
los entretiempos apaciguados de la guerra, al pasar a la casa de la madre de
Nellie, cuenta las incidencias. En otros casos, Nellie misma fue testigo de un
encuentro entre villistas y carrancistas, o se fascina con el espectáculo de un
cadáver que ha quedado frente a su ventana después del concierto de las balas.
Esta perspectiva directa, que por cierto impide glorificar a los
villistas —pues el de ellos es un retrato múltiple, donde, como he dicho, la
valentía no clausura las posibilidades de la mezquindad y la traición—, se fortalece
con el aliento lírico de muchas de sus rápidas, sugestivas imágenes: «va blanco
por el ansia de la muerte», «Le cayó muy bien la cobija de balas que lo durmió
para siempre», «Eran como cristalitos rojos que ya no se volverían hilos
calientes de sangre», frases precisas que le dan un ágil robustez a los
relatos.
Tenemos entonces: minificción, fragmentismo, mirada infantil,
narrativa oral, imaginería concisa. Y, además, villismo. En 1931.
Nellie escribió una obra sustentada en rasgos ausentes de la narrativa
naturalista de sus contemporáneos. A destiempo, es decir: hacia el futuro.
Jorge Aguilar Mora, en su prólogo a Cartucho
en la edición de Era, del año 2000, postula, y no yerra al hacerlo, una
descendencia secreta de este libro:
la novela publicada en 1955 por Juan Rulfo, en la que fulgurarían con
genialidad ciertas virtudes narrativas ya esbozadas en el volumen brutal y
luminoso publicado en 1931 por la joven bailarina.
Nellie sería acaso
también, entonces, un fantasma rulfiano, no imposible en las páginas de Pedro Páramo. La definirían como personaje literario las incidencias de su vejez y
su infancia: su vivencia niña del vendaval violento en la Calle Segunda
del Rayo, de Parral, y su cautiverio y muerte inhumanos siete décadas después
en la capital de la república. Ambos hechos le habrían exigido el retorno después de morir, su condición de
inquieto fantasma que —como me informa su sobrino Carlos, a quien conocí hace
un año gracias a las exactas artimañas de Nellie rediviva— distrae expedientes,
fomenta encuentros entre desconocidos y, con terquedad, actúa en 2007 contra el
olvido.
Nellie entre nosotros
«Una época se
juzga no sólo por aquello que produce, sino también, quizá aún más, por aquello
que valora y sobre todo que revalora del pasado», señala Mario Praz en Il patto col serpente. De aquí surge la pregunta: más allá
de su interés para la historia literaria y las novelas de fantasmas, ¿por qué
revalorar a Nellie Campobello?
Es inusual que hablemos hoy de «nuestros escritores». Taine,
decimonónico, argüía que la mejor manera de conocer el «genio» vital de un
pueblo es adentrándose en su literatura. Sin embargo, de vuelta de un siglo
desgarrado por utopías sangrientas, las identidades nacionales no son ya vistas
sino como ficciones peligrosas, como máscaras sedientas de sacrificios. Hoy,
¿qué comunidad, la voz profunda de cuál México se encuentra expresado en
su producción literaria? ¿Cómo hablar de «nuestros escritores» en 2007, cuando
la noción misma de comunidad no casa con la de este país descoyuntado en su
médula por la corrupción, la violencia y el visceral desencuentro y en el que,
peor aún, la letra no vale nada, no tiene el menor eco en la vida general de
cien millones de personas?
No hablemos ya, entonces, de comunidad ninguna. Hablemos de un
lector posible. O, incluso, de una secta dedicada a la resistencia intelectual
a través de la lectura y reflexión de obras literarias. El solitario lector,
integrante de esa cofradía obstinada, se lee a sí mismo, lee su propia época en
las obras escogidas de su tradición. Y así, leerá en Cartucho la lección
doble de Nellie: belleza y compromiso. Nellie no habló en nombre de ninguna
comunidad ni de ninguna abstracción, pero tampoco vaciló en escribir sobre un
puñado de villistas conocidos en la casa de su madre —e hizo, insisto, no
panfleto sino literatura.
Dotada con la frescura intuitiva de una contadora de historias,
relató en Cartucho lo esencial, lo
que tiene que ser recordado de sus héroes vulnerables, casi todos ellos muertos
en la tormenta revolucionaria. «Escribí en este libro lo que me consta del
villismo, no lo que me han contado», explicó Nellie a Carballo. Tradúzcase: no
escribía de villistas porque fuese lucrativo, sino que, sin miedo, se
identificaba a sí misma contra la corriente, a diferencia de hoy, cuando los
Zapatas y Villas son parte del folclor cuasi hollywoodense de nuestras letras.
No se engarzaba en profusas empresas novelísticas, en trilogías históricas
dirigidas a un dócil público «de darle de comer en la boca», como diría el radical
Macedonio Fernández. Más bien, supo volver ficción robusta el testimonio
disperso de la lucha revolucionaria en la Chihuahua villista de su
adolescencia. Corajuda, no fue sorda a su gente y escribió una obra perdurable.
Porque Cartucho no es sólo
«narrativa de la Revolución Mexicana». Con las historias particulares de una
treintena de soldados villistas, surge un libro de alcance universal que trata
sobre la infancia, la muerte, la crueldad y la sed de justicia. «La historia
tiene la realidad atroz de una pesadilla; la grandeza del hombre consiste en
hacer obras hermosas y durables con la substancia real de esa pesadilla»,
escribe Octavio Paz. Nellie Campobello va más allá de su tiempo y logra volver
actuales y válidas para el ánimo de esa secta de lectores de nuestra época las
desventuras de sus Dorados y su madre. Al lograrlo, al revertir la injuria de
los vencedores, Cartucho significa no
sólo un logro estético: es también una lección de bravura moral y compromiso.
Que sigue vigente. La lección de Nellie: escribir con eficacia, con
aspiraciones recias de literatura, sobre lo que nos consta y nos exige ser
contado. Narrar los «cuentos verdaderos», con rabia y a destiempo: contra el
presente, hacia el futuro. El futuro: porque la única comunidad viable de un
escritor es la que él formará en torno de sus textos.
Mucho más que un fantasma, Nellie es nuestra contemporánea por la
vitalidad de su prosa, alianza entre belleza y compromiso. No carece de lógica
esperar, entonces, que Nellie Campobello tome finalmente su lugar como uno
de... sí, ¿cómo negarlo?: como uno de «nuestros escritores», y permanezca en
definitiva en el canon literario de México.
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