Metamorfosis de la inmóvil
De ser una obra de teatro, Moho habría
de llevar como título Constanza o la
inmovilidad. Un híbrido entre tragedia griega y pieza del absurdo, esta
novela respeta las unidades de tiempo (narra un lapso de 24 horas), de acción
(el proceso de metamorfosis de una mujer en árbol) y de lugar (todo sucede en la
casa de la protagonista).
En éste, el primer libro de Paulette
Jonguitud Acosta (ciudad de México, 1978), el personaje central, Constanza,
narra lo que sucede la víspera de la boda de su hija Agustina. Ella se ha
separado recientemente de Felipe, su esposo, a raíz de que éste se enredó con
una mujer. Pero no es cualquier mujer. Se trata de la otra Constanza, la joven:
una sobrina adoptada casi en el papel de hija por la narradora, con la que ésta
tiene una relación cruzada por la protección y el cariño (“Pasó con nosotros
los primeros cinco años de su vida, sin tener muy claro de quién era hija, pero
cuando aprendió su nombre y tuvo edad suficiente como para especular, decidió
que yo era su madre”).
La novela, en su brevedad, crea un
escenario asfixiante y desasosegador. A esto colabora no sólo el respeto a las
tres unidades sino también la prosa al mismo tiempo afilada y tersa, de
expresiva fuerza visual y en la que la voz misma de Constanza establece un tono
de confesión de casi desahuciada: el reproche a la traidora y el escarnio de sí
misma abren las puertas a la agudeza aforística (“No la llevé en mi cuerpo, no
tuve sobre ella el poder de todas las madres, que es el de la muerte”) y a una
percepción de lo “anormal” que da pie a expresiones que se acercan a lo poético
(“¿Quién va a aceptar haber dado a luz un duende?”). Otro aspecto que
contribuye a la presentación de un mundo ficcional claustrofóbico es la
exploración de lo monstruoso a la que se dedica por internet la narradora
apenas empieza a advertir los terribles cambios en su cuerpo, y que abre su mirada
hacia esa diferencia y otredad que naturalmente se esquivan (“Si no se le
comparaba con un cuerpo humano, podría incluso ser algo bello, yo qué sé: un
tronco abandonado junto a un lago, una raíz gruesa de árbol viejo”). Esa
apropiación de lo “anormal” termina convirtiendo la propia monstruosidad de
Constanza en una oportunidad para la introspección memoriosa, que permite
conocer la historia de Constanza la joven y tácitamente crear un efecto de fallido
Doppelgänger al soltar algunos episodios de la propia (“Yo también tuve el dominio
de mi cuerpo como sólo puede tenerse después de los treinta, cuando una ya sabe
qué hacer con sus impulsos, con el olor, con la boca”), así como para una
incorporación de lo fantástico, que habla de una degradación demencial de
Constanza al notar la aparición de un feto abortado por la sobrina.
Hay que señalar que la inmovilidad
progresiva de Constanza no oculta una trama de final sorpresivo no en lo que
tiene ver con la boda de Agustina (el presente de la enunciación) sino con la
confrontación con su doble, la joven sobrina que se ha vuelto rival (el
presente del enunciado): el uso de la analepsis la lleva a escenificar los
sucesos trágicos que resolverían el nudo dramático de la novela hacia una
deriva muy compleja. Le ahorro al lector los detalles, para no sabotear su
lectura, pero no dejo de mencionar que este suceso final le da a la narradora
una consistencia de notable espesor psicológico: al final nadie, ni el monstruo
ni su doble la hermosa y joven, pueden llamarse inocentes.
Claro que la metamorfosis de una
mujer —en este caso, en un árbol— se enmarca en una tradición kafkiana que no
es ajena a la narrativa mexicana (Los
recuerdos del porvenir de Garro, La
cresta de Ilión de Rivera Garza, El animal sobre la piedra de Daniela
Tarazona) y que no se negaría a una lectura de cuestionamiento feminista. Pero
no sólo echa luz sobre el modelo de vida de una mujer mexicana de clase media
de la segunda mitad del siglo XX y su vulnerabilidad ante la naturaleza infiel
de su pareja masculina; también, por el destino que le depara al cuerpo de
Constanza la joven, Moho demuestra la
indudable solvencia narrativa de Jonguitud Acosta, al resistirse a una sola y
reducida lectura: en efecto, Constanza la mayor no se puede llamar tan libre de
crímenes, y su metamorfosis hacia lo vegetal tendría que ver con el
cumplimiento de una vocación: la de sellar el destino de una existencia
duplicada. Quiero decir: así como la joven es todo lo que la convención social
le veda a Constanza la mayor ser, la confrontación de la madurez y la juventud
(una suerte de versión femenina del conflicto entre Saturno y Júpiter), del
decaimiento y la hermosura, presiona al monstruo a emular por fin a su sobrina,
a vengarse alimentándose del abono en que se convertirá su cuerpo, y eso la
lleva, entonces, a revelar el moho que desde siempre, aunque invisible, ha sido
su verdadera piel.
Paulette
Jonguitud Acosta, Moho. México,
Conaculta, 2010. 86 pp. Fondo Editorial Tierra Adentro, 420.