lunes, febrero 06, 2012

Metamorfosis de la inmóvil

Recupero aquí otro texto crítico publicado en la revista Posdata, en este caso sobre la novela Moho, de Paulette Jonguitud Acosta.

Metamorfosis de la inmóvil

De ser una obra de teatro, Moho habría de llevar como título Constanza o la inmovilidad. Un híbrido entre tragedia griega y pieza del absurdo, esta novela respeta las unidades de tiempo (narra un lapso de 24 horas), de acción (el proceso de metamorfosis de una mujer en árbol) y de lugar (todo sucede en la casa de la protagonista).


En éste, el primer libro de Paulette Jonguitud Acosta (ciudad de México, 1978), el personaje central, Constanza, narra lo que sucede la víspera de la boda de su hija Agustina. Ella se ha separado recientemente de Felipe, su esposo, a raíz de que éste se enredó con una mujer. Pero no es cualquier mujer. Se trata de la otra Constanza, la joven: una sobrina adoptada casi en el papel de hija por la narradora, con la que ésta tiene una relación cruzada por la protección y el cariño (“Pasó con nosotros los primeros cinco años de su vida, sin tener muy claro de quién era hija, pero cuando aprendió su nombre y tuvo edad suficiente como para especular, decidió que yo era su madre”).
La novela, en su brevedad, crea un escenario asfixiante y desasosegador. A esto colabora no sólo el respeto a las tres unidades sino también la prosa al mismo tiempo afilada y tersa, de expresiva fuerza visual y en la que la voz misma de Constanza establece un tono de confesión de casi desahuciada: el reproche a la traidora y el escarnio de sí misma abren las puertas a la agudeza aforística (“No la llevé en mi cuerpo, no tuve sobre ella el poder de todas las madres, que es el de la muerte”) y a una percepción de lo “anormal” que da pie a expresiones que se acercan a lo poético (“¿Quién va a aceptar haber dado a luz un duende?”). Otro aspecto que contribuye a la presentación de un mundo ficcional claustrofóbico es la exploración de lo monstruoso a la que se dedica por internet la narradora apenas empieza a advertir los terribles cambios en su cuerpo, y que abre su mirada hacia esa diferencia y otredad que naturalmente se esquivan (“Si no se le comparaba con un cuerpo humano, podría incluso ser algo bello, yo qué sé: un tronco abandonado junto a un lago, una raíz gruesa de árbol viejo”). Esa apropiación de lo “anormal” termina convirtiendo la propia monstruosidad de Constanza en una oportunidad para la introspección memoriosa, que permite conocer la historia de Constanza la joven y tácitamente crear un efecto de fallido Doppelgänger al soltar algunos episodios de la propia (“Yo también tuve el dominio de mi cuerpo como sólo puede tenerse después de los treinta, cuando una ya sabe qué hacer con sus impulsos, con el olor, con la boca”), así como para una incorporación de lo fantástico, que habla de una degradación demencial de Constanza al notar la aparición de un feto abortado por la sobrina.
Hay que señalar que la inmovilidad progresiva de Constanza no oculta una trama de final sorpresivo no en lo que tiene ver con la boda de Agustina (el presente de la enunciación) sino con la confrontación con su doble, la joven sobrina que se ha vuelto rival (el presente del enunciado): el uso de la analepsis la lleva a escenificar los sucesos trágicos que resolverían el nudo dramático de la novela hacia una deriva muy compleja. Le ahorro al lector los detalles, para no sabotear su lectura, pero no dejo de mencionar que este suceso final le da a la narradora una consistencia de notable espesor psicológico: al final nadie, ni el monstruo ni su doble la hermosa y joven, pueden llamarse inocentes.


Claro que la metamorfosis de una mujer —en este caso, en un árbol— se enmarca en una tradición kafkiana que no es ajena a la narrativa mexicana (Los recuerdos del porvenir de Garro, La cresta de Ilión de Rivera Garza, El animal sobre la piedra de Daniela Tarazona) y que no se negaría a una lectura de cuestionamiento feminista. Pero no sólo echa luz sobre el modelo de vida de una mujer mexicana de clase media de la segunda mitad del siglo XX y su vulnerabilidad ante la naturaleza infiel de su pareja masculina; también, por el destino que le depara al cuerpo de Constanza la joven, Moho demuestra la indudable solvencia narrativa de Jonguitud Acosta, al resistirse a una sola y reducida lectura: en efecto, Constanza la mayor no se puede llamar tan libre de crímenes, y su metamorfosis hacia lo vegetal tendría que ver con el cumplimiento de una vocación: la de sellar el destino de una existencia duplicada. Quiero decir: así como la joven es todo lo que la convención social le veda a Constanza la mayor ser, la confrontación de la madurez y la juventud (una suerte de versión femenina del conflicto entre Saturno y Júpiter), del decaimiento y la hermosura, presiona al monstruo a emular por fin a su sobrina, a vengarse alimentándose del abono en que se convertirá su cuerpo, y eso la lleva, entonces, a revelar el moho que desde siempre, aunque invisible, ha sido su verdadera piel.

Paulette Jonguitud Acosta, Moho. México, Conaculta, 2010. 86 pp. Fondo Editorial Tierra Adentro, 420.