El fabulador que pobló el desierto
Geney Beltrán Félix
Daniel Sada debutó
en el terreno de la narrativa con una novela de título Lampa vida (Premià, 1980), de la cual él mismo renegaría
posteriormente. No es difícil, viendo la deriva de sus libros siguientes, comprender
la razón de su desistimiento: en Lampa
vida se advierte, sí, la búsqueda de un estilo híbrido, alimentado de las
jergas regionales del norte en no menor medida que de una lengua de signo
culterano, pero lo que no fluye en sus páginas es la construcción dramática,
que se advierte estancada en la aún muy densa exploración lingüística. Este
aspecto cambia a los pocos años, cuando el joven autor muestra su faceta como
cuentista: publica Un rato en 1984 (uam) y en 1985 Juguete de nadie (fce),
que ya contiene dos relatos magistrales: el que da título al volumen y “Todo y
la recompensa”. En ambos el estilo híbrido ha ganado flexibilidad: estamos ante
una “prosa rítmica” creada a base de encabalgamientos de versos de distinta
métrica (de siete, ocho y once sílabas, sobre todo), que mantiene su magnetismo
por léxico de procedencias dispares —regionalismos, arcaísmos, barbarismos—,
pero que nunca pierde de vista la peripecia vital y psicológica de sus
personajes. Es decir, más allá de la originalidad de su andamiaje estilístico, que
lo emparentaría con la audacia de João Guimarães Rosa y Carlo Emilio Gadda, hay
otro elemento, que no siempre se destaca al disertar sobre la ficción de Sada,
pero que ya en 1985 era discernible y que tiene un gran peso a la hora de
explicarnos el sitio canónico que le aguarda a sus libros: Sada es, como lo ha
mencionado Juan Villoro, un dotadísimo constructor de tramas y personajes,
afiliado en este rubro a la gran novela europea del xix.
El autor regresa
a la ficción de largo aliento con Albedrío
(Leega, 1989). El protagonista, Chuyito, es un niño que vive en un pueblo
del desierto. Decide huir de su familia para acompañar a un grupo de
“húngaros”. El viaje se convierte en una curiosa “educación sentimental”, lo
que da vuelos al narrador para desarrollar con delicado conocimiento la
psicología del niño, que se convierte en un entrañable ente de ficción.
Paralelamente, en Albedrío predomina
el octosílabo; es éste acaso el más “cantable” de los libros del autor, tanto
que Sada mismo pensaba que lo apropiado habría sido publicarlo en verso. Sin
embargo, como Albedrío tiene una
escasa distribución, no es sino hasta Registro
de causantes (Joaquín Mortiz, 1993), su más lograda colección de relatos —y
que también incluye algunos poemas—, que Sada adquiere un reconocimiento que se
tornaría definitivo, a partir de que esta galería de personajes de pueblos del
desierto norteño enfrentados, la mayoría de las veces, a situaciones de
aparente intrascendencia y presentados por una voz narrativa burlona y
carnavalesca, es distinguida con el Premio Xavier Villaurrutia.
En 1994 Daniel Sada
publica Una de dos, graciosa nouvelle sobre dos gemelas que comparten
el único novio que se les acerca. Una de
dos le permite a Sada llegar al mercado español con el respaldo de Carlos
Fuentes. En 1997, el escritor norteño publica El límite, un libro de varia invención en la editorial Vuelta,
dirigida por Octavio Paz. Pero la estatura continental de Sada se manifiesta
con una obra ambiciosísima, escrita en la categoría de la “novela total” y con
un ímpetu dramático balzaciano: Porque
parece mentira la verdad nunca se sabe (Tusquets, 1999). Esta “novela
política sin ideología”, como la llama el crítico Christopher Domínguez
Michael, parte de un incidente ocurrido en el pueblo Remadrín, del estado de Capila,
en un país de nombre Mágico: el día de la elección, las urnas son robadas
violentamente, y esto lleva a dos hermanos, Papías y Salomón, a dejar su casa,
en contra del consejo de su padre, para unirse a una protesta que habría de ser
reprimida. Sin embargo, el hecho político es pronto dejado en un segundo plano:
la novela desarrolla con pulso maestro una variedad de subtramas y personajes
secundarios que tocan temas de mayor calado, como la identidad, las relaciones
familiares, la rebeldía, el desencanto y la desidia, etcétera.
