Llevo rato deseando, de veras deseando dejar este blog. Es una adicción. Mucho podrá decirse sobre la escritura bloguística, pero una de las más certeras ha de ser lo siguiente: escribir para un blog cambia ya para siempre la perspectiva propia frente al solo, común, prebloguero, «serio» escribir.
Lo fragmentario, lo anécdotico, la fugacidad, la interacción con los internautas, la manía de ir por la calle pensando en términos de «Voy a postear algo sobre tal cosa», la autoedición, el acecho intrigante del lector universal que fortuitamente llegará y puede adentrarse en nuestro blog sin la necesidad de pagar cien o doscientos como sucede en el caso de un libro — todos estos elementos (y otros) del bloguear propician un cambio fundamental en nuestro ejercicio y nuestro acercamiento frente a cualquier otra manifestación de la escritura: los textos narrativos de largo aliento, el diario privado, el ensayo, etcétera.
¿Qué cambio es ése? La Obra no existe. Es siempre un proceso, está en mutación constante y cualquier certidumbre respecto de su totalidad es falsa, se halla sustentada en una noción antigua —válida, fundacional, sí, pero en el fondo inexacta— de la escritura. Cuando mucho, podemos hablar de una sola Obra, un Libro para el Resto de la Vida, el Museo de la Novela de la Eterna de Macedonio, el diario de Pavese que terminaría el día mismo de su muerte, El Libro de posibilidades mallarmeanas, el registro cotidiano e interminable de la reflexión y la peripecia, la incestuosa fertilidad del fragmento, la libertad y lo fugaz.
No, no hay Obra posible. Hay esbozos, hay aproximaciones, hay, sí, libros en minúscula, importantes, claro, unidades posibles en sí mismas, mundos válidos y siempre latentes, muestras vivas de la intersección entre lugar y tiempo en una mente humana, pero siempre incompletos, jamás realizaciones cabales y absolutas de este desasosegante ejercicio que es la escritura, siempre un hacerse a sí misma y nunca un contemplarse ya hecha frente al espejo de la finitud.