Un hombre que aspira a gobernar la república mexicana publica un libro dizque de su autoría. Viaja a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara a presentarlo. Ahí, con su respuesta, deja ver que es un mentiroso: ni acostumbra leer ni podría haber escrito el libro que dice ha escrito. Como consecuencia, muchas personas hacen mofa, en las redes sociales, de la ignorancia del precandidato. Otros, o los mismos, se indignan de lo que se halla por debajo: la simulación de un político a quien los libros le importan un pepino pero que, sabedor de que la cultura letrada alguna pátina otorga de respetabilidad, pretende hacerse pasar por uno de sus practicantes. Pronto, sin embargo, algunos intelectuales afirman que no les importa que Peña Nieto lea o no lea. Que la lectura no garantiza nada en una persona. Que otros temas son más importantes, y no los hábitos lectores de un político. Respetable su derecho de afirmar tal cosa. Pero no me deja de parecer curioso que esa declaración venga de quienes leen: aunque en sus vidas la lectura es fundamental como para darse cuenta de que para los demás puede no serlo, no se percatan de que Peña Nieto no es un ciudadano común y corriente, sino alguien que pretende estar capacitado para tomar decisiones que afectarían a 110 millones de personas: y esas decisiones pueden ser más justas, sensatas e inteligentes, lo sabemos, si quien las toma tiene criterio, conocimiento, imaginación, inteligencia, atributos potenciados por la cultura letrada.
Habría mucho que decir sobre el tema. No creo que sea un incidente nimio; es sintomático de algo enormemente preocupante. Por ahora, recupero mi ensayo «La ciudad sin Racine», escrito hace algunos años y publicado en la Revista de la Universidad de México y en mi libro El sueño no es un refugio sino un arma.