viernes, febrero 17, 2012

Cuándo traicionar a Rosario

En la revista Posdata publiqué el año pasado el siguiente texto crítico sobre la obra Prendida de las lámparas, de la dramaturga mexicana Elena Guiochins. Aquí lo incorporo:

Cuándo traicionar a Rosario
Hay dos disposiciones —no serán las únicas— de leer Prendida de las lámparas, la nueva pieza teatral de Elena Guiochins. Ninguna de esas dos habrá de depender de las habilidades intelectuales sino de los conocimientos previos del lector: una será la lectura de quien sabe ya mucho de la vida y la obra de la escritora mexicana Rosario Castellanos; y otra, muy diferente, la de quien conozca muy poco o nada de esta autora. Sucede esto: sospecho que mientras más se sabe de Castellanos menos interés tiene el texto —no me refiero al montaje— de Prendida de las lámparas.



Aquí tenemos tres papeles: Bella Dama Sin Piedad (Rosario embajadora), Mujer Que Sabe Latín (Rosario estudiante) y Lívida Luz (Rosario niña). Las tres actrices en distintos momentos se ven destinadas a desarrollar, de manera fugaz, otros roles (la nana, el ex esposo, la suegra, la poeta Dolores Castro, el traductor Raúl Ortiz y Ortiz, el psicoterapeuta De la Fuente, etcétera) a como los episodios se alternan. La obra inicia con la muerte trágica de Castellanos —cuando se electrocuta al conectar una lámpara— y, con una estructura fragmentaria y no lineal, incluye saltos de tiempo, evocaciones, prospecciones oníricas, que se apoyan en diferentes tiempos de la biografía de Castellanos, desde la infancia chiapaneca hasta el nombramiento de embajadora de México en Israel.
Guiochins se asigna una tarea difícil: hacer vivir en la escena a un personaje canónico de la cultura mexicana. Entiendo —por la recepción crítica que tuvo el montaje realizado en un teatro de la ciudad de México bajo la dirección de Alberto Lomnitz— que en la escena el texto de Prendida de las lámparas funcionó de manera notable. No entraré en la discusión de si la escritura dramática debe preocuparse sólo por ser efectiva en el escenario ante los espectadores, o si también ha de cumplir con la exigencia que, en términos de texto literario a secas, le plantearía un lector. Si acaso es dable que el crítico utilice su biografía como excusa para sus prejuicios, tendría yo que señalar que, por haber crecido en una ciudad con una actividad teatral muy escasa (Culiacán, donde lo único que valía la pena ver era la herencia de Óscar Liera, ya fallecido, en la Universidad Autónoma de Sinaloa), me habitué a leer teatro como literatura simplemente, esto es, a considerar que la dramaturgia tiene una identidad absolutamente equiparable a la de la novela, la poesía o el ensayo.
Con esa premisa, de entrada encuentro dos aspectos debatibles en Prendida de las lámparas. Primero: me temo que sin las extensas citas de textos de Rosario Castellanos, la obra de Guiochins no se sostendría. Una respuesta a esta objeción sería totalmente posmoderna: al llenar la estructura de su pieza con la transcripción de tantos fragmentos de Castellanos, Guiochins funge, más que como autora primigenia, como curadora de la escritura ajena —y alguien recordaría aquel poema de José Emilio Pacheco cuyos versos todos proceden de narraciones de Juan Rulfo—. Al usufructuar los escritos de su personaje —y esto lo hace honestamente, sin esconder el robo: en la edición del libro esas citas aparecen en cursivas—, Guiochins apelaría a la naturaleza viva que todo clásico literario comporta: es decir, Prendida de las lámparas, texto invadido que así renuncia a una exigencia de estreñida originalidad, sería un testimonio de la pervivencia artística de Rosario Castellanos. Tan enérgica sigue siendo su impronta, que no puede ser sustituida por un intento propio de Guiochins.
Pero por más malabares que se hagan para elevar el papel del “dramaturgista” al de un creador o co-creador, por más fuerte que haya sido la preeminencia del director de escena en los años sesenta y setenta en México, la lectura en seco de Prendida de las lámparas supondría un déficit: al quedarse en el papel de curadora, Guiochins hace una declaración de insuficiencia. Sin los fragmentos de Castellanos, ¿qué queda? Primero, se pierde la ironía y surgen la solemnidad y el lugar común en los parlamentos que sí son obra de Guiochins: “Voy a arrojar una red con mi amor y la arrojaré al mar de la eternidad”, dice Bella Dama Sin Piedad a Ricardo Guerra. “Vamos a quitarle piedras al pasado. Vamos a ponerle luz a su futuro”, adelanta en su consultorio el doctor De la Fuente. Estos ejemplos, y otros, traicionan a Castellanos como escritora, pues presentan al personaje y sus situaciones no con una nueva versión de su característica ironía sino con un patetismo pobre y esquemático, como se advierte en las escenas de celos entre Rosario y su esposo.
Un segundo reparo: para quien nunca ha sabido ni leído nada de esta escritora tan famosa, ¿qué tan autónoma y concreta y contundente es la Rosario Castellanos que sale de Prendida de las lámparas? Quiero decir: el desafío para quien se reta a deconstruir, como hace audazmente Guiochins con la lógica que estructura su pieza, a una gloria nacional, impondría la exigencia de, a lo largo del texto, crear una nueva Rosario, tan definitiva como para 1) hacer de ella, ante los ojos de quien la ha leído y sabe de su vida, un personaje que supere en “realidad” y persuasión a esa imagen que ya tenemos o 2) darle, ante la lectura de quien nada sabe de ella, el fuste que puede tener un personaje que carezca de ningún referente histórico (un clochard, un maestro de escuela, un ama de casa).
Como estoy contaminado por mis lecturas adolescentes de mucha de la bibliografía de Castellanos (esto es, me incluyo en el primer caso), tendría que decir que el texto de Prendida de las lámparas no me permitió ver esa nueva Rosario. Hay facetas de su vida que sólo se mencionan, sin desarrollarlas en términos escénicos, como sería lo que tanto se afirma de su deslumbrante inteligencia, o la compleja relación con su hijo. La Rosario que queda la veo con menos vitalidad, más pobre dramáticamente (la define por entero su inseguridad y, en su relación con Ricardo, sus celos) que la que uno puede ver por la lectura directa de su poesía y sus cartas. Y es aquí donde uno podría esperar que la dramaturga se hubiese atrevido a traicionar a Rosario Castellanos como personaje, a través de una elaboración ficcional que incluyera una paleta más amplia de virtudes y defectos, de sensaciones y emociones (habría lugar para la maledicencia, la sensualidad, el cinismo), más allá de las que corresponderían al casi cliché de la mujer-talentosa-pero-insegura. Pero no. Prendida de las lámparas podría resumir su docilidad dramática en  dos líneas que, al reiterar el lugar común con que asociaríamos a Rosario Castellanos, ya no dicen nada:

Bella Dama Sin Piedad: ¡Es lo que le pasa a una mujer por ser mujer!
Raúl: Es lo que te pasa a ti por ser quien eres.

Elena Guiochins, Prendida de las lámparas. México, Juan Pablos/Conaculta (Dirección General de Publicaciones), 2010. 141 pp. La Cigarra.