Hablo de una postura ética y expresable, así, por la letra artística. Asumo, primero que nada, que el cliché wildeano de: «Literatura sólo hay mala o buena» esconde una imprecisión peligrosa y, para nuestro tiempo, ya desvergonzada: la mala literatura no es para estos efectos ni siquiera literatura-a-secas, y la imbricación del compromiso moral con la palabra literaria ha tenido exponentes que no pueden soslayarse: el primero es Cervantes, uno muy próximo J.M. Coetzee. El compromiso moral no debe tampoco entenderse como una apología edulcorada de los credos contemporáneos de la corrección política o, como diría Rafael Sánchez Ferlosio: de lo socialmente correcto. Juan Goytisolo expresa en una página de En los reinos de taifa: «Dar forma narrativa o poética a las ideas comunes de la época —libertad, justicia, progreso, igualdad de razas y sexos, etc.— carece de interés artístico si el autor, al hacerlo, no les tiende simultáneamente una trampa, no las ceba con pólvora o dinamita: todas las ideas, aun las más respetables, son moneda de dos caras y el escritor que no lo advierte en vez de actuar en la realidad opera en su fotografía». El compromiso moral es un compromiso con la época y sus incertidumbres, no con sus dogmas.
Pienso así que, en aras de una experimentación obligada, no podemos desentendernos del narrar porque en el narrar se cifra la expresión posible de los conflictos de la Condición Humana. Sé que estas dos palabras despiertan sospechas ante lo grandilocuentes que suenan y lo mucho que se han utilizado para no decir nada. Pero quien escribe como respuesta a una necesidad de las vísceras —y no sólo porque puede hacerlo, porque tiene oficio, dinero, internet y un cuarto propio—, quien conoce el examen quisquilloso de un mundo interior —conflictos de la herencia y la sangre, la vivencia de la furia y el desencanto, autobiografías mentales de raigambre en la perplejidad— sabe de qué se habla al decir Condición Humana.
Explico: hay dilemas morales que hoy, como ayer, son expresables por la concernida mirada del narrador. La sensibilidad ha venido mutando, sin dejar de ser fiel a su vertedero de contradicciones, a como se han transformado las relaciones sociales y las estructuras políticas. Los nuevos roles familiares y de género, la migración, los fundamentalismos y el laicismo nihilista, los modos vigentes de la violencia, el fracaso de las democracias y la relatividad ética del mercado, entre otros, dan pie, sin ánimo miserabilista ni cronístico, a la consideración de facetas propias de la condición humana —el desarraigo, la alienación, el coraje, el remordimiento, la impotencia, el miedo— y que sugieren una tentación inquietada para la verdad novelesca. ¿De cuándo acá la narrativa tiene que dejar de ser, si lo ha venido siendo desde Cervantes, dicción de una individualidad en conflicto con su tiempo? Esas realidades no son exteriores al escritor: las comparte en tanto perfiles de un aquí y un ahora que una sensibilidad imantada no puede sino compartir. Y lo humano, por supuesto, no es un lastre para el narrador. Es su veta. Hablo de la narrativa como La Saga de Adentro.
[...] La apuesta, el riesgo, la ambición consiste en cambiar el mundo, cambiando a través de la escritura la idea que el lector tiene del mundo.
Geney Beltrán Félix, de «No narrarás», en El sueño no es un refugio sino un arma, 2009.