La promesa del caos
Francisco Meza Sánchez
Geney Beltrán Félix es uno de los
escritores jóvenes con mayor peso en la narrativa y la crítica literaria mexicana
actual. Su mirada penetrante ante la literatura y la relación que ésta sostiene
con la realidad lo han llevado convertirse en un crítico audaz y certero. El
constante ejercicio de una inteligencia sensible y sin concesiones puede
verificarse en su libro de ensayos El sueño
no es un refugio sino una arma (2009), en el que se compendian años de
lectura y de reflexión sobre la cultura impresa. A su vez, en su libro de
relatos Habla de lo que sabes (2009),
el autor muestra con una prosa ácida su talento como hacedor de historias.
Ahora, con Cartas ajenas, entrega una
novela que apuntala esa mirada cruda con la que acostumbra trabajar su obra y
la realidad. Marioralio, el personaje principal, es un individuo absolutamente gris,
arrinconado en el mundo de la lentitud; se convierte en un secuestrador de epístolas,
acto que será el inicio de una épica que lo hará transitar por la vida con una
velocidad antes insospechada. Este personaje transformará no sólo su existencia,
sino también la de quienes lo rodean. Las cartas, que en esta novela son los
detonadores de la evolución compleja del personaje (Marioralio antes de ser un
violador de correspondencias era un hombre enfermo de vacío, un ser que no podía
sentir), son un elemento que Beltrán ya había trabajado con estremecedores
resultados en “El cuerpo de Sicrano” texto con el que cierra su ya mencionado
libro de cuentos. En una
entrevista donde se le cuestionó al autor el por qué tomar como eje narrativo
un oficio que venía en desuso como la correspondencia postal y no el mundo de
la red, del ciberespacio; respondió: “Ser deliberadamente pasatista provoca un
extrañamiento en el lector: permite relatar el presente como si estuviera
compuesto por hechos pretéritos y, al mismo tiempo, sugiere el desafío de que
el pasado sigue vivo en eso que creemos lo más real”. Peculiarmente, Beata María
que es el personaje femenino de mayor relevancia es una vidente, es decir,
ciertos actos del futuro son trabajados dentro de la novela como hechos del
pasado. Marioralio obtendrá, a razón
de vivir la existencia de los otros, la capacidad de conocer el futuro. En ese
sentido, es verdaderamente interesante la manera en que Geney Beltrán va
construyendo su arquetipo de héroe, un ser que es capaz de amputarse la mano
derecha por sus ideales y que esa misma amputación, lo distinga de los demás
hombres, digamos una suerte de Jacob después de su lucha contra el ángel. Es
importante mencionar que al igual que el Caballero de la Mancha y Madame
Bovary, Marioralio transforma y trastorna su mundo interior y exterior a partir
de la lectura, en su caso, no es a través de novelas de caballería o amor, sino
de cartas. En fin, la aventura del caudillo tiene su origen en las palabras que
cuentan la historia de los otros.
En esta obra es destacable la cantidad de relatos que se sobreponen
al momento en que Marioralio
abandona su estado pasivo de voyerista y decide involucrarse en la vida de los
verdaderos dueños de las cartas. Así, la gran aventura comienza por pequeñas
cosas, en este caso concreto, abrir un sobre. Por ejemplo, nuestro héroe, frase que se repite
constantemente en la novela y que está construida con los ecos de la novelística
del siglo XIX, inicia su aventura epistolar con una carta dirigida a Helena.
Posteriormente llega hasta la dirección de esa mujer desconocida para descubrir
que ha fallecido y que su amante sigue visitando su departamento. Entonces
Marioralio decide tomar, en este caso no la vida sino la muerte de la mujer, y
escribirle una carta a Omar (su amante) en nombre de ella. Finalmente, los resultados
de tal profanación, cavar en el nombre de los muertos es como cavar en sus
tumbas, tendrán consecuencias fatales en el amante. Este relato que se encuentra dentro de otro relato, es decir,
composición en abismo, plantea
subyacentemente que las criaturas de la imaginación son municiones que impactan
lo real y lo pueden precipitar. Quizá, dicho planteamiento es la dirección de
sentido con mayor peso en Cartas ajenas.
En uno de los últimos capítulos “El
desencanto furioso”, Marioralio imagina: ”La Ciudad y su gente, toda ella
atrapada en la guerra civil incruenta, inmersa en su existencia de capitulación
y mezquindad, viejos y niños, hombres y mujeres que ya nada esperan, ya no
vuelven la mirada hacia ningún lado que no sea el instante inmediato, ése que
les exige ser esclavos obedientes de su hambre, su avaricia, su lujuria, que
los lleva a esconderse a sí mismos la realidad de su penuria propia, su
corrupción íntima, todos ellos sin futuro, sin dioses dentro de sí”. Este
fragmento es una posición crítica ante la decadencia y agotamiento de las
ideologías y las religiones en nuestra época; una radiografía frenética sobre
una sociedad absolutamente depredadora e impúdica. En voz del personaje, el
desencanto se nos presenta como la epidemia del siglo XXI, y donde la liturgia
de la moral es el acto cotidiano de lavarnos las manos frente al mar de cadáveres
y la veloz globalización de la injusticia. Así, Geney, con su personaje
principal, pone el dedo en la llaga una época regida por el ponciopilatismo y
el vasallaje.
Por otro lado, George Steiner señala que la muerte de los dioses deja un
inmenso vacío en los hombres, una nostalgia de absoluto. En Cartas
ajenas, la fabulación del porvenir es una necesidad, precisamente una forma
de llenar los páramos después de los derrumbamientos de la fe.
Estilísticamente, la prosa de Geney, como
él mismo lo ha declarado, tiene muchas influencias que van desde Flaubert,
Macedonio Fernández y Daniel Sada, por mencionar a algunos. Es destacable ver cómo
nuestro autor trabaja la oralidad; incluso, quizá de esa palabra provenga el
nombre de su personaje principal; su prosa se mueve entre los registros de un
profundo monólogo interno, diálogos veloces y las reconstrucciones del habla
cotidiana, es decir, Marioralio puede abandonar una reflexión honda sobre la náusea de la existencia
para mentarle la madre a Poza. Como lo advierten varios de sus críticos, la
sintaxis de esta novela es compleja, incluso podríamos denominarle extraña, y
le exige a su lector un grado de disciplina y concentración; sin embargo, el
libro ofrecerá sus recompensas. Se
intuye que la búsqueda del extrañamiento en el discurso, como la adverbialización
de adjetivos (por cierto uso común en el habla de la gente del campo y la
sierra: siempremente) es reflejo de
una búsqueda paralela en la historia. Es decir, que el lector por una turbación
al lenguaje convencional se intrigue, se desconcierte y se detenga con mayor
atención en lo que se está contando.
Geney arroja esta novela como un cartapacio;
en él, lo lectores encontrarán un personaje cuyo conjunto de características y
transformaciones durante su travesía lo destacan y lo hacen memorable. Un
personaje catalizador de la violencia contenida de los avasallados. A la vez,
la orfandad, las bajas pasiones, los crímenes de estirpe, y otros tantos temas, estarán manteniendo
la tensión dramática entre una revolución que no termina de explotar y la
promesa, casi segura, del caos.