Joseph Ratzinger, alias Benedicto XVI (y eso que sólo las teiboleras y los delincuentes se cambiaban el nombre), no es una figura religiosa. Es un jefe de Estado. El Vaticano tiene relaciones diplomáticas con México. Pero Ratzinger, alias Su Santidad (¿quién le puso ese apodo?, ¿a poco se lo cree?), se asume superior a cualquier ley; el simple membrete de “jefe de Estado” le queda chico. Por eso, fijó una postura política ante asuntos de salud pública de la ciudad de México, sobre los cuales sólo pueden decidir los ciudadanos capitalinos a través de sus representantes, elegidos por la vía democrática (¿cómo eligieron a Ratzinger para gobernar del Vaticano?).
Así, el director de un Estado declaradamente misógino (en el Vaticano las mujeres no tienen las mismas oportunidades laborales ni derechos políticos que los hombres) se siente con la autoridad para decirnos qué hacer o qué no hacer, si se da o no se da a las mujeres el derecho a decidir sobre su cuerpo y su vida. Lástima Herr Ratzinger. Los tiempos han cambiado.
En días como éste sí da orgullo vivir en la ciudad más progresista del país.