La revista Tierra Adentro, en su número de agosto-septiembre, publica en las páginas 84 a 86 un texto crítico de Marina Porcelli sobre mi novela Cartas ajenas.
Incluyo aquí el texto de Porcelli:
Cartas
ajenas es
el cuarto libro de Geney Beltrán Félix (Culiacán, Sinaloa, 1976) y su primera
novela. Antes, Beltrán Félix publicó los ensayos El biógrafo de su lector (2003), El sueño no es un refugio sino un arma (2009) y un libro de
relatos. Señalo la bibliografía porque creo que, justamente, Cartas ajenas reelabora elementos de
estos dos géneros. Los incorpora, los re-ubica. Dividida en dos partes y un
epílogo, con una prosa concisa, violenta, casi impecable, articulada en
capítulos breves como cuentos, la novela se sitúa en una populosa —y a veces,
sórdida— ciudad latinoamericana, para narrar el recorrido de una serie de
personajes que, deslindados en apariencia, se vinculan a partir de una ruptura
en la cotidianidad. Me explico mejor: un hombre (Marioralio) regresa a su
trabajo en la oficina de correos, ha perdido una mano, se ha ido de viaje. Ya
se nos ha anticipado sobre su necesidad
existencial de abrir cartas ajenas. Y
esta especie de parquedad del personaje —desencantado, contenido, sobre todo
eso, contenido— lo hará enredarse con las historias que lee. Buscará a las
personas de los remitentes, se involucrará en las situaciones, e irá formando,
de esta manera, su propia identidad. Este es el disparador de la trama. Que en
un primer momento, entiendo, puede resultar un disparate. Sin embargo,
precisamente a fuerza de estas coordenadas un tanto inverosímiles, la prosa va
forjando un mundo donde lo real nunca es estable, donde lo real siempre se moviliza:
se torna huidizo, se quiebra. Para decirlo de una vez: estos corrimientos que
crean las palabras construyen a lo largo del relato una suerte de realismo
extrañado. Que habilita el hecho de que los personajes puedan estar mintiendo,
o estén locos, o que en la superficie tersa de su cotidianidad irrumpa,
fatalmente, lo fantástico. De esta manera, todos los niveles operan en
simultáneo dentro de la narración, la ahondan, la complejizan. En tanto la
escritura (las cartas) van conformando el primer vínculo por el cual Marioralio
se acerca a la vida de los otros: a un hombre que se suicida luego de la muerte
de su amante; a unas gemelas desesperadas; a un viejo brutal que busca
impiadosamente a su hijo. Cada personaje es también la propia historia del empleado
de correos, él se cifra y se organiza de acuerdo a lo que sucede con los demás.
Pero, en contrapunto, casi toda la novela es sostenida por la oralidad. Se
apoya en diálogos y monólogos internos, habilita la duda, la ironía, el
sarcasmo, mostrando así una dinámica verbal intensa y, por momentos,
conmovedora. Por eso, haciendo pie en este entrecruzamiento de claves, creo que
la conocidísima frase de Paul Eluard calza en Cartas ajenas: “Hay otros mundos pero están en este.” Lo
fantástico, en este caso, se vuelve posible,
realidad palpable, es uno de los modos de la interpretación. Este es el caso de las gemelas, cuya historia inquietante parece
desarrollarse fuera de los límites de nuestro universo euclidiano. O el de la
empleada de correos, quien dice imponer la muerte próxima a cualquiera
que se enfrente a ella, con sólo
mirar a los ojos.
La segunda parte se articula como el envés de la
parte anterior: es más discursiva, más ensayística, tiene una interioridad
marcada, que resitúa al personaje principal en un protagonismo más nítido y
enfático. Ahora, por fin, Marioralio habla. Claro que lo había hecho antes,
pero, precisamente en este sector del libro, es la palabra de él la que va a
desatarse con ferocidad: leemos, entonces, la historia de la pérdida de su mano
y de su viaje; el enredo con los demás trabajadores en la oficina de correos,
su desencanto furioso con la
sociedad. Una perspectiva apocalíptica que exige cambio y renovación. Un
monólogo esculpido dentro de una atmósfera brumosa, irreal, necesaria para
hablar, justamente, de la realidad. Y aunque quizá la transición que va de la
primera a la segunda parte exigía una gradualidad más marcada, un desarrollo
más extenso, lo cierto es que en esta novela de Beltrán Félix la palabra
siempre cuenta. Y me refiero a las
acepciones posibles del término contar:
la que remite a la narración clásica de un relato; y sobre todo, la que implica
darle peso a las palabras, apreciarlas,
proponer una mirada que busque
movilizar la realidad del lector. Y esto último no es un rasgo menor. Para nada
menor. Es una de las piedras madres por la cual se torna valioso este libro.