Porque parece mentira,
obra cumbre, significó un punto de no
retorno en la trayectoria de Sada. ¿Qué hacer después de un logro literario de
esa magnitud? Así, con la siguiente novela, este narrador se mudó a la gran
ciudad. Luces artificiales (Joaquín Mortiz,
2002) narra la historia de Ramiro Cinco, un joven de rasgos faciales feísimos
que, gracias a un herencia, viaja a la capital para hacerse una cirugía
estética. El choque con el nuevo escenario se refleja también en la prosa, que mantiene
su hibridez y talante rítmico, pero que también incorpora un ánimo procaz, que
en Ritmo delta (Joaquín Mortiz, 2005)
se vuelve agresivo: en esta nueva novela percibo un narrador que ha perdido la
identificación emocional con sus personajes —fauna citadina en que predomina la
vanidad, el interés y la estulticia—, vistos con todo menos compasión. Además,
la tendencia de Sada por la narración especulativa adquiere en Ritmo delta una densidad no siempre
fácil ni amable, incluso ni para el lector que ya se ha familiarizado con su
escritura. La duración de los empeños
simples (Joaquín Mortiz, 2006) cerraría lo que llamaríamos el Ciclo de la
Urbe: se trata de una novela breve, que en ocasiones ve naufragar en la
intrascendencia su manejo de los tempi narrativos,
sobre las obsesiones de tres personajes, un matrimonio y su único hijo.
El gran regreso
de Daniel Sada al norte se dio con Casi
nunca (Anagrama, 2008), extraordinaria novela que le supuso, con el Premio Herralde,
el reconocimiento internacional, y que recupera la ligereza y humor de las narraciones
del desierto, como Una de dos, a
través de una trama de apariencia simple, pero que le permite llevar a cabo
atinadísimos y muy sutiles estudios psicológicos de sus tres personajes: un
agrónomo, su amante prostituta y su recatada novia. La prosa fluye con un mayor
adelgazamiento estilístico, y alcanza un final de antología cuando se concreta
la unión sexual de los recién casados.
Daniel Sada
regresó al cuento con el tomo Ese modo
que colma (Anagrama, 2010), colección que manifiesta una evolución del
género no del todo advertida por la crítica: Sada se permite estirar las ligas
de la verosimilitud hasta llegar al absurdo, en una operación que lo llevaría a
romper la atadura con lo geográfico-regional y, a cambio, sugerir una
aproximación al tema de la frialdad de las relaciones interpersonales: entre
padres e hijos, entre los miembros de una pareja. Esta deriva se deja ver en su
última novela publicada en vida: A la
vista (Anagrama, 2011), que inicia con el asesinato del dueño de una
empresa de mudanzas, a manos de dos de sus choferes, y que —aunque podría haber
dado pie a una exploración de la violencia gratuita desde una atalaya afín a lo
trágico— se va diluyendo en una narración anticlimática de mínimos sucesos y un
abuso de lo especulativo.
Si bien en sus
inicios Daniel Sada fue ubicado en la corriente de la “narrativa del desierto”,
con la continuidad de su trayectoria es posible ensanchar los alcances de su
obra. Por un lado, sus libros son una lección de originalísima ambición
lingüística; su escritura recupera voces de regiones y épocas distintas y las
amalgama con un oído musical de lector de poesía de los siglos de oro y el
modernismo. No considero desacertado hablar de una prosapia latinoamericanista
en esta lengua híbrida y localizada. Por otro lado, Sada creó un narrador extradiegético
de rasgos idiosincráticos: es omnisciente pero no imparcial. Inspecciona la
psicología de sus personajes, se adentra en sus especulaciones y motivos, y
también se burla y los califica moral y hasta físicamente. Es un contador de
historias en la esquina de dos calles en un pueblo del desierto —así lo sugiere
Mario González Suárez—. Por último, tenemos al sabio constructor de tramas que,
como leemos en su portentosa Porque
parece mentira la verdad nunca se sabe, maneja numerosos hilos y destinos
con la aspiración balzaciana de darle a cada uno de sus personajes su espacio y
libertad, de tal modo que se vuelvan memorables.