Hay una mentira
La mentira —ingenua, cínica o
pesimista— es que escribir no sirve para nada. Voltaire decía que con sus
libros un escritor no logrará ni cambiar siquiera las costumbres de su vecino:
hoy podría argumentarse que a pesar de milenios de gran literatura, la
humanidad sigue conociendo la guerra, la pobreza y la injusticia. Entonces,
¿callar? No, ante la falla del mundo el silencio no será jamás la opción. No
hay manera de afirmar que escribir no
cambia el mundo sino hasta después de haber escrito, y quizá ni siquiera
entonces: quizá nunca. ¿Acaso no han sido nada en la lucha por la igualdad de
los derechos de la mujer los textos literarios de Virginia Woolf, Hannah Arendt,
Simone De Beauvoir, sor Juana...? La literatura, afirma Gottfried Benn, «no mejora las
cosas, pero hace de lo que sea algo más decisivo: las modifica... Su acción
se ejercita sobre los genes, sobre la masa hereditaria, sobre la sustancia —un largo camino
interior». ¿Cómo
estar seguros de que no incidieron en
la mentalidad de por lo menos algunos pocos de sus contemporáneos y no han importado
en el devenir de las sociedades humanas los libros —no hablo de la actividad
política ni de los pronunciamientos explícitos— de Voltaire, Dickens, Erasmo,
de Cervantes, Balzac, Goethe, Dostoievski, Shakespeare, Lord Byron, Tolstói...
tantos más? «Creer en los libros como medios de acción o no creer es ante todo
eso: creer o no creer», escribe Gabriel Zaid. Pues bien: la elección del
escritor novato es creer. Porque, como escribió el peruano Emilio Adolfo Westphalen:
«El sueño no es un refugio sino un arma».
Tan
sencillo como recordar que la invención de la escritura hizo nacer la Historia:
para bien y para mal, tarde o temprano, escribir trastoca el mundo.
Geney Beltrán Félix, «La doble raíz» (2007), en El sueño no es un refugio sino un arma, 2009.